El proyecto de contar la historia de amor y de vida de su abuela Anna, que durante 40 años Ethel Krauze mantuvo en cuadernos escritos a mano y que acaba de publicar bajo el sello Alfaguara con el título “Samovar”, encontró sentido tras participar en un encuentro que se realizó hace sobre lenguas maternas y en el que participaron autoras, antropólogas y escritoras de lenguas originarias mexicanas, entre las que estaba Yásnaya Elena Aguilar , la antropóloga mixe que reivindica su lengua y las lenguas originarias.
“Ellas nombran a cada uno de esos pueblos con sus nombres y con los nombres de las lenguas. De alguna manera allí me viene esta conciencia de mis raíces, de mi lengua materna. Al escucharlas me enseñaron a reconocerme a mí misma, a reconocer que yo tenía mis lenguas maternas, que eran también el yiddish y el hebreo, y los ecos del ruso y el polaco. Yo no lo reconocía, todavía mantenía esta sensación, entre vergonzante y miedosa, de ‘habla en voz bajita, o sólo en la casa, porque si te oyen a afuera va a venir otro Hitler, te van a despreciar, a perseguir, hay que ser completamente mexicana’”, señala Krauze, al dar cuenta del fondo de “Samovar”.
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En la novela, que transcurre, en buena parte, en un soleado departamento de la Ciudad de México, habitado por tres ancianas: la bobe Anna, la tutta Lena y Modesta --sobrevivientes de la persecución nazi--, la abuela, cada miércoles tras la comida, le va contando sus historias a su nieta Tatiana, una joven fotógrafa que va escuchando los relatos aderezados con té y que cargan como símbolo un viejo samovar oxidado, perdido en el tiempo, que parece resguardar los recuerdos.
“Hay un pasaje en la novela en que la fotógrafa encuentra un libro que está escrito en yiddish, en ese momento ella se da cuenta que entiende la lengua, esa lengua que creía muerta porque habían muerto ya sus abuelos que la hablaban, ella descubre que todo está vivo”, señala Ethel Krauze (Ciudad de México, 1954), la escritora que asegura que a través de esta historia de su abuela y de sus orígenes ella pudo encontrarse. “Sí, es una forma de reconocerme y de plantarme ante el mundo, con la cara levantada”.
La narradora asegura que “Samovar” no fue nunca un proyecto, fue una novela en acción que mantuvo en cuadernos y en su interés durante 40 años. En un principio, cuando muy jovencita llegaba a su casa a transcribir en sus cuadernos las historias que le contaba la bobe, ella no sabía que quería escribir un libro, en realidad sólo escribía para preservar conversaciones, “continuamos ese ritual hasta la muerte de mi abuela, hasta que le dio el derrame cerebral. Miércoles a miércoles yo escribía y escribía. Me sentía muy chiquita y muy incapaz de hacer algo con eso. Tuvieron que transcurrir 40 años para que con una tremenda humildad encontrara la forma de poder hacerlo”.
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Y sin embargo, de tanto en tanto, de vez en vez, a lo largo de cuatro décadas fue escribiendo algunas cosas, pero en realidad fue hasta hace unos cuantos años cuando ya madura, como mujer y escritora, logró concretar la historia, “Hace unos años entendí que me faltaba el lenguaje y el tono y la atmósfera; ya luego llegó la estructura cuando encontré el tono el lenguaje y la atmosfera, la estructura y la forma de ir trazando y haciendo que se enreden los personajes, entonces se me dio de manera muy natural”, dice. Fue en 2016 cuando desechó todo lo que había escrito antes, y empezó la novela de cero, otra vez.
“Pude ver a mi abuela con todas las pérdidas que ella tuvo, con todo el dolor del cual sale adelante con su samovar, es lo único que se trae. Imagínate a una mujer cargando con dos hijos, recorriendo Europa desde Rusia hasta Francia para embarcarse hacia lo desconocido, todas las cosas que le ocurren en el Océano y lo único que tiene en mente es aferrarse a su samovar. Y luego todavía tiene la capacidad para legárselo simbólicamente a la nieta que anda perdida en amores, sí, como la bobe estuvo perdida en amores en su juventud, la nieta anda perdida en amores ahora”, afirma Ethel Krauze de su abuela y de esta novela.
Samovar proviene de las palabras rusas samo (que significa por sí mismo) y varit (que significa hervir). Es un recipiente metálico de la cultura rusa en forma de cafetera alta para hacer té. También se considera un objeto vistoso del arte decorativo. Ese samovar es el corazón de la novela al ser el legado simbólico de la abuela a la nieta, como una cosa a la qué aferrarse, afirma Krauze.
“Samovar” es el tributo a sus orígenes. “Mi madre no quiso volver nunca a Polonia, nunca, volvió a Europa, pero no a Polonia porque había sufrido de tal manera que no quería volver a poner un pie allí”, apunta la escritora cuando habla de lo que significó y significa México para su familia.
“Mis abuelos pensaban ‘hacer la América’, llegar a Estados Unidos, no sabían qué era México, pero cuando llegaron, se enamoraron profundamente del país, y esa es la cultura que a mí me heredaron”, dice Ethel Krauze, quien concluye: “México sigue siendo para mí y para mi hija ese lugar de cielos azules abiertos y de gente que abraza”.