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El primer contacto directo que tuve con la UNAM fue en mi temprana adolescencia, cuando pisé por vez primera los terrenos de Ciudad Universitaria (C. U.) y admiré la torre de Rectoría y el edificio de la Biblioteca Central. Pude caminar por los pastos de las islas y me maravillaba la belleza del Estadio Olímpico Universitario, donde jugaban mis queridos Pumas.
Mi padre era violonchelista de la Orquesta Sinfónica Nacional y a menudo le tocaba dar conciertos en la Sala Nezahualcóyotl, hermoso recinto musical recientemente inaugurado por aquellos años. Para mí era muy emocionante acompañar a mi padre a dichas presentaciones, no sólo por disfrutar las obras del programa de la tarde, sino porque ,después del recital, me invitaba a cenar, no sin antes darle una vuelta en el carro a C. U. Al cabo de los años me di cuenta de que mi viejo lo hacía para incentivar en mí la ilusión de algún día estudiar en ese bello lugar. Había muchos ingredientes que avivaron mi deseo de inscribirme en la Máxima Casa de Estudios, mismos que me impulsaron a dirigirme al Estadio Azteca en 1981 para realizar el examen de ingreso al bachillerato, el cual resolví de manera satisfactoria y con el que obtuve un lugar en uno de los sistemas más novedosos y sobresalientes de la UNAM: el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH). Todavía recuerdo a mi familia reunida en torno al sobre que contenía el resultado; lo abrí y les compartí que había sido aceptado. Fue una gran alegría, una verdadera satisfacción, aunque era muy joven aún para darme cuenta de la trascendencia que en mi vida tendría el haberme ganado un sitio en la comunidad universitaria.
Ya nunca, hasta la fecha, me separaría de mi Universidad; finalmente había llegado al lugar al que verdaderamente pertenecía. El CCH brindó sólidos cimientos a toda mi formación profesional. Los conocimientos adquiridos y la instrucción en valores humanos y sociales nutrieron mi vocación y orientaron mi posterior elección para estudiar Sociología. El modelo educativo del CCH me condujo a desarrollar hábitos que hasta este momento recreo, tales como la lectura,consultar cotidianamente los diarios, disfrutar de la música o apreciar el buen cine. Al cabo de tres años me matriculé en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales con elsueño de convertirme en sociólogo. El lapso comprendido entre 1984 y 1988 lo recuerdo como una de las épocas más felices e intensas de mi vida. Pertenezco a la generación ochentera, aquella que fue marcada por el asesinato de Lennon, el Live Aid, el terremoto del 85, el movimiento estudiantil del CEU y la “caída del sistema” en el 88. Era un país gris, sin muchas libertades democráticas y azotado por una interminable crisis económica, aunque, eso sí, con una gran efervescencia social y anhelo por el cambio. En la denominada por algunos economistas como “la década de crecimiento cero”, también llamada “la década perdida”, el viejo sistema político de partido hegemónico daba visos de agotamiento. Me considero muy afortunado de haber sido formado universitariamente como sociólogo y tener como contexto tan particular y complicada coyuntura. Era evidente que el país, el mundo y la realidad cambiaban vertiginosamente.
Egresé de la Facultad a finales de los ochenta, cuando se hablaba de la Perestroika y de la Glásnost; se decía que la URSS podría desmoronarse y darle al traste al concepto del mundo bipolar en el que yo había nacido. Todo se transformaba sin cesar. Recuerdo el enorme asombro que me generó en noviembre del 89 ver en los noticieros que los berlineses con sus propias manos derrumbaban el muro. Iniciaban ya los años noventa y yo me integré al servicio público con el anhelo de forjarme una carrera. Desde una modesta posición como analista en la extinta SEDUE, empezó una aventura que lleva ya treinta y cuatro años de ejercicio ininterrumpido. A lo largo de esta práctica profesional me han acompañado los valores adquiridos en las aulas de la UNAM; me refiero a la visión humanista que te permite acceder a formas progresistas de pensamiento y asumir actitudes enmarcadas en el respeto y el deseo de mejoramiento de la sociedad. En mi caso, encontré en la función pública un espacio idóneo para aplicar tales principios.
Fue gracias a la UNAM que pude obtener una beca para hacer un posgrado en el extranjero. Me siento, también, muy gratificado de haber estudiado en las aulas de la Universidad de Alcalá de Henares en España. Tengo el honor de ser académico de la UNAM desde 1995. Impartir clases es la actividad que más disfruto. Respirar el aire fresco de C. U. y aprender de mis alumnos intercambiando ideas con ellos han resultado mi elixir para soportar en todas estas décadas las arduas jornadas y presiones que demanda el servicio público. Mi trayectoria profesional me ha deparado enormes satisfacciones. Aunque el servicio público es agridulce (no siempre es grato), pude en mi juventud fluir hacia adelante y escalar posiciones. Dicha desenvoltura tuvo lugar, en buena medida, porque la UNAM me brindó las herramientas teóricas y prácticas para desarrollarme en el campo laboral. En tal devenir, siempre me ha acompañado la visión del mundo y del país que me formé en el campus universitario.
Estoy y estaré siempre agradecido con mi Universidad, ya que en más de un sentido me abrió amplios horizontes para realizarme. La huella que en mi vida
ha dejado es realmente profunda. Aprecio mucho la distinción que me hace la Fundación UNAM al publicar este testimonio personal de tan alta valía para quien escribe estas líneas. La citada Fundación es un gran lazo de unión entre la comunidad universitaria y un espacio inmejorable para difundir la excelencia que impera en múltiples campos de nuestra cara Alma Mater.
Director general de Educación Financiera de la CONDUSEF