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La devoción del romanticismo por el pasado dio origen a las leyendas, la literatura infantil y, sobre todo, a la novela histórica. Entre sus características destacan la recreación de una época donde se ambientan las acciones de personajes reales y ficticios, y las descripciones detalladas de un narrador omnisciente, cuyo autor pone a prueba sus conocimientos sobre los temas y conflictos sociales del período en cuestión.
Algunos escritores y obras memorables son: Ivanhoe de Walter Scott (1771-1832); Guerra y paz de León Tolstói (1828-1910); El nombre de la rosa de Umberto Eco (1932-2016); El siglo de las luces de Alejo Carpentier (1904-1980); El señor presidente de Miguel Ángel Asturias (1899-1984), y también podríamos recordar la monumental novela Noticias del imperio de Fernando del Paso (1935-2018).
Pero la novela histórica no sólo se ocupa de los grandes acontecimientos y de los héroes de renombre, sino también de las personas marginales que, con sus pequeñas “vivencias”, promueven el dinamismo social que da sentido a la vida, según lo pensaba el filósofo alemán Dilthey.
Aunado a la vivencia y su vinculación con el mundo de la cotidianidad, esta clase de novelas recuperan, en la práctica, el concepto de “intrahistoria” que puso en boga Miguel de Unamuno con su ensayo En torno al casticismo, donde sostiene que la Historia, con mayúscula, se constituye por hombres y mujeres, aun cuando permanezcan en las sombras.
En este contexto, se inscribe Loxandra, obra de María Iordanidu (traducida por Selma Ancira para la editorial Acantilado en 2018). Se trata de una novela histórica que oscila entre la biografía y la ficción, con una buena dosis de lirismo que infunde un ritmo sonoro impregnado de imágenes y voces que parecieran recrear las campanadas de la catedral de Santa Sofía, en la vieja ciudad de Constantinopla.
María Iordanidu recupera una etapa del imperio otomano, situada a mediados del siglo XIX y hasta 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. Como telón de fondo, se escuchan las descargas de los fusiles y las noticias que anuncian el resquebrajamiento de un reino que, aún moribundo, inicia la masacre de los armenios con la débil esperanza de conservar su integridad territorial.
En contraste con el pesimismo que anuncia el fin de una época, Loxandra, la abuela de la autora, resplandece como una matrona ancestral, conocedora de las tradiciones, cocinera ejemplar, amiga de la buena mesa, devota fiel de la Virgen de Baluklí, parlanchina y camarada de los griegos, turcos y armenios, obligados a convivir en el ombligo del mundo, pese a sus notables diferencias.
“Todo en ella era grande —dice la autora—. Una voz grande, un corazón grande, un estómago grande, un apetito grande. Pies grandes con arco y tobillos finos, una buena base para sostener su cuerpo grande sobre la tierra. Grandes manos patriarcales, ortodoxas. Manos para ser besadas (…) Manos hechas para dar.”
Y esta generosidad innata en su persona le permite cuidar a sus hermanos pequeños cuando muere su madre, luego se casa con el viudo Demitrós y se hace cargo de sus cuatro hijos huérfanos. Después, tras vencer la esterilidad de su vientre, cría a sus dos vástagos: Alekakis y Klío, quien será, traspasando el muro de la ficción, la madre de María Iordanidu.
Loxandra muere en la senilidad, solo unos meses antes, como dice la autora, de que el Hades abriera la boca y corrieran ríos de sangre, producto de la Gran Guerra. Hacia 1922 se declara oficialmente extinto el imperio otomano y Estambul asume el nombre de Constantinopla.