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La industria musical, no es un secreto, se presentó con una cara distinta en la segunda mitad del siglo XX. Un formato que evidenciaba el consumo voraz de música. Hoy, en un puñado de tiendas de discos que sobreviven, desperdigadas por la ciudad, se puede sentir cierta nostalgia, en medio de coleccionistas y un público que atiende necesidades específicas allí. Eso queda. Pero hace no mucho, un par de décadas, grandes cadenas de tiendas de música vivieron su apogeo. Tiene menos de 20 años, quizá, que en franquicias como Tower Records y MixUp — que aún existe— , se podía ver en la víspera de Navidad, las últimas semanas del año, grandes filas y aglomeraciones que volvían las compras de último momento una aventura imposible.
Entonces, un CD, un vinil o una película eran regalos perfectos. Nadie podía sospechar que faltaba poco para que las reglas de la industria y los hábitos de consumo se volcaran, cambiando a un ritmo vertiginoso: desde las primeras plataformas de descarga, como Napster, que atravesó problemas legales, pasando por una red social para músicos (MySpace), hasta los grandes proyectos de servicio multimedia del presente, cuyos nombres no es necesario enlistar.
En el consumo portátil de hoy queda rezagado el coleccionismo implícito previo a la era digital. Tampoco es un secreto recordar que, sin ser un coleccionista profesional, el fanático de ciertos grupos o géneros, o el melómano promedio poseía físicamente, acumulaba y atesoraba la música. Que el diseño y el arte de los discos formaban parte del ritual de devoción; que dedicar 40 minutos o una hora a escuchar un disco, de principio a fin, no sonaba tan descabellado como ahora para una nueva generación de oyentes que surge, como todas, sin reglas definitivas.
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Las cadenas de tiendas musicales eran una escala obligada en esta especie peregrinación. Una imagen común: la diadema de un juego de audífonos sobre la cabeza, en un espacio dispuesto como la variante de una cabina, para escuchar las novedades de la temporada y los álbumes más vendidos. Menor espacio ocupaban en las estanterías las películas y los libros.
Sellos discográficos como Naxos, Verve o Blue Moon, y unos cuantos grupos de rock independiente flotaban en el ambiente y volvían afortunado a quien conseguía dichos materiales. Una cara más subterránea, especializada o exquisita exigía otro proceso: pedir que los discos fueran enviados a México. Una misión cara que tardaba meses y estaba lejos, muy lejos de la forma en que la música más arriesgada y secreta en la otra punta del mundo está alojada hoy en una plataforma de internet.
Las revistas musicales eran un campo fértil que iba de la mano de la compra de discos y la amistad con los vendedores también podría ser útil para apartar en sus cajones, eventualmente, alguna joya que alguien más pudiera llevarse.
Todo el ritual que involucraba el consumo de discos a finales del siglo XX se reflejó en cifras. Hay portales que estiman que 2000 fue uno de los años que más ventas registró con 942 millones y medios de discos. Mientras que hace tan sólo tres años, la cifra fue de 31 millones contra los 574 millones de usuarios que tuvo Spotify en todo el mundo en 2023.
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Estos rituales que se diluyeron con la era digital quedaban sintetizados, en medio de las grandes aglomeraciones en busca del regalo perfecto en Navidad: un disco. Los tiempos cambian. Los rituales de consumo, también, y esto se siente el 24 de diciembre.
melc