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En el primer aniversario luctuoso de Saturnino Herrán , el escritor y político Enrique Fernández Ledesma escribió para “ El Universal Ilustrado ” los recuerdos de la adolescencia que tenía del afamado artista.
En esta anécdota, Fernández Ledesma rescata las memorias de esos primeros amores, el apoyo mutuo para destacar en ciertas materias y cómo el reconocido pintor tuvo sus inicios humildes en el dibujo, pues sacaba malas calificaciones en la materia. .
“Herrán se me representa a menudo, por los rincones más afectuosos de mi memoria, en tren de estudiante, cruzando, a grandes zancadas, los corredores del Instituto, el libro ante los ojos, y ronroneando la clase de bajo las bóvedas paternas del antiguo convento de dieguinos”, se lee en el artículo publicado en 1919, que puedes leer a continuación.
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Saturnino Herrán. Memorias de su adolescencia
6 de octubre de 1919
Enrique Fernández Ledesma
Se me pide un artículo, ahora, en este primer aniversario de la muerte de Saturnino Herrán. Yo lo escribo con todo mi corazón, y al escribirlo me obstino en recordar al camarada de mi adolescencia, al chico irónico, socarrón y espiritual del Instituto de Aguascalientes.
Que estos apuntes, simples y pueriles, sin deliberaciones retóricas, encuentren un eco simpático en el espíritu ausente y que reciban la tersura de aquella sonrisa inolvidable, hecha de inteligencia y bondad.
La primera impresión de Saturnino Herrán, antes de conocerlo en el Instituto, se asocia con mi primer amor de la adolescencia. Yo rondaba -ánima inquieta y corazón cerval- a una chica jugosa y límpida, con nombre de alborada y fosco apellido alemán. Si entonces hubiera conocido a la Gretchen de Goethe, sin perjuicio del Siebel madrigalesco ni del Mefistófeles tentador, hubiera compuesto, en las propias rejas de la ventana pueblerina, una decoración sentimental: el pudoroso perfil inclinado sobre el huso, y, como perfecto marco de estas candideces, la trenza desbordante, espesa y rubia como el hilo de la rueca…
Para entonces mis rosales florecían rosas de inocencia, y apenas mi enciclopedia se remontaba a las madejas de los verbos irregulares y a los misterios de la regla de tres.
Aquella noche, a las nueve, mi pequeño corazón cobró bizarría ante las arengas conminatorias de algún asesor amigo -tal vez Pilar Romero, tal vez Rafael Sánchez- y, cual sagaz Bayardo, aceché la calle. Ni un transeúnte. Me acerqué, tambaleándome, a la reja; apreté, contra mi pecho, una medalla milagrosa, amuleto de la previsión maternal, y llegué. Ella, levemente sobresaltada, esperó. ¿Qué rondeles esperaría?
Hay que decir que la casa de mi Gretchen formaba esquina, y que mi escorzo palpitante se refugiaba entre el hueco de la pared y de la reja. Yo atisbaba la arista del muro, temiendo que apareciese algún endriago. ¿El padre? ¿El tutor? ¿Los hermanos? ¿El galán?
Entretanto yo, en un naufragio de frígidos sudores, saludaba. Creo que aquel “buenas noches” ha sido el más desfalleciente de mi vida.
En esto, dobla la esquina una sombra. No espero más. El corazón bate en mi pecho con mazazos auténticos. Me arranco de la reja como gorrión espantado, y huyo, huyo calle arriba. Pero al arrancar, oigo la risa burlesca de mi Gretchen, y los pasos del galán, seguros, sonoros, acompasados.
En la esquina opuesta me detengo anhelante. Quiero saber… Pero la sombra avanza, en compañía de un jovencillo.
La sombra es un señor de talle aventajado, de maneras caballerescas, de además amplio desdeñoso. La capa española pende de sus hombros en pliegues hidalgos, que hacen un gentil balanceo al rozar la pierna. El caballero lleva puesta la mano, ensortijada y velluda, en el hombro del rapaz. Pasan frente a mí. Me miran.
Se ríen…¡Ah! Pero, este señor,¿no iba, pues, a disputarme a mi Gretchen?
No. Es don José Herrán y su hijuelo que se dirigen a la casa de don Camilo Chavéz, en visita de parentesco.
No volví a las callejas galantes. Mi adolescente humillación fue todo un Trafalgar. Y siempre que me tropezaba con aquel chico de hombros desplomados, o con su padre, dueño, a la sazón, de la única librería de la ciudad, sentía hacia ellos, la animosidad del gazapo ante una trampa descubierta.
Poco después hacía mi entrada al Instituto. Allí entre rostros conocidos de escolapios insolentes, fije mis ojos en Saturnino Herrán. Desconfiaba del nuevo compañero. Le temía, con temor de vanidad, a sus burletas. Pero su generosidad o su despreocupación jamás aludieron a mi aventura.
Foto: CiudadanosMx
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Después, un gran cariño unía nuestras inexperiencias y una solidaridad simpática coronaba nuestras malicias. Él, clandestinamente atisbando al maestro Tovillapoía sus habilidades a mi servicio, y encarecía con su lápiz carboncillo, los sobados dibujos, ya casi inservibles, que impacientaban mi esfuerzo. La intervención del lápiz de mi amigo que valió, alguna vez, un P.B. en los exámenes.
Yo pagaba aquellas gentilezas apuntándole traducciones de inglés o ayudándole a esquivar los atolladeros de las declinaciones.
Meses después de nuestra aparición en las aulas, Saturnino amaba.
¿Quién sería aquella chica menudita, gentil, nerviosa, de grandes moños en el pelo y de botas de écuyère? ¿Quién sería Luis de Luna; tú, que alternando entre “los hombres feos”, que improvisabas inflando tus mofletes, compartías todas las confidencias, puras o impuras de tus compañeros? Solo recuerdo que al amor de Saturnino tú le llamabas simplemente “la Niña”. Lo evidente es que ella cruzaba por la calle de San Juan de Dios, procedente, quizá, del Liceo de Señoritas. Saturnino espiaba las horas, y, al caer de las doce, se dirigía al ojo de los portales que ve a las Fábricas de Francia.
Y “la Niña” pasaba, zarandeándose, muy dueña de su podería, tendiendo al aire su naricilla de pilluelo, mirando al soslayo, y taconeando sonoramente, con andares impacientes de jaca joven.
Creo que aquellos amores fueron desgraciados, porque Saturnino gemía sus desventuras de Antinoo, y en sus ojos, irónicos y hermosos, de azabache húmedo, se cuajaba una sombra de tristeza y de meditación.
Por entonces, yo fui su confidente a medias. Recibí de él recatadas amarguras; abstracciones del dolor, de la deslealtad, de los remordimientos… Casuística joven, bobalicona; pura, plegadiza, de alas blancas y versátiles que bogaban en la limpidez de nuestras conciencias.
Yo sabía el mal de mi amigo. Pero en ese mal encontraba, no sin envidia, una corona de martirio romántico, a la Óscar…Porque en aquellos días ya hipábamos, en el colegio, las desventuras del amador de Amanda.
Yo no tenía amor entonces. Ni siquiera un amor imposible, de aquel lacrimoso amor que debíamos en Lamartine o en Saint Pierre. Pero me desquitaba de las confidencias de mi compañero leyéndole versos.
En el desván de la rampa que conducía a la clase de dibujo, congregaba a Saturnino, a Heliodoro González, a Daniel de la Torre…Y allí, con el despabilado énfasis de los quince años, leía mis infamias. Las primeras veces no salían alabanzas de la asamblea, sino sonrisas de conmiseración y de ironía.Luego, recurrí a un expediente de truhán.
-Voy a leerles -decía- unos versos de Núñez de Arce…
Y declamaba, muy persuadido, nuevas infamias mías.
-¿Qué tal?
-Hombre,sí…Muy bonitos.
-¿De veras, les gustaron?
-Muy bellos…
-¿Si? Pues…¡son míos!
Lo bueno era que, a pesar de las voces de despecho y de las miradas oblicuas, mis amigos no podían retirar sus alabanzas.
Y así fue como, a puñaladas de pícaro, me dieron Saturnino y mis compañeros sus primeros aplausos.
Recorrido por la exposición de Saturnino Herrán en el Museo Nacional de Arte Fotos: Juan Carlos Reyes García/ el Universal
Herrán se me representa a menudo, por los rincones más afectuosos de mi memoria, en tren de estudiante, cruzando, a grandes zancadas, los corredores del Instituto, el libro ante los ojos, y ronroneando la clase de bajo las bóvedas paternas del antiguo convento de dieguinos.
Su estampa es inolvidable: magro, desenfadado, los hombros hundidos bajo la cerviz, que ya presentía su carga de gloria: el andar desdeño y cansino, el rostro de ángulos romboidales, próximos a la finura enfermiza de aquellas facies románticas del Directorio o del Consulado. Hablaba con una leve ronquera, y, cuando sus impulsos obedecían al entusiasmo o a la violencia, tenía destempladas inflexiones de rapaz encabritado. Presumió sus éxitos en raíces griegas, aunque él, como Ramón López Velarde en literatura, tuvo una R en los exámenes de dibujo. ¡Bromas de los dioses en un mal rato!
No sé podrá evocar a Saturnino en aquellos tiempos de bachillerato de Aguascalientes, sin mezclar una imagen simpática a su persona: Carlitos Ortíz.
Pintura de Saturnino Herrán. Foto: Archivo El Universal
Carlitos era -sonrisa suave, vocecita de flageolet, palabras mullidas- el Lanzarote de mi amigo. El Lanzarote, el juez, el escudero, el hermano. Ya entonces, Carlitos, que aprendía el violín, pregonaba las facultades pictóricas de Herrán, a despecho de las sonrisas caritativas de nuestra petulante inocencia.
Carlitos se daba de cachetes por su cofrade. Y hubo una vez que el menudo violinista saltara, con ira, ante un profesor que reñía a Saturnino por una clase remolona.
Carlitos: tú, que no te atreves a remover los crespones que la muerte de nuestro amigo colgó en tu alma sencilla y fervorosa; tú, que lloraste, con lágrimas auténticas, el derrumbe de Saturnino; tú que llevas, en el corazón, como un camafeo, la imagen del amado ausente; tú, que supiste leer de corrido en aquel espíritu, sabrás entenderme al repasar estos renglones, hechos de recuerdos y de futesas inofensivas que intentan revivir páginas de candor y de integridad.
Saturnino se vino a México a estudiar pintura
Corrieron los años. Se hablaba del alumno de Bellas Artes. Se le ponía en lugar de honor…Cierto que Fabrés, pintor entusiasta, aunque mediocre lo hacía dibujar mosqueteros, lansquenetes, frailes del siglo xv, monjas de Felipe II, paños lamidos y fornituras árabes mentirosas.
Así, al amparo de aquel furor de minado preciosismo que Fabrés pregonaba entre fanfarronadas andaluzas, apareció, en El Mundo Ilustrado, un dibujo de Saturnino, el primero que merecía los honores del fotograbado. Era un mosquetero -el inevitable mosquetero- leyendo un libro de horas… o de picardías, según la expresión ambigua del rostro marcial y socarrón.
El dibujo impresionó a todos los compañeros que, aún afianzados a la provincia, íbamos tirando de las horas uniformes, resignados bajo el cielo invariable de Aguascalientes.
Recorrido por la exposición de Saturnino Herrán en el Museo Nacional de Arte Fotos: Juan Carlos Reyes García/ el Universal
Recuerdo que Daniel de la Torre, muy conmovido, y abriendo las hojas del seminario con el sigilo de quien saca una calcomanía, me mostró el dibujo.
Y este venturoso mosquetero, fue, si no me engaño, el primer éxito público de Herrán. Entonces, bajo la inspiración de don Luis Urbina, se escribió un sueldo generoso, estimulando al aprendiz de pintor.
Después… triunfos aquilatados, ascensión ininterrumpida de esfuerzos, y, al final, una obra robusta, jugosa, envidiable y definitiva para la gloria del artista.
No volvió Saturnino a su solar. Y el hecho de no haber vuelto, en tantos años, ponía, en el rostro de mi amigo, una máscara de compunción.
Meses antes de su muerte, la idea fija que lo alentaba con sonrisas de inocencia era contemplar aquella piedra enorme de la calle del Codo, su calle natal: aquella piedra de la esquina, pulida, rojiza, en la cual tantas veces se trepó, en sus juegos de niño: aquella piedra amiga y entrañable, frontera a la casa en que el artista dio sus primeros pasos a la Vida: aquella piedra, a la vez atalaya y reducto, como de cuento, compañera de sus juegos “los piratas”...
¡Pobre piedra; pobre guardacantón melancólico; pobre documento de inercia espiritual! Tú seguirás presidiendo el ir y venir de don Claudio, de don Juan, de doña María, que recuerdan, aún en sus trazas de infante, al llorado Saturnino; tú seguirás viendo pasar a las señoritas cuando en las frescas horas mañaneras van a misa al conventito o a la Merced; tú preservarán, como entonces, de las ruedas de los carromatos a la banqueta de lajas relucientes; tú seguirás custodiando, como inmóvil guardia, la mansión ya histórica para el arte indolatino; tú seguirás allí, en tu puesto de honor, hasta que una mano edilicia, indiferente a tu abolengo, pero eficaz y progresista, te remolque de tu alvéolo, pregonando el triunfo de la pericia municipal aplicado a la estética urbana…
Pero puede suceder también que otra mano amante, sin autoridad, le pida un cincel al herrero de tu calle, y esculpe, a golpes de mazo, con caracteres toscos, pero profundos, una simple inscripción:
“Frente a esta piedra queda la casa en que nació Saturnino Herrán”.
Y alguien grabará, algún día, esa leyenda. Porque para ese alguien, como para mí, no hay en Aguascalientes otro monumento a Saturnino Herrán que la piedra de la calle del Codo…