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Dos de las novelas de David Toscana tienen que ver con la lectura. En El lector (Alfaguara), un bibliotecario de pueblo hace una criba con aquellos libros que recibe, dejando ver entre líneas lo que el propio autor aprecia y respeta de las obras literarias. La diferencia es que los libros referidos, así como sus autores, son falsos. En cambio, en su novela más reciente, El peso de vivir en la tierra (Premio Mazatlán 2022, finalista del Premio Vargas Llosa de novela cuyo ganador conoceremos a fines de mayo), el motivo que mueve al protagonista y al elenco que irá incorporando a su propósito es la gran literatura rusa del siglo XIX. Nicolas decide llamarse Nikolái Nikoláyevich y en consecuencia su mujer será Mafra y Monterrey se irá transformando en Moscú y Montemorelos será Badenwailer, el balneario alemán donde muere Chejov. Su admiración por los rusos lo llevará a desear formar parte de la expedición espacial en el Sóyuz. Por eso la cantina del barrio (recuerdo Lontananza) será la estación espacial Salyut, pues los borrachos aplaudirán las descabelladas ocurrencias de Nikolai que le darán a esa comunidad etílica propósitos distintos, motivos para aplaudir cuando entra algún autor del catálogo ruso que Nikolái se ha encargado no sólo de recordar sino de recrear.
Si también en las novelas de Toscana predomina el absurdo y lo insensato, en esta roza lo delirante. Así, el policía que persigue a la pequeña troupe, que por distintos motivos ha logrado reunir y bautizar el enfebrecido lector (Guerásim, Griboyédov —el usurero que resultó culto—, Lenochka —con su tara mental— y Prascovia dispuesta a amar al más desprotegido), se convertirá en Porfírii y a través de la ficción que le hace encarnar Nikolai tendrá un papel protagónico más allá de ser un vigilante anónimo. Habrá matrimonios, adulterio, traiciones, huidas. En las novelas de Toscana siempre hay robos, un colchón, un hueso, esta vez es un tísico que es extraído de un hospital. El siglo XIX no puede recrearse sin el acecho de la tuberculosis. En el ataúd que le sirve al tísico de cama y de mortaja, rodeado de ostras, recorrerán las calles en una carreta hasta que encarne al entrañable Chejov y su infortunada muerte después de beber una copa de champán junto a Olga Knipper en el aburrido balneario de sus últimos días.
No hay novela toscaniana sin un muerto. En esta, la del tísico Antón pasará lista a muchas otras muertes. A los suicidios y a las ejecuciones, Nikolai y los lectores nos dolemos del trágico destino de todos aquellos que el régimen estalinista condenó. Los intelectuales y artistas que no se alinearon con el discurso y propósito oficial, fueron mandados a campos, a Siberia, o ejecutados como Bábel, Mandelstam, Grossman, Pasternak, entre muchos, o espiados como Anna Ajmatova. Escribe Toscana: “Hay mucha muerte cuando muere un escritor verdadero”. En El peso de vivir en la tierra, David Toscana no sólo homenajea el legado literario ruso a través de una filigrana de citas que van dando cuenta del trayecto lector del protagonista y del autor. Me llama la atención esa larga dedicación no sólo a leer sino a subrayar y convocar en la trama de esta novela pasajes de Doctor Zhivago, de Crimen y castigo, de Guerra y paz, Anna Karenina, El maestro y Margarita, de cuentos de Chéjov, sin faltar “La dama del perrito”, sólo por nombrar algunos de los autores que viven en este libro. Lo que ha hecho Toscana a través del descabellado propósito de un grupo por prepararse para abordar una nave espacial, es dar vida y subrayar la persistencia inmaterial de aquellos que ya no viven en la tierra, sino en la memoria, sino en los libros, sino en el diálogo permanente de nuestro espíritu con una forma elevada del arte. Los libros extendidos a los pies de los tripulantes son ese universo tan rico y misterioso como el del espacio, pero alcanzable. Alonso Quijano quiso habitar los libros que había leído, lo mismo le pasa a Nicolás y a nosotros lectores que no sólo recorremos la novela de Toscana sonriendo, doliéndonos, asombrándonos, subrayando, sino que queremos releer a los rusos o inaugurar las lecturas que no hemos hecho. Una forma esencial de la ingravidez.