El concierto del violonchelista británico Steven Isserlis y la pianista canadiense Connie Shih fue el evento estelar en la jornada inaugural del. En punto de las ocho de la noche, Steven y Connie salen al escenario del Auditorio Mateo Herrera en el Forum Cultural Guanajuato.

Un par de horas antes, Sergio Vela, director de Arte & Cultura Grupo Salinas, enlistó, en la ceremonia de arranque del festival, los eventos imperdibles del programa: el estreno en México del "Parsifal, de Richard Wagner, bajo la dirección de Guido María Guida; el concierto de la pianista cubana, nacionalizada mexicana, Ana Gabriela Fernández, una de las artistas jóvenes más destacadas de Iberoamérica, quien interpretará las transcripciones que Franz Liszt hizo de Wagner y Verdi y el Bicentenario de la Novena Sinfonía, de Beethoven con la Orquesta Sinfónica del Instituto Superior de Música Esperanza Azteca.

Isserlis, con el cabello cano y largo, sostiene su Stradivarius y empieza con "Kultaselle", de Ferruccio Busoni. Shih lleva una blusa con flores y, a su lado, un joven con una camisa polo, de  color negra, le ayuda a cambiar las páginas.  Los pulsos que deja en el piano son impresionistas, un  rastro que ella imprime con su rictus nervioso hasta que Steven lo complementa con intensidad y brío.

El violonchelista británico Steven Isserlis y la pianista canadiense Connie Shih. Foto:  Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.
El violonchelista británico Steven Isserlis y la pianista canadiense Connie Shih. Foto: Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.

Unas horas antes también, en rueda de prensa, Steven cuenta que, aunque Bach es un compositor fundamental en su trayectoria, no lo incluyó para su presentación en México porque, desde hace tiempo, ciertas sonatas le intimidan. También explicó que una de sus grandes pasiones es la lectura de novelas victorianas. Inglaterra tuvo un momento literario de gloria en el siglo XIX, pero en el presente la gloria artística del país se la dan los compositores.

Las notas de Busoni caen en una espiral que ambos guían hasta que, de golpe, acaban. Isserlis y Shih se ponen de pie. El público les aplaude hasta que salen del escenario. Le sigue "Élégie", de Gabriel Fauré. A ratos, el joven que cambia las páginas mueve la cabeza ligeramente al ritmo de la música con gestos ligeros. En algunas escenas se moderan los músicos y la luz alcanza a abrazarlos. Steven toca con los ojos cerrados.

Cuando las notas del piano se intensifican, Shih parece sentirlas en todo el cuerpo y esto contrasta con su carácter sencillo e introvertido; cada golpe del piano la recorre y ella da pequeñas pataletas. Steven también se estremece.

A ratos, el destello de las lámparas, fijas en el techo, se refleja en el arco. El público está absorto, en contemplación, solemne. Otra vez se levantan los músicos. La gente aplaude. Salen y regresan, otra vez. Empieza la "Sonata en la menor para violonchelo y piano", de Franz Schubert. Hay algo de danza en las espirales que crean con las notas. Hay un gesto dulce en Steven y ambos  —él y ella— comparten, de forma diferente, una condición histriónica: a ella la música la afecta y la transforma; a él lo envuelve, quizá, el misterio de Schubert y su poder evocativo.

El violonchelista británico Steven Isserlis. Foto: Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.
El violonchelista británico Steven Isserlis. Foto: Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.

Frente a Steven, el micrófono amplifica el eco de las notas y una reminiscencia del piano crea el diálogo entre instrumentos. Desde las butacas los observan cerca de 200 personas; hay quienes cierran los ojos y se llevan la mano a la frente o quienes meditan, contemplan y  miran hacia adentro. Después, el piano repica como gotas de lluvia que caen sobre copas cristalinas. Schubert acaba en una especie de suspiro y es la antesala al temperamento místico que tiene "De la vida judía", de Ernest Bloch, que tirita como un llanto, un lamento y se dibuja en una especie de sueño. Un drama interpretado a solas con la memoria hasta que llega el turno de Francis Poulenc y su "Sonata para violonchelo y piano", obra lúdica y cambiante, jovial, que salta del juego a cierta tragedia.

Con el brazo del Stradivarius recargado en el cuello, Steven pareciera saber algo, como si, envuelto en esa música, fuera poseedor de una verdad que nadie más tiene allí. Cerca del final hay en Poulenc lapos espectrales e introspectivos que devienen en un trino intenso, un  arco que culmina y explota.

Steven acaba con el puño cerrado, estático en el aire y el arco sujeto en la mano derecha. El público aplaude con la expectativa de que los músicos vuelvan a escena y toquen una pieza más.

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