Al contrario del cliché que defiende a la Ciudad de México como la gran plataforma cultural del país, el caso de Delfos Danza Contemporánea es atípico: superviviente a los cambios de administración, a lo largo de 30 años —que la compañía celebra este año—, pionero de lo que la investigadora Margarita Tortajada ha llamado la segunda generación de la danza independiente en el país, el proyecto de los coreógrafos y bailarines Claudia Lavista y Víctor Manuel Ruiz encontró su camino un 14 de septiembre de 1998, cuando los integrantes de Delfos contrataron una mudanza y abandonaron la ciudad rumbo a Mazatlán.

“Delfos fue parte de una nueva camada —la primera surgió al final de los años 70— que le apostó a lo independiente y rompió la estructura que estaba dada por los hegemónicos, las tres grandes compañías subsidiadas que hoy ya no existen: el Ballet Nacional de Guillermina Bravo, el Ballet Independiente Raúl Flores Canelo y el Ballet Teatro del Espacio, de Gladiola Orozco y Michel Descombey. Los noventeros movieron la composición del campo dancístico; fueron muy combativos, eran grupos pequeños con más posibilidades de moverse y cambiaron la forma de acercarse a la burocracia cultural. A lo mejor, los Delfos estaban más preparados porque ya existía un Conaculta, un Fonca”, cuenta en entrevista Tortajada, quien en 2010 ganó el premio Christena Lindborg Schlundt Lecture Award en Estudios de la Danza de la Universidad de California.

Las coreografías de Delfos eran frescas, continúa, y tenían su sello. Ellos han sobrevivido a lo largo de 30 años, en parte, “porque tienen bien puesta la camiseta de defender su identidad”. El germen de Delfos sucedió cuando Claudia y Víctor, quienes se formaron previamente en México, se encontraron en Venezuela como bailarines de la compañía Danzahoy; era 1992, año en el que ambos regresaron al país con la experiencia de trabajar de cerca en un proyecto que los educó, a nivel profesional, para encontrar estabilidad económica y concebir a la danza como un medio de vida, algo difícil aún con una trayectoria. “Esta compañía nos ofreció la visión de que sí se puede vivir de la danza y se puede vivir bien”, precisa Ruiz.

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Cuando ambos se fueron de México eran los años 80, estaba el auge de la danza independiente y se bailaba por amor al oficio. Fue en Venezuela donde aprendieron que los bailarines tenían que cobrar por su trabajo.

“Fue una gran experiencia que quisimos replicar en México. Curiosamente era el primer año en el que aparecían las becas del Fonca y, como anillo al dedo, empezamos a aplicar. La idea era que el bailarín pudiera tener una vida digna y una beca del Fonca no soluciona eso; ni siquiera México en Escena”, afirma Lavista.

A Delfos le tocó picar piedra en lugares como Plaza Loreto y el Medusas, uno de los antros más importantes, entonces, en la ciudad. Cada viernes abrían pista, recibían recursos para producir las obras y demostraban que existen caminos para tocar al público. “Nunca sacrificamos nuestro objetivo artístico por ser aceptados en el antro. Más bien, era cambiar la visión de que en un antro se puede hacer arte y danza contemporánea”, dice Lavista.

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Hubo dos factores que llevaron a la compañía a decidir la mudanza a Mazatlán. El primero, no contar con un lugar propio (les prestaban, en ocasiones, el Centro Cultural del Bosque o los espacios de maestros como Ema Pulido o Guillermo Maldonado); el segundo, la vocación común por la enseñanza, ya que todos los integrantes eran maestros.

“No queríamos pertenecer a ninguna institución. Queríamos ofrecer nuestra propia metodología de enseñanza y nuestra propia filosofía de la danza. Para lograrlo, decidimos que teníamos que irnos de la ciudad”, señala Lavista. Siguió presentar el proyecto de la Escuela Profesional de Danza Contemporánea de Mazatlán (EPDM) a varios Estados hasta que la respuesta vino, evidentemente, de la administración de Cultura en Mazatlán, hace 25 años. Les ofrecieron seis sueldos para maestros y aunque hubo quienes les dijeron que terminarían regresando a la ciudad, ellos se fueron.

Hoy, la escuela está subvencionada por el Ayuntamiento de Mazatlán a través del Instituto de Cultura, Turismo y Arte. “Se puede distinguir a quien sale de la Escuela: los bailarines son muy fuertes; tienen intensidad, pasión y dominio técnico. Esto tiene que ver con la formación”, dice la bailarina y maestra Xitlali Verónica Piña, que lleva 24 años en Delfos.

La vida nocturna del puerto de Mazatlán también surgió con la presencia de la EPDM y la nueva casa de Delfos; les cedieron el Teatro Angela Peralta. El primer paso fue convocar a un work shop, un taller, para la comunidad. Los habitantes los recibieron con afecto y curiosidad; entre estos, tuvieron el interés de Paty Coppel, dueña de uno de los hoteles más importantes del estado y especie de “hada madrina” para Delfos, relata Ruiz. Ella convocó a otros empresarios y despertó su entusiasmo por la compañía. Después fundaron Amigos de Delfos, especie de patronato que cada año recauda apoyos. Hace dos semanas, incluso, la dueña del restaurante Gaia hizo una cena para celebrar los 30 años de Delfos y les donó íntegramente lo recaudado, “un apoyo brutal”.

Otro punto clave fue la entrada en contacto, hace 20 años, con la manager Lynn Fisher, quien los llevó de gira por Estados Unidos en la segunda mitad de la década del 2000. “Creo que somos la única compañía en el país que tiene una manager en Estados Unidos”, precisa Ruiz.

Este año, de la escuela se graduará la generación número 21 y hoy, también, la mayoría de los integrantes de Delfos son exalumnos de la EPDM (son los casos de Suri Lavalle y Johnny Millán, quienes llevan 14 y 18 años en la compañía). Proyectos como Lux Boreal (Tijuana), La Serpiente (Morelia) y enNingúnlugar (Querétaro), entre otros, fueron formados en la EPDM.

“Delfos es una compañía que se ha fortalecido. Ahora es de las hegemónicas y con el plus de que no está en Ciudad de México. Se atrevieron a trabajar en un terreno que parecía que no era fértil, pero sí lo fue, es un polo de la danza en México”, concluye Tortajada.

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