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En la noche de la Alhóndiga de Granadita, la clausura del 52 Festival Internacional Cervantino busca crear un puente entre dos generaciones. Lenine, leyenda del rock brasileño y ganador de seis Grammys Latinos, abre el concierto. A sus espaldas, el dibujo de una flor abierta se proyecta en la pantalla.
Dos músicos lo acompañan. Al trío lo conforman su voz, una batería y una guitarra que, a lo largo de la presentación, será cambiada por un bajo. En la pantalla, una luz opaca y azul cubre a los tres músicos, una imagen distinta a la que se ve de frente, directamente.
"Buenas noches, es un placer estar aquí, nosotros estamos muy felices de estar en una ciudad tan hermosa", dice Lenine, de 65 años, quien baila un poco sobre su eje con la guitarra colgada al hombro. Las luces cambian de blanco a rojo. En ocasiones, la música suena al baile brasileño que hormiguea por el cuerpo. Un golpe sincopado, las luces que parpadean desde la parte superior del escenario y la nostalgia en la voz de Lenine que, en los resquicios que emparentan al español y al portugués, dejan intuir ciertas canciones de amor.
A veces los 3 cantan al mismo tiempo, con las naturalezas muertas proyectadas al fondo; y, a veces también, Lenine encarna el lamento de algún animal solitario que extraña un tiempo perdido. Desde el público se ondean sombrillas o banderas y las luces se mueven recorriendo todos los puntos del escenario y la explanada donde está el público. Mientras, el canto de Lenine, el lamento, parece llamar a algún instante enterrado, desconocido quizá, en el interior de quien lo escucha; pasa del canto intenso, que es casi un grito, a la calma y el murmullo.
Así se desenvuelve el concierto hasta que aparece, por primera vez, Francisco, el Hombre, grupo ecléctico que mezcla ritmos brasileños y afrolatinos con la balada, el ska, el rock psicodélico y el metal; comparado por la prensa especializada con Manu Chao, la descripción parece remota después de ver la presentación en vivo.
"Mis amigos", dice Lenine, en medio de siete artistas más en escena que parecen conformar una súper banda. El coro "Lágrimas de policía" se sitúa en la cumbre de la primera parte del concierto. "Qué dolor que me dan los dólares", cantan juntos hasta salir de escena y dejar que la batería suene como el metrónomo de un viejo músico, la base para el rasgueo atonal de la guitarra de Lenine. Su voz como un murmullo, otra vez, se complementa en lo que parece un hijo remoto de un blues otoñal y exuberante. Es el guiño de algo que ya se sabe, algo conocido, bajo la luz de un filtro oscuro.
Lenine empieza a sudar y la guitarra satura el ambiente. Grita: "Viva Zapata", mientras los instrumentos hacen lo suyo con todo el poder del mundo y quedan temblando en el entorno. Desde la primera fila se ve gente que brinca. La percusión prepara la vía de lo que Lenine va a detonar en cualquier momento. Habla: "Tengo que decir pocas cosas: gracias al festival, hasta la próxima, Guanajuato".
Ahora, Francisco, el Hombre, vuelve a escena y pide las palmas del público. Bailan, en escena, los cinco músicos que conforman al grupo. Sus movimientos son parte de una especie de marcha groovy que se introduce por la sangre. Entonces, queda entendido que, por pequeños momentos, Lenine y Francisco, el Hombre, se van a alternar.
El público levanta sus celulares en el aire, las linternas encendidas, y corea la balada final de Lenine, hasta que él abandona la escena. Los técnicos se llevan la tarima y en la pantalla desaparecen las naturalezas muertas y cobra vida el nombre de la banda. Sus letras mayúsculas y rojas.
"Directamente, desde Brasil, quiero que reciban, con mucha energía a Francisco, el Hombre", se escucha. Los cinco están entusiasmados. Suenan sirenas y luces rojas parpadean. En la primera hilera, el público también se entusiasma y brinca, y el grupo pasa del mejor ska, quizá en la línea de Madness, a la balada y el punk.
Llaman a Lenine: "Directamente desde Recife..." Los integrantes de Francisco, el Hombre son incontenibles, son catalizadores, son una bomba. En la explanada, una persona baila, con una bandera de Brasil pegada a la espalda. Todos, en el público, levantan las manos, una y otra vez, una y otra vez.
Los hermanos Sebastián y Mateo Piracés-Ugarte, Andrei Martinez Kozyreff, Juliana Strassacapa y Helena Papini son un ensamble, una orquesta bomba que opera todo con un sintetizador, una guitarra, un bajo, varias voces y una batería.
Una de las dos voces principales, la de Juliana Strassacapa, tiene algo soterrado, algo que subyace, que se deja ver a ratos y recuerda a la gran canción del siglo XX. La otra voz principal es la de Mateo. Juliana hace un coro alto que toma cadencia con la batería. El público mueve las manos en el aire y la canción vuelve a su ritmo ágil, rápido.
Mateo pide repetir el coro y, ahora, la guitarra distorsionada, profunda, es el eje que lo sostiene para volver a empezar. "Una última vez, quiero escuchar bien afinado al coro del Cervantino". Juliana baila, incansable, en un extremo del escenario y el público permanece de pie.
"Así que me parece que hay espacio para bailar", dice Mateo y suena algo que en su base tiene reggae. "Cervantino, me parece que tenemos mucho espacio", son las palabras que convocan al baile colectivo.
"Esta canción se llama Pececito o tiburón y se la dedicamos a los pececitos pequeños como nosotros, que juntos se enfrentan a los grandes tiburones": una introducción, unas palabras a las que ahoga, de un momento a otro, la saturación absoluta de los instrumentos. "Hay injusticia, pero tengo esperanza (...) Tiburón, tú eres uno y nosotros, mil", cantan antes del pulso infinito de las guitarras, la presencia de la batería y la voz de Juliana como encerrada en una cámara.
"Abajo los opresores de la población", siguen cantando. Al final de la canción, Mateo habla: sus raíces crecen fuertes en el suelo, dice antes de revelar que dos de sus integrantes son mexicanos y hablan un español perfecto. En uno de los momentos más apacibles del grupo, Juliana le dedica una canción a la comunidad LGBT: "Mi carne no me define, yo soy mi propio hogar".
La voz de Mateo vuelve: "Que en esta noche fría se sienta el calor del carnaval de Brasil". El ensamble bomba brinca al mismo tiempo, en medio de una guitarra avasalladora y las manos del público en el aire: "Eo, eo, Francisco, el Hombre llegó".
Vuelve a recibir, "directamente desde Recife, Pernambuco", a Lenine, quien entra y toma el micrófono. "Sufro por quererte, por amarte y por desearte. Ay cariño y mi vida, nunca, pero nunca me abandones, cariñito", cantan juntos.
El ambiente de fiesta callejera se respira y la voz de Lenine permanece y resuena, expandiéndose por la explanada. Se escucha una guitarra salida del rock progresivo de antaño, mientras en el público, otra vez, la gente salta al unísono.
Cuando las dos voces principales, Mateo y Juliana, salen del escenario, la batería de Sebastián marca un interludio: "Atención, atención, es la última canción". Un interludio que traerá de regreso a Mateo, sin camisa, vestido sólo con un pantalón corto y una especie de arnés en el pecho, y luego, en el frenesí de la fiesta, sólo con un calzoncillo en el que se distingue rojo con el estampado de un incendio.
Para marcar el cierre también vuelve Lenine. El grupo marca coreografías que la gente baila. Es la música pura del otro carnaval, el de Francisco, el Hombre, lo que queda. Lenine, sus músicos y los cinco artistas de Francisco, el Hombre se toman una foto con el público a sus espaldas.
En la despedida, decenas de drones vuelan por el aire y marcan figuras: 52 FIC, el dibujo de un buey brasileño y las iconografías que identifican a la danza, el teatro y el cine como disciplinas, por ejemplo. Son trazos tridimensionales sobre la bóveda celeste. La formación inicial de drones, que simula una cuadrícula de estrellas palpitantes, brillantes y rojas en el cielo, se desvanece.
Para las once de la noche, el flujo de visitantes es menor e irregular; a ciertas horas, las que equivaldrían a la hora pico del tráfico, la cantidad de gente no se compara con lo que, cuentan, se vio en años previos a la pandemia. Sorprende un poco que, en la noche de la última jornada del festival, las calles del centro de Guanajuato capital estén tan vacías.