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Papantla. —La verbena inició con los voladores de Papantla en el atrio de la Iglesia a la hora del ocaso. Más de 200 becarios del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) llegaron al Primer Encuentro de Jóvenes Creadores, una cita postergada por más de dos meses. En la primera noche se perdieron en las sombras vertiginosas imperantes sobre la ciudad. El hipnótico ritual de los hombres-pájaro que bailaron para los dioses llamó a la lluvia y a las buenas cosechas.
En febrero, el Fonca se envolvió en el escándalo. Con otros becarios que venían desde distintas partes del país, conversé sobre aquellos días cuando a Mario Bellatin, exdirector de la institución, se le ocurrió decir que más de 30 millones de pesos anuales eran empleados en lujos y fiestas, declaraciones que expusieron a los beneficiarios como una horda “privilegiada” que sólo quería disfrutar de una estructura cuasi orgiástica que, al menos en esta edición, no vimos por ningún lado.
Luego de esas declaraciones y tras un foro de consulta fallido, despidos, discusiones acaloradas en redes sociales sobre el futuro del sistema de becas, mesas de diálogo, y de que Bellatin dejó el barco a la deriva sin explicación alguna, el Fonca realizó del 24 al 27 de abril el Encuentro con un nuevo perfil: integrar la riqueza de los pueblos originarios con el arte apoyado por el gobierno. En esta primera edición, los jóvenes trabajamos con artesanos totonacos en el Centro de Artes Indígenas (CAI) de Tajín.
Históricamente, el encuentro se pensó como un espacio de trabajo entre los becarios y sus tutores para exorcizar nuestras inquietudes, para exponer nuestros universos. Yo quise conocer los proyectos de los colegas y saber en qué se van las arcas del gobierno cuando de cultura se trata.
Entonces conocí a Azul, una poeta guerrerense que me platicó sobre el poemario en el que trabaja. “A mi hermano lo desaparecieron unas semanas y después lo encontramos muerto. A mi familia le ha pasado lo que a muchas otras. Mi proyecto es un inventario de esas víctimas, pero también es la voz de quienes padecemos su pérdida”.
Hablamos sobre violencia estando en Veracruz, estado tan azotado por la delincuencia, y esa sensación ficticia de tranquilidad contrastó con el tránsito de la policía municipal empuñando las armas. Sí, era propicio pensar en la violencia. A pesar de la gente, de los niños, del bullicio.
En la primera noche el ambiente era más turístico que laboral y así fue todos los días. La desorganización y la premura comenzó a notarse cuando algunos tutores fueron sustituidos por otros sin aviso.
Una jornada intensa. La institución programó que en Papantla hubiera espectáculos, que en Tajín se desarrollaran las mesas de trabajo entre tutores y alumnos, así como actividades con la comunidad totonaca en el CAI, ubicado en el Parque Takilhsukut (a menos de un kilómetro de la zona arqueológica de Tajín), y que en Poza Rica pasáramos la noche. Los traslados fueron engorrosos, generaron tiempos muertos y cansancio.
Hubo también ocurrencias, como la de la ceremonia de inauguración con los abuelos artesanos del CAI; por mera prudencia se nos excluyó porque resultaba demencial pensar que toda la comunidad Fonca cabría en una choza diseñada para pocas personas, pero sí llegamos a las palabras oficiales que se dieron en el jardín del CAI y escuchamos cómo la nueva directora del Fonca, Marina Núñez Bespalova, omitió referirse al “bellatinazo” y a toda esa discusión que envolvió al sistema. Borrón y cuenta nueva por decreto institucional.
Este Encuentro, a diferencia de otros años, sólo contempló que por la mañana realizáramos los talleres de trabajo con los tutores, y para la tarde se propusieron “laboratorios” con los artesanos locales y sesiones interdisciplinarias con los creadores eméritos del Fonca. Una oferta tan amplia como inoportuna. Dos meses sin tutor, pero el Fonca consideró que teníamos tiempo para turistear y hacer artesanías. Para nosotros fue prioridad el “tallereo”, que tampoco se dio en óptimas condiciones.
Los “laboratorios artesanales” fueron una novedad promovida por el Fonca y habría que pensarlos como paradigma de la cultura porvenir de la 4T: allí podías elaborar pigmentos, modelar barro y conversar con los músicos de la región; los abuelos artesanos, al mismo tiempo que enseñaban su arte, narraban la vida, respondían las preguntas de los asistentes con simpatía calurosa y compartían los mitos que enhebraban sus tradiciones.
El trabajo con los tutores se dio en un recinto magnífico con sus vastas áreas verdes, palapas y búngalos, personal hospitalario, pero en los espacios exteriores acondicionados batallamos con la presencia constante de palomas y su desafortunada intervención escatológica, con la falta de Internet y con las ráfagas de viento.
“Este vestuario lo usan los ‘tejoneros’, que son los participantes de la danza que recuerda al Señor de los Animales, a quien pidieron permiso para poder cosechar en sus tierras y a cambio eran respetuosos con la Naturaleza”, dijo un artesano cuando preguntamos por un vestuario de arlequín colgado en una exhibición de trajes típicos. También nos contaron sobre la vestimenta de los hombres-pájaro que imitaban la belleza del quetzal, con telas satinadas que evocaban la gracias de sus movimientos.
Sí, es loable la conjunción entre comunidades indígenas y artistas beneficiados por el gobierno, pero ese dejo de exoticidad del evento, ese forzado intento por hacer confluir dos mundos de lo más diversos, quedó debiendo tanto a becarios como a artesanos.
Intervenciones artísticas en Papantla. La segunda noche, en Papantla, se ofrecieron espectáculos promovidos por el Fonca, como la proyección de la cinta La revolución y los artistas, de Gabriel Retes, creador emérito reconocido por un público juvenil que oscila entre los 18 y 24 años de edad; por cierto, la calidad de su trabajo recibió opiniones encontradas.
Una ocurrencia más: no me explico en qué cabeza cupo la idea de presentar Cuatitsimiro, el hijo de Cuasimodo y Lupita Jones, obra de teatro más cercano al humor televisivo derbeziano que a las artes escénicas; ojalá haya sido una excepción entre quienes buscan un lugar en el mundo del arte.
La cosecha del primero de tres encuentros fueron jóvenes creadores con poco tiempo de trabajo, con muchas horas muertas; artesanos cuyo trabajo y experiencias no fueron aprovechadas en su totalidad, no por desprecio sino por las prioridades postergadas de los becarios.
Es inevitable no pensar en esta política inclusiva del nuevo gobierno que, paradójicamente, crea diferencias. Más allá de impulsar a la comunidad huésped, el encuentro dejó una profunda impresión de que las comunidades indígenas están allí para nosotros como productos de consumo o elementos auxiliares que sirven a la creación del gran mercado del arte. Lo cierto es que, mientras se mantenga esa visión de mesianismo sobre otras culturas, no habrá integración que respete los espacios y las tradiciones que no son las nuestras.