Minutos antes de que sean las nueve de la noche, avanza la fila para ingresar al concierto de la en el Teatro Juárez (De Sopena 10, Centro), con sus cinco niveles y el primer piso que forman una u y ese diseño art noveau que algo le debe a Antonio Rivas Mercado.

La imagen casi anacrónica del teatro, como la reminiscencia de una escena tomada de un daguerrotipo, es la mejor para recibir a los 14 músicos vestidos de negro, y sus instrumentos de época. Al fondo, un biombo gigante de madera, punto de fuga austero.

Al centro está el clavecín y, frente a él, Mèlanie Flores; a la izquierda, las violas y los violines; a la derecha, los contrabajos y violoncellos, sólo al principio. El teatro está prácticamente lleno y el menor ruido, cualquier tos, cualquier murmullo o crujir de la madera se expande a través de las butacas.

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Los músicos empiezan con el "Homenaje al Prete Rosso”, de . Tocan de forma limpia y delicada. Tras los aplausos, cambian de lugar. Nada nuevo: algunos instrumentos de izquierda pasan a la derecha y viceversa, para darle paso al “Concierto en si menor para cuatro violines, cuerdas y continuo, RV 580, Op. 10 núm. 3”.

Lo que resuena es el contrapunto y la escala, las piezas que se encadenan en espirales y construyen un camino introspectivo y paralelo al fragmento de “Tous les matins du monde” —película de Alain Corneau, escrita por Pascal Quignard y protagonizada por Gérard y Guillaume Depardieu— en la que Monsieur de Sainte-Colombe, en un exilio delimitado por su propio cuerpo, le dice a Marin Marais, su alumno, que la música es una vía para revivir a los muertos.

En el escenario, tras las imágenes interiores que hace 300 años tejió Vivaldi, cuatro de los ocho violinistas se acercan al borde del escenario, se inclinan, reciben aplausos. Otra vez, el encabalgamiento, la superposición, el espejeo de los violines, violas, violonchelos, contrabajo y clavecín condensan el temperamento de la música barroca; el carácter intempestivo, único, casi irrepetible, del músico veneciano. Es imposible que la vibración no mueva a los integrantes de la orquesta y un destello de honor y optimismo hay en ellos como grupo, como unidad, al recibir el aplauso.

Un momento después, Massimo Raccanelli e Irene Liebau pasan al frente con sus respectivos instrumentos. Es el turno del “Concierto en sol menor para dos violonchelos". Sus cuerdas, que rompen el aire y lo impregnan, como la voz humana, la risa o el llanto, como quien gime, son el anuncio del clavecín al mando y el regreso de los dos cellos. Los otros músicos los observan, los sienten con emoción y solemnidad.

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Se alcanza una forma —hay que decirlo otra vez— heroica y pasional cuando los 14 instrumentos coinciden. Tras el intermedio, anunciado por un ligero tañido de campanas, vuelven los músicos para interpretar, de forma íntegra, “Las cuatro estaciones” y es inevitable preguntarse qué significa escuchar a Vivaldi con instrumentación original.

Hay adjetivos que sirven para describir el espíritu del también autor del “Orlando furioso”, en su versión operística, y que los instrumentos reflejan bien: lo irónico y lúdico, como si se hablara de un genio bromista, crean un arco hacia algo febril, vitalista y gozoso que, especialmente en “Las cuatro estaciones”, es ignorado por un imaginario preconcebido y solemne.

Cerca del final, el clavicordio tiene otro momento a solas. El público aplaude. Los músicos regresan. Una mujer —cabello rojo y vestido negro— le entrega un pequeño ramo de flores al director y violinista Gianpiero Zanocco, quien se prepara para interpretar una última pieza.

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melc

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