Hoy es memoria, ausencia, sueño. Entonces era novedad, comienzo, una nueva etapa. Gorvachev aligeraba la carga despiadada de las décadas de aislamiento y reclusión. La prisión y el encierro se transformaban en fenómenos de antaño. Uno tras otro, grupos de extranjeros eran acogidos en la ciudad, en una muestra de apertura, luego de casi un siglo de encierro. Se exponía Vladivostok a la vista de forasteros, invitados por el gobierno ruso.

El conocimiento de aquella remota geografía, poblada de eslavos y encajada en las profundidades del Asia amarilla, no era excesivo. La punta más oriental de Rusia. Más cerca geográficamente a Tokio que a Moscú o San Petersburgo. Once horas de trayecto en el poderoso Antónov, desde Moscú. Tantas horas dejaron una huella. Se presiente el sentido de lo colosal. Una conversación frustrada con el empresario mongol que viajaba al lado, así como una tonadilla que se repitió hasta la desesperación en la aeronave, de la que sólo conservamos el estribillo reiterado: Vladivostok, Vladivostok, Vladivostok, Vladivostok...

Despuntaba el verano en el hemisferio norte. El sol alumbraba con cierta displicencia. La sonrisa de las jóvenes edecanes revelaba el alivio de largos meses de frío intenso y cielo gris. Si el arrojo es una cualidad no común en círculos intelectuales y académicos, esa ocasión el heroísmo se impuso como norma. En el detalle se encuentra más a menudo la belleza.

Demostraciones y paseos ilustrativos, charlas académicas y sucesivas conferencias se alternaban con cocteles y caviar con vodka helado. Los anfitriones, académicos, edecanes e intérpretes –mujeres diestras en mantenerse ataviadas de modo permanente- hicieron inolvidable y grata nuestra estancia. Una semana perduró nuestra visita

¿Quién puede negar la simpatía del pueblo ruso? No poco se puede aprender de una ciudad cerrada por décadas, en un extremo del globo. Administrar el conocimiento así adquirido es cosa de tiempo.

Los forasteros partimos. No nos da tregua la convicción de que las grandes ciudades eslavas guardan alguna dosis de melancolía. Como sea, la existencia en Vladivostok continúa la fiesta de la vida. Con ritmo apacible y ordenado, arropada de voluntad en su lejanía, en los confines del océano y del polo ártico.

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