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Hablar de las pinturas y otras obras que llegan a las noticias por una subasta que promete precios históricos produce un malestar contradictorio: el de dejar en segundo plano las razones estéticas para priorizar solo lo que el mercado del arte está dispuesto a pagar por ellas. La casa Christie’s anunció que en mayo espera vender la copia original de " El violín de Ingres ", fotografía que Man Ray publicó en 1924 en la revista surrealista "Littérature", en por lo menos 5 millones de dólares. De ser así será la más cara de la historia.
La imagen se ha reproducido lo suficiente como para que, por una vez, tal vez baste con su descripción verbal para reconocerla. Muestra a una mujer desnuda, sentada de espaldas, con una cofia. Las formas del torso femenino recuerdan las curvas de un violín. El añadido clave son las dos efes, como tatuadas sobre la piel, que simulan los agujeros de la caja de resonancia del instrumento.
Man Ray admiraba al pintor Ingres, que gustaba de tocar el violín en sus momentos libres. La foto imita la pose de un cuadro de ese artista neoclásico del siglo XIX (“La bañista de Valpinçon”), pero al mismo tiempo interviene el homenaje con una irreverencia surrealista . En cierto modo El violín de Ingres replica el gesto del ready-made en que Marcel Duchamp rectificó con unos bigotes una Gioconda de postal, pero propone más guiños conceptuales. Sobre todo se impone el erotismo . Ese cuerpo –el de la amante de Man Ray– también debe vibrar, sugiere la estampa, por frotación, como el instrumento a cuerdas que tocaba Ingres.
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La historia de Kiki de Montparnasse
La clave de "El violín de Ingres" –el valor central del que ninguna subasta podrá apropiarse– es la inalcanzable mujer de la fotografía: Kiki de Montparnasse . El estadounidense Man Ray la conoció en 1921, poco después de llegar a París desde Nueva York siguiendo los pasos de su amigo Duchamp. Alice Prin –que pronto adoptó ese nombre de batalla, Kiki– ya posaba como modelo para los artistas de la posguerra. Con su desparpajo social y sexual, pronto se convirtió en la pareja del fotógrafo, hasta entonces un tímido contumaz. El calculado rostro pálido e inexpresivo de "Blanco y negro", otra obra canónica de Ray, es también el suyo. Con los ojos cerrados y un aire hierático, Kiki inclina la cabeza hacia un costado mientras sostiene una máscara africana, ejemplo de ese arte “primitivo” que fascinaba a los surrealistas y otros artistas.
Kiki tuvo una infancia dura, casi lumpen, pero su relato de cómo llegó a convertirse en la reina simbólica de Montparnasse es, para decirlo con sus palabras, de “un frívolo encanto”. Por ahí pasa Modigliani, siempre gruñendo (“¡pero qué guapo era!”) y, por supuesto, Fujita , el pintor para el que más posó, que, alucinado por su sexo imberbe, se acercaba a ver si el vello crecía durante la sesión. Con el tiempo su estrella se fue apagando y murió en 1953, en la adicción y la pobreza. La historia, como tantas del pasado, termina con tristeza, pero quizá haya llegado el momento de reivindicar a esta vanguardista de la vida que fue también una más que interesante pintora.
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