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La noche de este viernes, la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México (OFCM) se presentó en el kiosco del Jardín Cultural de Primavera en el Zócalo capitalino para interpretar" Las cuatro estaciones", inmortal pieza de Antonio Vivaldi , presentación que contó con gran cantidad de asistentes que, conmovidos, admiró la majestuosidad del genio barroco traído a la vida posmoderna de la capital, bajo la dirección de la violinista Erika Dobosiewicz.
Poco antes de las 19:00 horas, cuando la orquesta ensayaba y afinaba sus instrumentos, la gente comenzó a aglomerarse en torno al kiosco desmontable que emulaba el que existió en 1878, escenario iluminado románticamente por cálidas luminiscencias como enredaderas, y desde el cual nacía la música que convocaba a los paseantes del corazón capitalino. Conforme llegaban alrededor de la plataforma, bajaban la voz, se desplazaban silenciosos, tomaban algunas fotografías y esperaban a que diera inicio el concierto, todo ello bajo un cielo lóbrego donde la luz no fenecía del todo y que, ciertamente, era una promesa de tormenta que ponía en juego la voluntad de los corazones estetas.
El ocaso grisáceo alebrestaba, quizás, el anhelo de "Belleza"; "Primavera", "Verano", "Otoño" e "Invierno", estructura de la obra presentada y compuesta en las primeras décadas del siglo XVIII , aconteció exitosa entre el público, cuanto más variopinto, de toda clase social, de toda clase de piel y edad; sin embargo, todo él se disponía, silencioso, a la contemplación ya desde que iniciara, puntualmente, el allegro de la "Primavera", y a pesar de las fallas técnicas con que zumbaban las bocinas, la gente permanecía conmovida, más presta al deleite que a la crítica, y múltiples eran las manifestaciones de esa tierna conmoción, pues los había quienes se abrazaban en su amorosa juventud, otros que seguían los compases con ademanes histriónicos en su soledad, y había familias enteras que convidaban a las nuevas generaciones del banquete musical primaveral.
Foto: HUMBERTO MORQUECHO/EL UNIVERSAL
Era curioso, también, ese vaivén de vendedores que interrumpían a momentos los acordes con sus voces que se perdían entre la multitud; voces que, a pesar de dar la nota irónica, no resultaban ofensivas, sino que eran cuasi epifanías de ese sello específico del Centro Histórico. “¡¡¡Chicles, paletas, cigarrillos!!!”, clamaban y desaparecían, como devorados por la fuerza del largo e pianissimo sempre, aunque volvieran a aparecer como ecos que resurgían desde las entrañas cotidianas de la capital.
Esta experiencia no te la ofrece ni la Nezahualcóyotl, ni el Metropolitan de NY.
Lo cual hace tanto más maravilloso y acentuado ese barroquismo característico de nuestra ciudad.
El ocaso pasó del cobalto a la noche grisácea y nublada, a la oscuridad amenazante con un nubarrón en el allegro pastorale de la "Primavera". La majestuosidad de la catedral iluminada espectralmente, los palacios con que la mirada se rodea, hacían sentir como si se tratara de otro tiempo, compartido por el genio veneciano, habitando esas luminiscencias de farola cálida que hacían crecer la ilusión de un encuentro en un auténtico salón del siglo XVIII en el viejo continente. Y no obstante estábamos en plena calle y siendo una masa deleitada.
Con toda certeza, el allegro non molto del "Verano" es uno de los espacios musicales más reconocidos a nivel internacional, ¿y cómo no serlo, si la fuerza con que se manifiesta es ya una epifanía de las tormentosas tardes veraniegas? O al menos ese es nuestro verano mexicano, tan plenamente identificado con la potencia sublime, casi siniestra, del "Verano" de Vivaldi . Tal vez por ello es por lo que la multitud contemplaba inerte el escenario, por eso sus rostros estaban impregnados absolutamente de las sensaciones experimentadas en esas madrugadas tan cortas.
Al mismo tiempo, una ráfaga de viento hacía danzar los colores caprichosos de las velarias, y cabe mencionar lo conmovedor que resulta sentir esa intempestividad de lo que nos queda de naturaleza en un entorno tan urbanizado como el nuestro, justamente cuando el Adagio e piano sonaba con su característica melancolía.
Sin embargo, el presto , que es muy probablemente una de las potencias musicales más sublimes en la historia humana, entró con cierta debilidad, más por fallas técnicas en el audio que por falta de técnica en la orquesta.
Al momento de iniciar ese dulce allegro del "Otoño" comenzó a mostrarse un poco inquieta; tal vez fuera porque, de las estaciones, es la menos conocida, o la que menos nos recuerda a nuestro otoño mexicano, tan rojizo y tan melancólico, mucho más cercano al presto del "Verano" que a los movimientos comprendidos durante la tercera estación del Sacerdote Rojo, como conocieran a Vivaldi por su preparación clerical y su cabellera rojiza; sin embargo, a la llegada del nostálgico agagio molto , que pareció embrujar al público con la tristeza de las hojas que caen, de los campos que arden tras la siega y la cosecha, ese público, pues, devenido campesino, estaba nuevamente abstraído, y a la llegada del último allegro, estallaron en estrepitoso aplauso, ebrios, como dirían los genios decimonónicos, de sublimidad.
Maravillaba observar que somos un público respetuoso, pero sobre todo, un público que anhela la belleza , y quizás esa instancia estética es la que nos deba ser curada con premura, que la vida se nos puede hundir en muchos aspectos, pero la humanidad, bestia espiritual a final de cuentas, está hambrienta de esos instantes en que nos sentimos algo más que sólo materia dispuesta para el trabajo y organizaciones burocráticas. Urge, suscribo, ser colmados con belleza para calmarnos los dolores del alma.
Foto: HUMBERTO MORQUECHO/EL UNIVERSAL
Cuando el "Otoño" llegó a su culminación, algunas nostalgias de lluvia comenzaron a caer, y no faltó quien declinara de la presentación, pero en su mayoría dejaron pasar esa ligera amenaza y continuaron en la apuesta a la belleza, que la belleza lo puede todo.
La iluminación amarillenta, la piedra de los palacios ligeramente anaranjada como si un fulgor venido de otra época los iluminara, como si se tratara de calderas ardiendo en sus interiores; la catedral, por un costado del escenario y al fondo, imperaba, soberbia desde sus evocaciones de la Conquista, como una majestuosa fantasmagoría que se va condensando , teñida por las farolas de blancura inmensa, donde sus campanarios se perdían con la noche nublada que, sin embargo, alcanzaba a tomar una azulada tonalidad de las farolas con que se iluminaba la ciudad, callada por la música, espacio-otro alejado y sumergido a la vez en la melancolía del "Invierno", tan bien logrado a pesar de las fallas del audio, que en el allegro non molto estallaba en las percepciones del público, rozando todos y cada uno de nuestros respectivos inviernos, tan cálidos en el día, tan crudos al anochecer, y de sombras largas que esperan el amanecer con la misma ansiedad con la que el público aplaudió apenas terminara el último acorde.
A la llegada del largo, la orquesta experimentó algunos contratiempos con el viento que repentinamente había estallado, y también sus ráfagas hacían eco en las bocinas, golpeando los micrófonos, asiendo entre sus caprichosos movimientos las partituras que escapaban a los músicos.
La última parada, el allegro, entró como un caudal violento, y es que quienes contemplaban al escenario escuchaban con devoción infinita, conmovidos por la intempestividad de la música, que era demiurgo de espacios donde confluíamos con Vivaldi vivo en las manos de la orquesta, en la dedicación absorta de Erika, directora y violín principal, quien había fungido un tanto como médium del compositor veneciano, quien visitara al menos por una noche a nosotros, los mexicanos habitantes de esta posmodernidad tan barroca que caracteriza nuestra majestuosa ciudad, insisto, toda ella ataviada con deslumbres de historia fragmentada, en que palacios, dogmas e idiosincrasias conviven, sonorizados y tocados en el deseo por seguir contemplando, meditando, sintiendo la Belleza de la que tanto adolecemos en el cauce de lo cotidiano.
akc