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El abismo del pánico, la disolución de la identidad y los extravíos en una sociedad como la mexicana determinada por la violencia y el incremento de enfermedades de salud mental, llevaron al escritor Geney Beltrán a congregar en su nuevo libro "No nos vamos a morir mañana" (UANL, 2024), siete relatos sobre aquellas historias que le causan el miedo más pavoroso.
“Fueron historias que significaron para mí acercarme muchísimo al abismo del pánico, de la disolución de la identidad, de lo que significaría el extravío”, asegura el narrador y crítico literario, quien apunta que la salud mental se agrava en México donde hay una tónica de violencia de altos grados, desde la violencia verbal o psicológica, hasta la más despiadada y sangrienta que va minando la estabilidad, la confianza que uno tiene de sí mismo y de poder confiar en el futuro del mundo.
“Me inquietan esas historias, desde la perspectiva, en primer término, de quienes son testigos de la violencia o que se enteran de sucesos de violencia porque ocurren muy cerca, a alguien de su familia o a alguien muy amado y esa es una fotografía que resulta más difícil de tomar porque en el centro están las víctimas, quienes reciben la violencia, pero en torno de las víctimas hay un segundo grado de duelo y de una progresiva sensación de pérdida de elementos que uno considera necesarios para ser humano”, dice Geney Beltrán.
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A través de personajes que viven el fracaso escolar, rupturas amorosas, enfermedades, guerras, violencia y la pérdida de la identidad, el también autor de Adiós, Tomasa, explora las pulsaciones que se anidan en el inconsciente, de una manera que sigan representando el terror, siga representando el miedo y que al mismo tiempo finjan una estructura, una secuencia de hechos, una suerte de ilación lógica que uno cree que la realidad tiene.
“Estas historias se fueron acumulando de manera más bien azarosa o intuitiva. Algunas tienen que ver con noticias que yo encontraba en los periódicos, cosas de las que uno se entera en las conversaciones entre amigos, en la familia, y otras son historias que se me quedaron de alguna manera en el inconsciente y que luego afloraron como pesadillas o como episodios de paranoia y ansiedad”, afirma.
Geney Beltrán reconoce que este es el libro más difícil, incluso al que le tiene más miedo, “tuve que aceptar que los años que le dediqué a escribirlo partió de una necesidad de explorar esas zonas de la violencia desde la perspectiva de la sensibilidad y una de las cosas que toca es el mundo onírico, los sueños son un umbral a través del cual podemos acercarnos a realidades pavorosas. El umbral de la pesadilla es para mí un reino muy fértil”.
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El umbral de la pesadilla le permite a Geney Beltrán tener una manifestación de la sensibilidad a través de la imaginación, a través de imágenes que vemos, que se van moviendo, que cuando las soñamos no siempre tienen una estructura, no siempre son lógicas, pero que cuando uno despierta y sigue con ese latido asustado es porque hay un mensaje, creas o no creas en una realidad trascendente.
“Yo creo que ahí, en ese sueño, estamos en una postura de amplísima sensibilidad, por eso siento que en ciudades como esta, donde hay tantos edificios de departamentos, donde tantos vivimos en las noches al lado de otros que son desconocidos, sospecho que al estar soñando es como si se movieran las vibraciones de un cuerpo a otro, de un piso a otro y entonces uno pudiera experimentar lo que otros están viviendo en su vida real o que son preocupaciones que traen; nos fertilizamos unos a otros con esos terrores”, afirma el narrador.
Para Geney el presente es una suerte de época señalada por la crisis y por la pérdida, “yo crecí con el aprendizaje de una sociedad muy hostil, muy adversa, condenada a una perpetua violencia”. Creció en Culiacán que era vista como la Chicago del noroeste, “era la ciudad más violenta porque ahí vivían los narcos”.
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Y hoy estamos en el segundo piso, afirma Beltrán, de la destrucción humana que implica una sociedad tan violenta, pero no sólo es la violencia, sino la impunidad, “uno crece aceptando que la ley es letra muerta y que lo peor es que no hay justicia, que en las instituciones encargadas de impartir la justicia no van a cumplir jamás con esa función, entonces eso se queda desde que uno es chamaco, en la cabeza, y hay un piso profundo que es el sistema de creencias con el cual uno ve la vida y por lo tanto la noción de que vivimos en una sociedad donde jamás va a haber justicia y eso implica romper cualquier patrón de esperanza o una mejora social, es aceptar que no hay reglas claras ni justas hagas lo que hagas”.
Geney afirma que esa impunidad, dentro de ese universo de violencia, es lo que provoca la relación tan conflictiva con la esperanza, que es aspirar a algo mejor, que puede ser, al menos, en la esfera del amor, “por eso los personajes sufren tanto las rupturas amorosas, porque si el mundo no va a cambiar, si esto se va a joder siempre, por lo menos que sea amado. Quizá hay algo de patología personal en eso, pero en términos de imaginación, es como esa última frontera de la destrucción y de un experimento, el de la soledad definitiva”.
El coordinador ejecutivo de la Casa Estudio Cien años de soledad de la Fundación para las Letras Mexicanas asegura que por todo esto, No nos vamos a morir mañana, sigue siendo el libro más difícil de asir, “el más difícil de entender para mí, hay cosas que no estoy seguro que pueda explicar de manera cabal, pero también porque yo quería no prejuzgar, no tratar de darle una estructura que fuera de la A la Z perfectamente discernible y comprobable, para que estuviera entonces esa latencia del caos”, señala el escritor que ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.