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abida.ventura@eluniversal.com.mx
Don Antonio Hernández Cortés tenía 11 años cuando comenzó a trabajar en un taller de antigüedades y ebanistería en la calle de San Ildefonso, en el Centro Histórico. Ayudaba a su padrino en la limpieza del lugar. Poco a poco comenzó a interesarse en el oficio de restaurar muebles y objetos antiguos. Ahí creció, entre el olor a viejo y las calles ruidosas de lo que entonces era el barrio universitario.
Con los años obtuvo una carrera técnica con la que se especializó en la restauración de antigüedades. Continúo trabajando en ese taller que él recuerda como “el mejor de ese momento” hasta que, casi por un golpe de suerte, en los años 50 y 60 fue llamado al Castillo de Chapultepec y a Palacio Nacional para devolverle el esplendor a muebles y objetos de la colección de esos sitios históricos.
Entonces, dice, no se requería de una licenciatura o “tantos estudios” para intervenir o restaurar esas piezas que hoy forman parte del patrimonio nacional: “Todo se aprendía en talleres. Yo fui a la escuela de San Carlos, mi maestro era escultor en madera y era restaurador de antigüedades; me fui a meter ahí para aprender más, para manejar las herramientas para hacer todo este tipo de trabajo. Ahí aprendí, aparte del taller donde trabajaba. Así fui haciendo mi carrera”, recuerda.
A sus 84 años, en un pequeño taller de su casa donde sigue restaurando muebles antiguos o imágenes religiosas de colecciones particulares, don Antonio recuerda aquellos objetos ahora exhibidos en museos y recintos universitarios que pasaron por sus manos, como sillones y órganos antiguos de la colección del Castillo de Chapultepec.
En el Antiguo Colegio de San Ildefonso trabajó en la restauración de la sillería del salón conocido como El Generalito, obra del tallista novohispano Salvador de Ocampo, uno de los grandes ejemplos de escultura novohispana.
Un día, de Palacio Nacional le encomendaron arreglar el costurero de Margarita Maza de Juárez, un pequeño mueble donde la esposa del presidente Benito Juárez guardaba hilos y agujas. “Estaba todo olvidado, le faltaban muchas piezas de detalles de madera, lo arreglé, y ahora debe estar exhibido en el Museo de Juárez que está ahí”, dice mientras muestra el recibo por 400 mil antiguos pesos que cobró por sus servicios en ese museo.
En una carpeta perfectamente ordenada guarda celosamente esos recibos de pagos de museos o instancias como la UNAM: “Tuve la curiosidad de guardarlos por si algún día me iban a servir”, relata.
Además guarda folletos, fotografías, recortes de notas de prensa o boletines internos en los que se habla de su trabajo, principalmente como ebanista o técnico restaurador en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), institución a la que le dedicó gran parte de su vida.
Por años trabajó en la Escuela Nacional Preparatoria Plantel 7 “Ezequiel A. Chávez”. Desde ahí, recuerda, junto a su inseparable colega y amigo, Roberto Amelco —ya fallecido—, participó también en la elaboración y diseño de muebles, atriles, retablos, mobiliario diverso para la Universidad; elaboraron también los escudos de las facultades de la UNAM, piezas que ya forman parte del acervo patrimonial e histórico de la máxima casa de estudios. “Ahí pasé mucho tiempo y la Universidad me dio mucho”, dice.
Recuerda que durante su estancia en la UNAM en algún momento le propusieron encabezar las tareas de restauración en la universidad, pero su candidatura fue rechazada al no contar con un certificado profesional de restaurador: “Como no tenía la carrera completa, los maestros de carrera se pusieron en otro plan, casi quisieron hacer una huelga porque iba a ocupar un puesto de esos. No me dejaron. Creo que no les gustó que uno que no tenía carrera hiciera más que los que la tenían”.
“Ahora hay muchas carreras para esto, usan lásers, mucha tecnología, en aquel tiempo todo era diferente, uno iba aprendiendo el oficio con los años”. Yo toda mi vida la dediqué a eso”, expresa.