"Estoy dividida entre mi marido, mi vida junto a él, y algo relacionado con el aire libre, con la naturaleza...", escribía en sus inicios la artista Georgia O’Keeffe (1887-1986).
Su marido era el reputado fotógrafo y galerista Alfred Stieglitz , con quien tuvo una inusual relación. Y el aire y la naturaleza aludían a una vida muy libre y a su fascinación por el paisaje, que le venía desde su niñez en la granja de sus padres en Sun Praire, Wisconsin, en el estado de Nueva York .
Ese entorno y su infinita curiosidad e interés por lo desconocido marcaron su arte. La impulsaron a una búsqueda por desarrollar una nueva mirada estética, un nuevo hacer a principios del siglo XX , que dejó atrás la mimesis en el arte. Pintó sugerentes bodegas minimalistas, tormentas abstractas en lagos, paisajes geológicos desérticos, sombras de rascacielos, perturbadores aves y huesos y sus famosas flores, con las que dio una vuelta de tuerca a ese tema en la historia del arte: desde las típicas flores femeninas llevó el motivo a un formato monumental, que oscila entre la figura y la síntesis, contiene sentimientos y tensa la percepción, como toda su obra.
Su flor blanca pintada "Estramonio", de 1934, alcanzó el precio más alto en Estados Unidos para una pintura de una "artista mujer", denominación que a ella como feminista, le molestaba. Se convirtió en símbolo y ejemplo de los primeros movimientos de los años 50 y 60. La primera mujer invitada a exhibir en el MoMA de Nueva York y, a su vez, reconocida como la primera artista de la vanguardia estadounidense.
Su pintura que transita por lagos y desiertos, por flores, pétalos y paisajes urbanos se exhibe en toda su magnitud en la primera gran retrospectiva inaugurada en España, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid , la que seguirá al Museo de la Fundación Beyeler, en Suiza , y al Centro Pompidou en París .
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La exposición -integrada por 90 obras originales- es una de las más ambiciosas y esperadas de este año. Pero su realización peligró por la pandemia y "pudo concretarse gracias al apoyo de 35 museos y colecciones públicas especialmente de Estados Unidos", señala la curadora española Marta Ruiz del Árbol.
Son muy pocas las pinturas de O’Keeffe que están fuera de Estados Unidos (el Thyssen posee excepcionalmente cinco de ellas). La antología ayudará también a visibilizar masivamente su obra, aún no del todo conocida y comprendida, aunque hay libros y películas sobre ella. La muestra devela pasajes clave de su vida, a veces luminosos y en otros momentos sombríos y desgarradores. El de una mujer temeraria, sensible y de avanzada.
Calles de Nueva York con Luna. Foto: Captura
Georgia O’Keeffe creció en un hogar cálido en el poblado rural en Saint Praire, Wisconsin. Su padre irlandés se dedicaba a la producción de leche y su madre, de singular cultura, era nieta de un conde húngaro. Recibió de niña clases particulares de pintura. Luego pasó unos años en universidades de Nueva York y Chicago, pero se quejaba de que no le enseñaban lo que ella buscaba, ni respetaban su camino más libre en el que los protagonistas fueran la naturaleza, sus formas y el color. Y el sentir ese paisaje agreste, geológico, metafísico.
Recorría mucho a pie el campo o el desierto. En una ocasión escribe: "Nunca había dado una caminata tan hermosa, parece que estoy buscando algo de mi misma ahí afuera". Esas caminatas "determinaron su percepción y la elaboración del paisaje", señala la comisaria de la exposición.
Las enseñanzas de Arthur Wesley Dow, que aprendió en Virginia, fueron claves: la pintura podía transmitir más que una imagen perfecta, podía plasmar las sensaciones el artista. El paisajista le influye también con las enseñanzas del arte japonés en el diseño y en la composición. "Aprendió, además, el modelo musical hacia la abstracción a través de la sinestesia". O’Keeffe había sido violinista y lo aplicó en creaciones tempranas.
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Fue invitada a exponer, en 1916, a la mítica galería 291 de Nueva York, enclave de la modernidad, dirigida por el reputado fotógrafo Alfred Stieglitz. Y llegó con sus acuarelas pintadas con envolventes abstracciones de tormentas en el lago George y otros paisajes sintéticos. Evocaba el crecimiento y movimiento de la naturaleza. Las había realizado mientras trabajaba como profesora en Carolina del Sur y Texas.
Y deslumbró con esas pinturas sintéticas. Sorprendió a la elite cultural neoyorquina. El mismo y exigente Alfred Stieglitz exclamó "!al fin, una mujer sobre papel".
“Se convirtió en una de las pocas mujeres artistas asociadas a las corrientes de vanguardia de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos", escribe la investigadora y comisaria de la exposición en el Museo Thyssen.
Ritz Tower. Foto: Captura
Fotógrafo, galerista, partner, Alfred Stieglitz fue seducido no solo por la originalidad de la pintura de Georgia O’ Keeffe, por esas composiciones con formas sinuosas de color, sino también por ella misma: por su carácter y fuerte personalidad.
La fotografió en cientos de imágenes, muchas posando desnuda. Escandalizó a la sociedad neoyorquina, pero a O’Keeffe no le importaba. Lo que sí, años después diría que esas fotografías le parecían demasiado lejanas, de una persona que no era ella.
Se convirtió en ícono, muy a pesar de ambos. La relación con Alfred Stieglitz terminó en matrimonio, con numerosos acuerdos y concesiones (se guardan cartas y se habla de una bisexualidad de los dos, que reconocían). Pero hay un hecho innegable: el amor que sentían y lo que sufrió la artista cuando él estuvo un tiempo con otra mujer. Pero Georgia era fuerte.
Desenfadada y rupturista, una anécdota habla de su personalidad: en una ocasión, cuando solía pintar desnuda en su taller, pilló a los sobrinos de Stieglitz mirándola a escondidas y estalló en rabia. Pero siguió en ello. Le hacía sentir la fuerza y sensualidad de la pintura y la naturaleza.
Su revolución de las flores
En la década de 1920 empezó a investigar y a pintar sus famosas y revolucionarias flores. Llegó a hacer más de 200 interpretaciones de ellas. Y transfiguró un tema de apariencia simple y delicado en sentimientos de intensidad emocional. Tomaba y sentía las amapolas, estramonios o lirios y los redimensionaba: los acercaba, ampliaba y pintaba las flores en un formato monumental. Creó una nueva estética.
En algunas de esas pinturas buscaba abstraerse del motivo, en otras pintaba muy cerca al modelo natural, con un enfoque nítido como un primer plano de una fotografía. Y aunque algunos decían que eran también alegorías sexuales, ella argumentaba que simplemente retrataba la belleza de una flor. Y agregaba: "Pero la pinté en grande y se sorprenderán con el tiempo que toma el verla en este formato".
Georgia seguía caminando y sentándose junto a ellas. Era su manera de percibir la naturaleza. "Rara vez una se toma el tiempo para ver realmente una flor en medio de la vorágine de la ciudad -dice en 1926-. Y la he pintado lo suficientemente grande porque quiero que la vean". Sus hermosas y reveladoras pinturas de flores ocupa las sala central del Museo Thyssen.
Aportó ahí una nueva percepción. Y siguió en el tema. Pintó un delicado y sensual "Lirio Blanco", en 1957, con síntesis de color, de la colección del Museo Thyssen. En 2014, en una subasta de Sotheby´s, su figurativo y hermoso "Estramonio. Flor blanca" (de 1932) -expuesto en Madrid- obtuvo el récord de precio de venta de una obra de una artista mujer, hasta la fecha, en Estados Unidos: 35,4 millones de euros. Esa delicada flor venenosa crecía en su hacienda en Nuevo México.
Amapolas Orientales. Foto: Captura
Su serie pictórica sobre rascacielos de Nueva York es otra de sus composiciones más admiradas y seguidas por el público (algunas pinturas de Nemesio Antúnez parecen citarla). Cultivó allí una estética más figurativa, pero no ajena a la abstracción. Sobresale "Calle de Nueva York con luna", de 1925, que exhibe el Thyssen.
Georgia O’Keeffe vivía en el estado de Nueva York, pero en el verano de 1929 realizó el primero de sus numerosos viajes a Nuevo México. Una experiencia que cambió su mirada y su vida. Se fascinó con las montañas del lugar, con la arquitectura vernácula, con el desierto y las formaciones geológicas. Se apasiona con la cultura nativa. Los pinta, los abstrae, los evoca. Vuelve allí todos los veranos. Puebla sus telas con cruces perdidas, con vestigios de animales muertos, con ese paisaje desolado e implacable. "Regresa a la América rural cultivada por la vanguardia americana que buscaban caminos propios, alejados de los cánones europeos", precisa la investigadora.
En 1946 enviudó de Stieglitz. Y se instaló a vivir definitivamente en Nuevo México. Se sentía muy cómoda y libre allí. Da vida a composiciones magistrales como "Cabeza de carnero y malba real blanca", que se exhibe en el museo. Y a pesar del "carácter metafísico que se observa en esa y otras obras, ella negaba una relación con el surrealismo", reseña la investigación de la muestra. Poco antes había dibujado un monocromo e impactante paisaje de "Black place, desde la casa de Mery".
Pinta también el patio empedrado del acceso a su casa en la hacienda. Viaja a España. Vuelve a encerrarse en el taller de su casona de adobe en Ghost. En los años 40 era su hogar y su estudio mágico y secreto. Tenía su santuario artístico en el que no dejaba entrar casi a nadie. Siguió pintando hasta casi los 90 años, cuando estaba casi ciega, ayudada por asistentes. Experimentó con la alfarería.
La exposición del Museo Thyssen-Bornemitzsa recrea su taller, en el que se muestra a una artista muy rigurosa, metódica y reservada. Y la curatoría devela allí "a una pintora muy preocupada por que su fascinación por el color y las texturas se mantuvieran en un futuro, y así garantizar la intención primigenia de sus obras".
Sus caminatas por el campo o el desierto y la influencia del diseño japonés fueron claves. Con sus flores creó una nueva estética del tema: las monumentalizó, las acercó, plasmó sentimientos.