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Murió Cormac McCarthy y lo vamos a extrañar, porque mientras la mayoría de los narradores se concentra en decorar jardines, este texano creaba desiertos. En lugar de añadir, retiraba ciertas palabras de sus novelas (Dios, Bondad, Justicia), y examinaba qué sería del mundo sin ellas.
Sus historias pueden resumirse con facilidad, pero son imposibles de igualar: dos vaqueros cruzan la frontera para recuperar sus caballos, y los recuperan, pero pierden sus almas; un cazador persigue a una loba durante kilómetros, y cuando la alcanza, la desgracia lo persigue a él.
A diferencia de los seres de Melville, con quien ha sido comparado por su ambición y la presencia del mal en sus historias, los personajes de McCarthy nunca persiguen ballenas blancas sino presas pequeñas, que a los ojos de estos pobres cazadores representan la posibilidad de mejorar sus vidas o de encontrarle sentido a su errancia.
Al principio de su carrera sobrevivía con dificultades, al grado que mientras residía en El Paso debía cruzar la frontera a Ciudad Juárez con frecuencia a fin de conseguir comida más barata. Un reconocido profesor literario lo reconoció varias veces cuando McCarthy comía de incógnito en la cafetería de cierta universidad mexicana que tenía precios accesibles para estudiantes. Sus primeros libros apenas vendieron 500 copias, mientras que Unos caballos muy lindos, luego de ser comentado con admiración por Descanse en paz el narrador que escribía en Texas y almorzaba en México, vendió más de un millón de ejemplares en menos de un año: acostumbrado a recibir cheques insignificantes de su editorial, habituado a vivir aislado en su modesto domicilio, tardó más de una semana en advertir cuánto representaban sus nuevas regalías. A partir de entonces el mundo entero descubrió al más oscuro de los narradores norteamericanos.
Una de las mayores virtudes de McCarthy es su capacidad para contagiar la sensación de aventura que viven sus personajes, seres de pocas palabras, observadores y memoriosos, que no pierden de vista dónde carga su pistola el recién llegado.
En Meridiano de sangre y No es país para viejos, McCarthy creó a el juez Holden y al sicario Chygurh, dos de los personajes más aterradores de la literatura contemporánea, pero en Unos caballos muy lindos demostró que también puede ofrecer personajes clementes, a la altura de Tom Sawyer y Huck Finn: entre ellos un pistolero de trece años que le teme a los truenos, y un par de vaqueros muy pobres que con frecuencia arriesgan sus vidas por causa nobles o amoríos adolescentes -me refiero, quitándome el sombrero, a Lacey Rawlins, a Billy Parham y al gran John Grady Cole.
En uno de los ensayos memorables de Corriente alterna, Octavio Paz sostenía que sólo dos narradores extranjeros habían conseguido escribir grandes novelas sobre México: D.H. Lawrence y Malcolm Lowry, dado que ambos aportaron grandes imágenes del país, más que meros reflejos del paisaje. A ese reducido linaje pertenece con creces Cormac McCarthy. Mientras que Lowry invoca el volcán para describir la epopeya del cónsul, el autor de la Trilogía de la frontera usó la magnitud de los desiertos y montañas de Chihuahua para ilustrar el alma de sus personajes.
Convencido de que un héroe debe atravesar fronteras, McCarthy expulsa a sus protagonistas de su relativa seguridad y los obliga a viajar, movidos por una cuestión de vida o muerte. Es curioso que no viajen al oeste o a las grandes ciudades de la Unión americana, sino hacia el sur más remoto y a pequeños villorrios mexicanos. Salvo contadas excepciones, quienes consiguen volver al punto de partida encontrarán a un cobrador en la aduana, a veces un matón mexicano, a veces el Juez Holden, que no deja herederos. La aduana invisible de McCarthy busca que todo personaje pague la aventura con su propia existencia.
En la difícil errancia que cuentan sus historias, los personajes creen que están explorando el desierto, pero es el desierto quien los explora a ellos, y se pregunta qué tanta crueldad, qué tanta adversidad podrá soportar el protagonista.
Por su don para ocultar las palabras clave del relato, para llevarnos a cruzar fronteras y espejismos, McCarthy es el mejor exponente de la novela errante, la que ocurre a ambos lados del alma de sus lectores.
Publishers weekly dio la noticia incontestable como un balazo. Murió sin obtener el Nobel tan merecido, pero encontró una legión de lectores en sus últimas tres décadas: ¿qué más podría desear un auténtico escritor?
Descanse en paz el narrador que escribía en Texas y almorzaba en México. Adiós al creador de los inolvidables John Grady Toole, Chygur y el Juez Holden. Hoy todo mundo bebe un tequila por este escritor, y vaya que vamos a extrañar a ese vaquero.