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Cada autor deja una huella del tiempo en que lo descubrimos o en que acompañó la conversación de la época y pasó a ser parte de nuestro ADN lector. Cuando pienso en los libros que han labrado nuestra conexión con el mundo a través de las palabras, convocando preguntas y asombros y dejando un sedimento de memoria, imagino el cuadro de Remedios Varo con aquel hombre en monociclo cuyo abrigo entreabierto es casa y donde se aprecia un estante pequeño con libros. Esos estantes libreros habitan nuestro cuerpo. Y Milan Kundera no puede faltar. En los 80 leímos La insoportable levedad del ser atentos a una nueva voz desde la Checoslovaquia que nos había dado a Franz Kafka, a Bohumil Hraval, Václav Havel, invadida por los soviéticos en la Primevera de Praga de 1968, que nos confrontó con su particular forma de ver el mundo, de expresar el erotismo y un sentido crítico frente al totalitarismo. Comenzó el embrujo del novelista Milan Kundera, esa admiración frente a su conciencia crítica de la modernidad. En ese sedimento de la memoria guardo una escena de otra de sus novelas, La lentitud, novela que la crítica dijo que era (engañosamente) la más ligera. La historia se desarrolla durante un congreso de entomólogos en un castillo. El personaje al que le van a dar el reconocimiento sube al estrado y recibe, como es propio de esos momentos, un alud de aplausos y olvida sacar del bolsillo del saco el discurso que lleva para la ocasión. Se percata de ello cuando ha regresado a su asiento. El peso del ridículo es inmenso e incorregible. Claro que la novela es mucho más que eso: hay una crítica a la velocidad tecnológica y al narcisismo del individuo en medio de un encuentro en varios tiempos y coincidencias imposibles. Recuerdo esa escena como si la hubiera vivido, tanto del lado del auditorio que aplaude y del entomólogo que no sabe qué hacer con esa vergüenza. Es sobre todo una oportunidad perdida. Se hablará más de ese ridículo que del premio que ha recibido.
Kundera reflexionó sobre el espíritu de la novela. Hay escritores que lo han hecho y que son faros indispensables en una discusión contemporánea: Carlos Fuentes, amigo de Kundera desde el 68 en que García Márquez, Cotázar y él visitaron Praga, organizaba foros con escritores notables del mundo para hablar de la novela, como sería necesario hacerlo recurrentemente. Vargas Llosa no deja de pensar en ella desde que escribió La verdad de las mentiras. Goytisolo, Ortega y Gasset, Italo Calvino, Orhan Pamuk, Nadine Gordimer, Susan Sontag, Margaret Atwood, una larga lista y muchísimas reflexiones engranan una conversación fascinante. Atesoro el pequeño libro de ensayos de Kundera El arte de la novela, que la editorial Vuelta publicara en español en 1987. El ensayo que abre “La desprestigiada herencia de Cervantes” y un artículo de 2006 (9 de octubre) publicado en el New Yorker: ¿Qué es un novelista? son boyas imprescindibles para pensar la novela. Los escritores siempre nos estamos preguntando para qué escribir, cuál es nuestro papel, el sentido de los libros. Kundera nos comparte: “Por lo tanto, si la razon de ser de la novela es mantener ‘el mundo de la vida’ permanentemene iluminado y protegernos contra ‘el olvido del ser’, ¿la existencia de la novela no es hoy más necesaria que nunca?” Porque la novela, como nos lo recuerda, nos mostró que su deseo es comprender, no juzgar, que el mundo no se puede clasificar en buenos y malos, blancos y negros, porque el espíritu de la novela es el de la complejidad. El conocimiento, su única moral, su sabiduría, la de lo incierto. Ahora que Milan Kundera ya no puede estar en la conversación, la conversación subsiste y está abonada por sus libros, por lo que hemos leído y no hemos leído de su legado. Como escribió: “El novelista es el único dueño de su obra, él es su obra.” Indudablemente, la mejor manera de honrar su ausencia es leerlo y avivar el fuego de quiénes somos a partir de su escritura. Empatar los lectores que fuimos con los que ahora somos.