Este texto se publicó el 23 de noviembre de 1924

Un sobre con los timbres postales de la República francesa. Y dentro de él la tarjeta de un compañero en letras. “Le mando ese responso que la juventud de París ha hecho circular ante el féretro de Anatole France”.

Es un pliego en cuya cabeza saltan las titulares, negras y enormes de este renglón: “un cadavre”. Es el responso de los jóvenes. La maldad fría e inteligente de los escritores que anhelan escalar colinas o cumbres. A pesar de las crudezas expresivas no se advierte despecho. Tampoco envidia. En el texto, cuajado de letra menuda, hay enardecimiento, saña, impiedad, urgida despreocupación… y odio contra el anciano armonioso.

Philippe Soupault, que es el primer panfletista del “Responso”, elabora un desdén frío, barajado con una cierta “nonchalance” que da a sus palabras un matiz de concesión. Dice: “…El que acaba de desaparecer no era sin embargo, muy simpático. Nunca pensó más que en su interés personal y en su salud. Parece que esperaba la muerte. Lo cual era una bonita solución… Pero, aparte de todas estas cosas, formalmente, ¿qué hizo? ¿qué pensó?... Y puesto que se trata hoy de depositar una palma sobre su féretro, que ésta sea lo más pesada posible para que se ahogue su recuerdo”.

Paul Eluard, con una sorna macabra, apunta: “(…) ¡La armonía! ¡Ah, la armonía: el nudo de tu corbata, querido cadáver…! Y tu cerebro remoto, bien arregladito en el féretro… Y las lágrimas que son tan dulces… ¿No es cierto?”.

Joseph Delteil, rebelde y desencantado, exclama: “Pues bien: ¡No! No puedo, no puedo llamarle ‘el maestro’. Hay en esta palabra algo tan alto, tan grave…”. Y sigue con una fría requisitoria: “Este hombre mediocre consiguió ensanchar los límites de lo mediocre. Escritor de talento, arrojó su talento a la puerta del genio… Y ha quedado a la puerta”. Sus palabras, de un imperturbable nihilismo, prosiguen: “Es un vaso… vacío. El cacharro puede, por un instante, halagar la retina, pero no podría llegar hasta las entrañas del hombre… A tal perfección de forma le falta profundidad y jugo. ¡Vacío! ¡Vacío! Todo es vacío en él y en torno de él. Sus libros se deslizan de entre los dedos como escurrimiento de arena. Su obra ha sido codificada sobre arena…”. Con un tranquilo desdén concluye: “Este escéptico, este amable escéptico me deja frío. La pasión es lo único que me apasiona. Y sólo me enardecen ardor, optimismo, fe y sangre. Amo la vida y mi corazón no late más que por la vida. Anatole France ha muerto”.

André Breton, hablando de Loti, de Barres y de France: (“estos tres hombres siniestros: el idiota, el traidor y el policía”) exclama: “Deben marcarse, con una piedra blanca, los días de sus muertes”. Y añade: “No me opongo a que tengamos, por el tercero, un desprecio particular…”.

La palabra de Breton es precisa, glacial y depravada. No emplea eufemismos ni quiere emplearlos. Escarnece con habilidad y con orgullo. Y sus frases son magníficas de impiedad. “Con France —dice— se va un poco del servilismo humano. Que sea, pues, festejado el día en que se entierre la astucia, el tradicionalismo, el patriotismo, el oportunismo, el escepticismo, el realismo y la falta de corazón…”.

Como todos los jóvenes buitres que han redactado el “Responso”, Breton estrangula no ya el comedimiento humano sino la sospecha misma de una concesión. “Pensemos —escribe— que los mejores comediantes de este tiempo han tenido por compadre a Anatole France. Y a éste no le perdonamos nunca el haber engalanado su sonriente inercia con los colores de la Revolución…”. Ansía borrar hasta el más remoto rastro del padre de Bergeret. Así, exclama: “Si queréis, para encerrar su cadáver, que se vacíe una de esas cajas de los malecones, una de esas cajas de libros viejos ‘que él tanto amaba’. Que en ella se pongan sus restos y que todo se arroje al Sena. Porque es preciso que, después de muerto, este hombre no siga haciendo polvo…”.

La crueldad de los jóvenes iconoclastas llega hasta redactar este encabezado: “¿Habéis ya abofeteado a un cadáver…?”.

Ante los desenfrenos militantes de la falange renovadora, ante sus devastaciones inhumanas, los que hemos amado el lenguaje sin mancha y las paradojas ilustres del viejo escéptico, nos contemplamos en nuestro escándalo y nos compadecemos en nuestra caridad. Porque el mundo de las ideas dará vueltas y el dinamismo redactará responsos, pero quedará flotante, en la misma tumba pisoteada, la piedad de una sonrisa, de aquella única y maliciosa sonrisa que descompondrá las muecas de odios en limpios análisis de ternura desencantada.

Y yo seguiré repitiendo:

…Ala biplume

de albatros y de halcón:

que tu sombra nos cubra

el instinto ciego

y el desasosiego

del corazón! (sic)

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