Volver a la tristeza de esos días.

El desamparo de una tarde que encendió en las esquinas

su lámpara de alcohol.


Quisiera.


Volver para abrazarme

como el niño que aguarda, aún, en la banqueta.


Volver. No era tan mala la fatiga, una esperanza

en la azotea, temblores a las seis. Y la ciudad,

puño habitado por la hierba, sus ladridos cayendo

sobre el aire que agrisaba

los desagües, tuberías. Hace tanto

del pino en mi ventana y a lo lejos

edificios opacos, el betún de las horas,

chimeneas sin humo, vagones que se marchan.

Pasillos en la franja del carbón,

la ráfaga del hueso tras el alba.


Volver a esos ladridos

con la certeza del presente

en la intemperie de los lunes.


Y la mañana, el fresco entre las hojas,

me dice que mejor el tizne en las paredes

del cuarto en que antes hubo el paño de otra voz,

su aceite familiar.

La ebriedad de un duelo que asciende sin lamer el corazón,

como una cama donde sólo estaba un cuerpo

que había olvidado y era mío.


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