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Ciertamente ha sido un año difícil, de duelo y enfermedad. Por eso me ruboriza decir que para mí ha sido un año lleno de lecciones y experiencias positivas. He sido testigo de la solidaridad y el desprendimiento. Eso hace que quienes tenemos cerca las letras, los diccionarios, tengamos una enorme responsabilidad ética y cívica.
Yo he trabajado a lo largo de los años en forma desinteresada y espontánea. El reconocimiento llega para mí en un buen momento, en el sentido de que no he sido objeto de esos otros reconocimientos de esta índole a que suelen estar sometidas las personas de mi edad.
Peso menos de 80 kilos. No estoy enfermo. He publicado libros y artículos que nadie me ha pedido y he rescatado como editor a autores medio olvidados o he trabajado en las obras de maestros como Alfonso Reyes u Octavio Paz.
No puedo olvidar ni pasar por alto que fui postulado por la Academia Mexicana de la Lengua, con la que estoy profundamente agradecido. El Premio Nacional es un aliciente y un compromiso que no sólo se me da a mí sino a quienes me han ayudado.
Es un premio, diría yo, al oficio editorial en el sentido fuerte de la palabra.
Estoy muy contento de ser un artesano de la letra, un alfarero de la voz y de las voces que resuenan en el espacio ilimitado de la cultura mexicana e hispanoamericana, de la que formo parte.
El Premio impone modestia y humildad. Me gusta decir que pertenezco a la orden descalza del buen decir y escribir. A usted le consta que soy o era hasta hace muy poco un peatón voluntario, un heredero de Alfonso Reyes y de Carlos Monsiváis, de José Emilio Pacheco y de José de la Colina... y de los paseantes anónimos que hacen vivir a las librerías de viejo y a los vendedores de periódico, con quienes procuro, cuando no se ha agotado, mi ejemplar de EL UNIVERSAL.