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Sobre la tarima instalada en el pequeño foso del Templo de la Compañía de Jesús Oratorio de San Felipe Neri se colocan los integrantes del Lutosławski Quartet: Roksana Kwaśnikowska, primer violín; Marcin Markowicz, segundo violín; Artur Rozmysłowicz, viola, y Maciej Młodawski violonchelo. Los cuatro, rubios, vestidos con trajes negros.
Son una de las principales agrupaciones de música de cámara moderna. Su presencia en el festival Otoño de Varsovia y el Klarafestival, y en sellos discográficos como Naxos Records lo confirma.
Esperan un momento. Parece que sienten la atmósfera y arrancan con un repertorio que explora la visión interior de la música polaca. Sus devociones: sendos cuartetos de cuerdas de Lutosławski, Szymanowski, Markowicz y Mykietyn, y un grado de suspenso, una atención que se ahonda en el primero de estos, el número 2, Op. 56, de Szymanowski. Y una tensión que se ahonda en el silencio de la iglesia y el público; en el inmenso vacío de sus cúpulas; en el tintineo de las cuerdas que parecen moverse en espiral; en el silencio de un público que cruza los brazos y analiza lo que hay enfrente de sí; en el terreno místico, la música interior, que sus instrumentos arrojan, impregnando los oratorios vacíos; en los pulsos graves que crean un ritmo y parecen colgar de un hilo como un péndulo y entre los iconos, los Cristos heridos, las Vírgenes dolientes y los sepulcros de los santos.
A espaldas de los músicos, el fuego apagado de los sirios a medio consumir. La atonalidad hace surgir una visión interior y una visión exterior que llega a la intensidad final de la pieza, que se mezcla con el sonido de una ambulancia a lo lejos y los aplausos del público.
En el cuarteto de Paweł Mykietyn dejan sentir el golpe del arco en cada momento de la escala. La atmósfera transita hacia lo hipnótico como si las notas estuvieran dentro de una caja de cristal. De un extremo a otro, el vuelo de una paloma —segundos antes— que está en lo alto, sobre el pedestal de una cruz blanca, lisa.
Los cuatro se levantan con sus instrumentos antes de que se escuche el primer llamado del intermedio. Unos minutos después vuelven los cuatro. Hacen una reverencia, toman asiento y se concentran en sus partituras.
El cuarteto de Markowicz es una recepción, la entrada a un camino y el paso a otro donde quedan remanentes del sonido anterior. Sonidos lentos, a los que se entra cauteloso, un poco a ciegas. El cuarteto se convierte, luego, en un baile complejo, cargado de suspenso, que oscila por estados diferentes.
El silencio cobra relevancia y la campana de la iglesia se mezcla con el inicio de lo que vendrá. Los músicos esperan a que pase la vibración del eco. Los instrumentos dialogan, se intrincan y su encuentro se vuelve total. La historia que se cuenta en el cuarteto de Lutosławski es misteriosa, parece un enjambre de angustias o la afirmación de una verdad grave.
El cuarteto intenta tocar el límite de algo. El eco de las campanas, el llamado a misa, vuelve y el chelista sonríe hasta que el sonido, en su ritmo de péndulo, se desvanece. El último silbido del cuarteto de Lutosławski se expande y toca todo. Es una especie de amanecer oscuro que los cuatro músicos materializan, un suspiro concéntrico, paranoico, de los instrumentos. Pero no es la voz del cuarteto la que habla. Es la voz de un mundo que testificó el hambre, la angustia, el desgarramiento y que quiere platicar con el presente.
Roksana, Marcin, Artur y Maciej se ponen de pie y hacen una nueva reverencia al público un momento antes de que, desde el altavoz, se agradece la asistencia al festival.