La aprobación unánime de la Comisión Medalla Belisario Domínguez del Senado de la República para premiar a la escritora Elena Poniatowska es —en palabras de la autora de Hasta no verte Jesús mío— una forma de coronarla a los 90 años. La aprobación del Pleno del Senado, con 100 votos que confirman la entrega de la medalla, fue ayer; el Senado informó que realizará la sesión solemne, a la espera de que la Mesa Directiva determine una fecha.

En las próximas semanas también, el 19 de mayo, Elena Poniatowska cumplirá 91 años, y su trayectoria, siete décadas. Tiempo en el que ha sido reconocida con los galardones más importantes, nacionales e internacionales, al alcance de un narrador o cronista: el Nacional de Periodismo, el Alfaguara de Novela, el Nacional de Ciencias y Artes, el Rómulo Gallegos, el Biblioteca Breve y el Cervantes, entre otros de una larga lista.

Entregada al oficio —de la narrativa a la crónica— y las causas sociales, Poniatowska ha sido la testigo privilegiada del siglo XX mexicano y del inicio del XXI: no son sólo sus trabajos más conocidos, clásicos que no necesitan presentación, como La noche de Tlatelolco y Nada, nadie. Las voces del temblor, sino el uso de la voz para denunciar la persecución y presencia de presos políticos en Puebla en 2015, sus visitas a Lecumberri, su conocido interés por el EZLN, el movimiento ferrocarrilero (El tren pasa primero se inspira en la vida del activista Demetrio Vallejo), los actos de resistencia social ante la injusticia (No den las gracias. La colonia Rubén Jaramillo y el Güero Medrano) y el impacto de la coalición Obrera Campesina Estudiantil del Istmo de Tehuantepec. Para ella se trata de darle voz, desde la escritura, a las organizaciones o grupos en los que hallan eco los desfavorecidos: las historias de campesinos, damnificados y niñas como Paulina, quien fue violada y la religión y la ley le impidieron abortar.

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Hoy, su compromiso sigue vigente al señalar los desastres mineros de las últimas décadas en Coahuila y el abandono a los niños de la calle en la Ciudad de México.

¿Qué significa para usted recibir esta insignia por su ética y valor civil?

Es el máximo honor que puedo recibir. Me da una alegría enorme, un orgullo muy grande. Finalmente es la coronación de una vida de casi 91 años. Empecé muy joven, a los 21 años, a ser periodista en Excelsior y a escribir libros.

Usted acompañó a gente como Rosario Ibarra, que también ganó la medalla.

Acompañé a Carlos Payán y acompañé toda la vida a Rosario Ibarra, pero no sólo al premio que recibió, sino en la búsqueda de su hijo, Jesús Piedra Ibarra. Estuve con otras mujeres haciendo huelga en el atrio de la Catedral. Eso fue hace muchos años.

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A nivel emocional y de su carrera, ¿en qué momento la toma este premio?

Al final de mi vida: 91 años. Son los años de la salida, los últimos, obviamente. A menos de que yo viviera 200 años, pero lo veo difícil. Sería yo un fenómeno.

¿Quién piensa usted que merece la medalla y aún no la ha recibido?

Es un tema difícil. Por mí, se la daría a muchísima gente porque estoy siempre dispuesta a tenerle mucha fe a los demás: los jóvenes y los que están. Yo no se la daría, en general, a la gente que ya está de salida, se la entregaría a gente más joven. Aunque, obviamente, se la habría dado a Carlos Monsiváis y a José Emilio Pacheco, por su columna “Inventario”, que es una lección de cultura extraordinaria. Pero siempre se la entregan a gente que está a punto de salir de la vida. No se la dan a los jóvenes, para estimularlos. Hay muchísimos que la merecen y son muy buenos.

¿A qué personas jóvenes se refiere usted?

A Yanet Aguilar, reportera de Cultura en EL UNIVERSAL, ella ha hecho un gran trabajo. Siempre está allí haciendo reportajes, entrevistas y crónicas. Me parece buenísima. Le pondría mucho énfasis a los reporteros porque ellos siempre son los soldados rasos, los últimos, los que siempre están ahí, de pie, esperando horas a que les respondan. Hacen más trabajo, finalmente, que los editorialistas. A ver si no se enojan con nosotros.

Sabemos que usted ha testificado momentos que han sido parteaguas de la historia de México, ¿qué opinión tiene del presente?

Sí, desde la noche de Tlatelolco y, por ejemplo, de la toma de la colonia Rubén Jaramillo en Morelos, son muchos acontecimientos de los que escribí.

En el presente no hemos tenido matanzas como la del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. No se han visto ya acontecimientos o tragedias de esa magnitud, pero yo sigo pensando, por ejemplo, en el caso de los mineros. A los mineros y las esposas de los mineros no se les ha dado lo que corresponde. Sigue siendo uno de los trabajos más peligrosos y abandonados por la sociedad y el gobierno. Lo que significa un minero, siempre será la imagen de nuestra tragedia.

Me pregunto también por todos los muchachitos, los niños, las niñas, que vendían cualquier cosa en los semáforos en San Ángel; vendían boletos de lotería. “Para que se vaya a Europa aunque no me lleve”. ¿Esa gente, dónde está? Yo ya no lo veo. Me pregunto y me preocupa dónde están. Antes se ganaban la vida en los altos y hoy uno no los ve ni por equivocación. Los han desaparecido, pero, ¿qué les han dado a cambio? Eran trabajadores incansables, unos estaban de pie bajo el sol, durante horas. Yo vi niños a las 12 de la noche en avenida Insurgentes, vendiendo cualquier cosa. Siento que todavía los veía hace dos años o el año pasado... ¿Cómo se resuelve ese problema? También están los albergues nocturnos. Antes, en el parque, debajo de las bancas, dormían muchos pordioseros, vagabundos, fracasados o como usted quiera llamarles. ¿Dónde están?

¿Hace cuánto vio a la última persona en condición de calle en San Ángel?

Hace aproximadamente un mes platiqué con uno en La Bombilla y me dijo que prefería mil veces arreglárselas él solo que ir a un albergue. No sé cuál sea la población en estado de calle que hay en México. Estos reportajes no los hemos hecho.

Yo en las mañanas, temprano, camino por allá. Incluso antes veía a hombres que no se habían levantado —nunca he visto a mujeres, la verdad—, otros guardaban sus cosas personales, cobijas o cartones, al pie de un árbol; ahí las dejaban. Hay tanto que una quiere decir, eso que usted me preguntó a mí me apasiona: la gente abandonada. Claro que todas las grandes ciudades del mundo tienen gente abandonada, el problema de la gran ciudad es que desprecia a los pobres y no resuelve sus problemas.

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