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Además de a mi familia, a la Universidad le debo lo más grato de mi vida. Luego de culminar mi licenciatura, llegué a la Ciudad de México a finales de 1977. Me acerqué al ICML-UNAM, casualmente, solicitando información de su posgrado y accedí a los propedéuticos mientras tramitaba una beca para irme a Japón –beca que no obtuve–. Gracias al entusiasmo del coordinador del posgrado del ICML, el doctor Gerardo Green, me quedé en la UNAM. En esa generación fuimos aceptados cuatro de 56 aspirantes.
En la maestría tuve el apoyo de varios docentes, entre ellos, el de un entusiasta profesor y experto de la UNESCO, el doctor Enrique F. Mandelli, quien me envió a Scripps Institution of Oceanography como estudiante del doctor E. D. Goldberg, un Tyler prize. En ese tiempo, él era uno de los líderes mundiales de la geoquímica marina, pionero de los estudios de contaminación costera. Todo esto significó una experiencia enriquecedora y motivante que me permitió darme cuenta de mis debilidades y de algunas –pocas, por cierto– fortalezas académicas. Así decidí que seguiría el camino de la biogeoquímica acuática.
Desde entonces, a lo largo de 40 años he trabajado diversos aspectos, como la acumulación de metales y metaloides en organismos acuáticos, el ciclaje de nutrientes, la diagénesis de los sedimentos marinos, la calidad del agua y el impacto ambiental de la acuacultura, todo el tiempo con la participación de mis alumnos. Hemos seguido el destino de derrames mineros, el impacto de las granjas de cultivo de camarón, los efectos de la agricultura y la ganadería y, recientemente, el debate por la instalación de una planta de producción de amoniaco en la región. La Unidad Mazatlán de la UNAM, donde laboro, está situada estratégicamente en lo que se conoce como la eco-región del golfo de California, una de las áreas más ricas y biodiversas del planeta, pero también amenazada por las actividades humanas que se desarrollan a su alrededor, como son la minería, el turismo, la agricultura, la ganadería y la acuacultura. Entonces, el desafío a futuro es cómo conciliar el progreso sin arriesgar la salud de los ecosistemas de esta eco-región. En este contexto, me entusiasma poner un granito de conocimiento y, sobre todo, saber que éste es de utilidad para los usuarios, productores, el sector social y los tomadores de decisión.
La ciencia es un modo de vivir; es algo que disfrutas. Como decía R. Feynman, “es como el sexo, da alguna compensación práctica, pero no es por eso que la hacemos”. La investigación científica me ha dado una vida plena, con satisfacciones y frustraciones, aciertos y errores, y me ha convencido siempre de lo afortunado que soy por recibir un salario por lo que hago. Esta actividad me ha permitido reinventarme y ahuyentar a la vejez gracias a la interacción con los jóvenes llenos de ideas frescas y un apetito feroz por comerse al mundo. A propósito, aquí en Mazatlán, en honor a una ilustre sinaloense, Margarita Lizárraga, y como miembro de El Colegio de Sinaloa, hemos becado a alumnos sobresalientes de escasos recursos.
Cuando analizo el historial que sostiene a mis grandes colaboradores, o sea, los estudiantes, descubro que todos ellos fueron becarios procedentes de distintas regiones del país, por lo que está claro que sin beca no hay maestría ni doctorantes. Entonces resulta fundamental este soporte que perdemos de vista fácilmente los tutores y la sociedad. Por ello, no se puede dejar de reconocer el valioso papel que juegan instituciones como Fundación UNAM en la generación del conocimiento y la formación de recursos humanos. Es por esto también que cobra especial relevancia el rol que tiene Fundación UNAM al apoyar a alumnos talentosos para que concluyan sus estudios, con becas de internado de posgrado para la carrera y otros importantes respaldos para la docencia. Por esto y por todo lo realizado a lo largo de los 31 años que cumple Fundación UNAM, me sumo a las muchas felicitaciones. Enhorabuena.
Investigador emérito, UNAM