Cinco años después de Adiós, Tomasa, la novela en la que exploró la en el llamado “Triángulo dorado”, producto del narcotráfico, en su nueva novela Crónica de la lumbre (Alfaguara, 2024), el narrador y ensayista Geney Beltrán —también con el contexto sinaloense y el narcotráfico de fondo— indaga temas como el amor, la soledad, la violencia, el miedo a la muerte y el dolor por la muerte de las personas amadas, en una novela que se interesa por la realidad, pero también por las emociones que plasma en una historia que podría situarse en lo que el propio autor denomina “realismo límbico”, un ejercicio literario que “es en cierta manera la búsqueda de la raíz de nuestra naturaleza”.

(Tamazula, Durango, 1976) confecciona una novela ambiciosa, un árbol narrativo monumental y minucioso que entra a la intimidad de las violencias y las heridas familiares, en el amor y la muerte, en la fatalidad y las paternidades. Lo hace mediante un abanico de personajes, en especial de dos vidas que se entrecruzan: una madre cuyo hijo se suicida luego de matar a su novia y un periodista que cuida a su hija cuya madre murió en un tiroteo.

“Sé que las novelas más racionales, las novelas más intelectuales son las que menos apetito me dan de regresar a ellas, y las novelas más límbicas, más emocionales, más turbulentas, desde el punto de vista de las pasiones, son las que yo siento que quiero releer, porque intuyo que no he logrado, realmente, entenderlas, desensamblarlas”, asegura el novelista forjado en la lectura de la novela total del siglo XIX, y a partir de la que edificó en Crónica de la lumbre un mundo ambicioso y propio, marcado por la violencia del narcotráfico que domina Sinaloa y confronta la vida cotidiana de México.

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¿Está la violencia y el amor, pero también la muerte y la paternidad?

Ese entrecruzamiento del amor y la violencia lleva a los personajes a esquinas muy incómodas para mí mismo, que implica un divorcio total del Yo autobiográfico y es más bien la búsqueda de la otredad en unos laboratorios ficcionales donde uno trata de decir algo verdadero sobre la condición humana, llegar a esa raíz de nuestra naturaleza. Lo que logra la ficción es dar una visión más clara de lo más profundo de nuestro ser y a veces eso implica ir más allá de lo racional, navegar en lo instintivo o en lo intuitivo o en lo más inconsciente. Y es verdad, tiene que ver con la infancia y con los padres, con las heridas que se nos quedan, con los lazos insatisfactorios o insuficientes o perniciosos que se tejen en esos años y que vienen en el laboratorio de los afectos que son las relaciones amorosas o las relaciones con los hijos.

¿Historias en las que hablas del dolor y del vacío?

Leyendo sobre la anatomía y la fisiología del cerebro me impresionó mucho aprender sobre el sistema límbico, que es la parte más profunda del cerebro, después del tallo cerebral, que regula aspectos como la necesidad de comer, el sexo y los afectos. Pensé: “Quizá lo que yo estoy haciendo es una suerte de realismo límbico, o sea, tratar de describir a los personajes a partir de esas funciones básicas y lo que provocan en la conducta”. Esa suerte de realismo límbico es en cierta manera la búsqueda de la raíz de nuestra naturaleza.

¿Persiste muerte y violencia?

No quería quedarme sólo en una visión de lo tanático, de lo telúrico, de lo destructivo, porque también hay un impulso hacia el amor, hacia la ternura, al cuidado, la preocupación por los otros. Creo que el proceso en esta novela fue más holístico, mostrar tanto las luces como las sombras, porque creo que he sido más fatalista y pesimista en épocas anteriores, y esta novela, la escribí durante la pandemia y por primera vez en mi vida me concentré sólo en este proyecto, no escribí ensayos ni cuentos, ni crítica literaria.

¿La apuesta fue escribir una novela ambiciosa?

Creo que regresé a mi vocación de las narrativas arbóreas, estas ficciones holísticas donde hay de todo. Aunque uno acepta que una obra de ficción siempre es una selección, pero es una selección que simula la totalidad. Con Adiós Tomasa, pero sobre todo con esta, dije: “A ver hasta dónde me lleva o si en realidad soy un cuentista disfrazado de novelista, que la nación me lo demande”.

¿Quisiste crear un mundo?

La ambición de desafiar a Dios construyendo un mundo creo que es muy natural en la escritura de ficción porque es un laboratorio, no es el mundo real. Nosotros no inventamos la vida, la vivimos, pero dentro de nosotros está ese impulso de emulación de qué se siente crear algo que no existía, por eso, aunque yo me identifico, por lo menos en la novela, como un autor más realista, yo sé que en realidad uno no representa la realidad, uno representa lo que uno es y cómo uno procesa la realidad por todas las heridas que traes de la infancia o de las vidas anteriores o del inconsciente colectivo, entonces no suplantas nunca la realidad, ese impulso de emulación está condenado al fracaso, pero es en esa búsqueda donde hay una gran satisfacción y aunque hay mucho de angustia y de ansiedad durante la escritura de un libro, también hay un placer muy grande, el placer del conocimiento, que es poder adentrarme en la naturaleza de estos personajes y mostrarlos en esa complejidad donde las etiquetas morales son insuficientes.

¿Crear personajes muy reales?

Ese pacto con las emociones he advertido que en el ámbito letrado se ve como algo ya superado, como si la ficción tuviera que ser más sofisticada, más libresca, más intelectual. Me siento un poco alejado de esa ficción más libresca, más borgesiana, no me parece que eso satisfaga el hambre que tenemos de llegar a la raíz de nuestro ser. Y la ficción límbica o el realismo límbico que le quiero vender al mundo es más holístico y amplio.

¿Una novela límbica, pero también bastante onírica?

Todo tiene que ver con la vulnerabilidad. Ese es uno de los temas que me inquietan mucho, tanto lo que significa nuestra condición mortal, el saber que tienes una fecha que no conoces en la cual vas a dejar de vivir, como la enfermedad, el saber, que estás en la vida de una manera muy precaria. Y las pesadillas son un umbral por donde toda esa vulnerabilidad cobra figuración y los hechos ocurren con una intensidad tan real. Toda esta parte onírica es una mina para la escritura. Algunos de estos sueños yo los tuve, otros me los he robado. Me causa mucho morbo que la gente me cuente qué soñó.

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¿Eso da personajes muy reales?

A mí me gusta hacerles dos preguntas básicas a los personajes: ¿cuál es su mayor ambición? y ¿cuál es su mayor miedo? O sea, ¿cuál es la luz que lo jala hacia algo donde cree que va a estar mejor?, y ¿cuál es esa estación en la cual se puede sentir en el límite de la supervivencia y su mayor miedo? Muchos de estos miedos muy probablemente tienen que ver con los abandonos de nuestros padres, con la incapacidad que tuvieron para satisfacer nuestras necesidades emocionales de pequeños, con la manera cómo nosotros nos contamos las historias de nuestra familia, de nosotros mismos, y esto implica esa relación conflictiva que tengo con el realismo literario, o sea, me reconozco en esa escuela, pero también es insuficiente.

¿La realidad se convierte en pesadilla del presente?

Esa lógica de pensar en el futuro nos hace infelices, o sea, no podemos vivir en el presente nada más porque tenemos preocupaciones, los hijos, cómo está el país, a qué se van a dedicar, lo habré hecho bien, lo habré hecho mal como papá para darles esa seguridad, etcétera, y nuestro propio futuro, ¿cómo voy a estar a los 70 años de salud?, ¿cómo van a estar mis hermanos, mi mamá? La máquina no se detiene, entonces el sueño es ese umbral que nos hace cuestionarnos el futuro. Hay personas que sueñan el futuro, que despiertan aterradas porque saben que lo que acaban de soñar le va a ocurrir a alguien que conoce. Yo no tengo ese don afortunadamente porque sería espantoso, pero el sueño ocurre en ese no tiempo y no lugar que puede ser el futuro y nos lleva a la vulnerabilidad máxima. Sin ese conocimiento de la vida onírica de los personajes, estarían incompletos y es algo que los lectores pueden identificar como cercano porque también tienen pesadillas.

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