Alberto Vital

Escritor e investigador. Autor de Manual de argumentaciones en la literatura (UNAM, 2023)

La humanidad se debate entre sus pequeñas y sus grandes pertenencias.

Desde “temprana edad” tenemos que pensarnos en países; más aún, tenemos que situarnos y vernos en ciudades, barrios, colores de nuestro equipo favorito, etcétera, y a la vez tenemos que sentirnos y sabernos parte de una instancia más amplia, de un “tercero superior”, en términos de Aristóteles, incluso muy superior: la especie humana, precisamente.

Pertenecer es un derecho. Y lo ejercemos en círculos concéntricos: nuestra persona, nuestra casa, nuestras amistades, nuestro colegio o trabajo y así nos expandimos hasta donde la vista alcance.

En más de un momento y circunstancia, podemos definirnos por aquello de lo que queremos formar parte.

El Diccionario de la Lengua Española nos avisa: pertenecer proviene del latín pertinere. Según otras fuentes, pertenecer se relaciona con “extenderse”, “abarcar” (por el prefijo “per”, que se liga tanto a “por medio de” como a “por completo”) y con “poseer”, “dominar”, “retener”.

Pertenecemos porque así sentimos que nos extendemos territorialmente. El territorio puede ser simbólico, anímico, personal, geográfico.

Y, en suma, la armonía entre mis distintos círculos de pertenencia es decisiva para el buen transcurso de mi persona.

Los exilios que padecieron el regiomontano (1889-1959) y la andaluza (1904-1991) confirman que el círculo de pertenencia a mi país me es fundamental.

Alfonso salió de México en 1914 rumbo a Europa, sobre todo a España; María salió de España en 1939 rumbo América, básicamente a Cuba y Puerto Rico, aunque con una serie de estancias y de publicaciones en México.

¡Publicaciones! El año de 2025 será el año del séptimo decenio de El hombre y lo divino, que María Zambrano publicó bajo el sello del Fondo de Cultura Económica (el mismo Fondo publicó entonces Pedro Páramo.)

Publicaciones, sí. El libro y la revista han venido a ser el círculo sustituto cuando se derrumba, se borra, desaparece otro círculo de pertenencia: el de la propia persona, el del amor, el de la comunidad, el del país…

En cuanto se nos arrebata una de esas u otras capas protectoras, quienes nos dedicamos a la escritura pensamos —más temprano que tarde— en escribir un libro, como lo hizo C. S. Lewis al ofrecernos en 1960 A Grief Observed (Una pena en observación) tras la muerte de su esposa.

Bajos esas condiciones, el libro viene a ser cobijo, refugio, alivio. A veces llevamos nuestros libros en una mochila sobre la espalda como el caracol carga su casa.

Y ese modesto objeto, que se acomoda muy apacible —y hasta muy obediente: clasificado y manejable, por más ardientes que sean sus ideas— en un librero familiar o en un estante de biblioteca pública, de pronto resurge pasados los años y hasta los siglos y milenios y recobra vida y vehemencia gracias a la generosidad de quien lo elige y lo saca del entrepaño de madera o de metal y pasa los ojos por las páginas durante un lapso en que se acercan una vida presente y una vida pasada de un modo que puede ser superior –más íntimo, más perdurable– a la manera en que se aproximan dos vidas ahora mismo.

Eso hicieron Alfonso y María en el exilio: escribieron. Les venía de sangre, de siglos, el escribir.

La filósofa María Zambrano, en varias ocasiones, desembarcó en México en su larga estancia como exiliada. 
Foto: Fundación María Zambrano
La filósofa María Zambrano, en varias ocasiones, desembarcó en México en su larga estancia como exiliada. Foto: Fundación María Zambrano

Como caracoles, llevaban sus libros-casa, sus libros-hogar, sus libros-refugio, de una casa a otra, de un país a otro.

En el otro extremo, José Lezama Lima contabilizó de la siguiente forma sus años de exilio: duraron una sola noche. Lo designaron profesor en Santa Clara, viajó, pasó una velada de sufrimiento proustiano (recordemos el inicio de En busca del tiempo perdido) y se regresó a su casa-biblioteca de Trocadero 162, bajos, La Habana, para ya no salir nunca de allí.

Su exilio fue al revés: no salió de casa, pero vio cómo gente querida y admirada se iba de su presencia física, de su cercanía, de su Isla, y le transmitía esa sensación de pérdida, de abandono, que es el sedimento más notorio del exilio. Una de esas personas fue María Zambrano, que —según nos lo platica Jorge Luis Arcos— vivió en Cuba y Puerto Rico entre 1940 y 1953, con salidas intermitentes.

Pues bien, ahora los tres se encontrarán en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la más relevante del mundo hispánico y una de las más significativas en todo el planeta.

Estamos ante tres nombres categóricos no únicamente por la fuerza de cada uno de ellos, sino porque Alfonso, María y José crearon categorías que hoy todavía pueden ocuparnos.

María creó el concepto de razón poética; Alfonso, el de deslinde para el texto literario y sus muchos territorios fronterizos y transfronterizos, numerosas veces superpuestos; José dejó aquí y allá sugerencias de categorías en verso y en prosa.

El exilio desde España hasta Hispanoamérica (con su Caribe) y el exilio desde Hispanoamérica hasta España son en sí mismos categorías implícitas que dejan volverse explícitas. Para ello ayudan las metáforas, las analogías: María vio en las islas un símil con el destierro.

Ahora bien, la cercanía entre poetas (en prosa y verso) de distintas latitudes puede ser tal que, por ejemplo —el mismo día en que conoció al vate de Paradiso en La Habana—, María recobró ráfagas del tiempo perdido de su infancia en Málaga:

Roma, 1 de enero de 1956.

Mi querido amigo José Lezama:

Mucho me conmovió su hermosa carta. Veo que dejé raíces en La Habana, donde yo me quedé por sentirla muy en lo hondo de mí misma. En aquel domingo de mi llegada [a fines de 1936] en que le conocí la sentí recordándomela, creía volver a Málaga con mi padre joven vestido de blanco —de alpaca— y yo niña en un coche de caballos. Algo en el aire, en las sombras de los árboles, en el rumor del mar, en la brisa, en la sonrisa y en un misterio familiar. Y siempre pensé que al haber sido arrancada tan pronto de Andalucía tenía que darme el destino esa compensación de vivir en La Habana tanto tiempo, pues que las horas de la infancia son más lentas. Y ha sido así. En La Habana recobré mis sentidos de niña, y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del destierro y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Por eso quise sentir mi destierro allí donde se me ha confundido con la infancia.1

Sucede que ningún país está únicamente en su territorio ni en los connacionales que viajan más allá de sus fronteras. La memoria y la nostalgia —de las que con tanta fineza habló la filósofa— se alían con los fenómenos geográficos y atmosféricos y con la extrema sensibilidad poética para desvelar una evidencia no evidente, una evidencia que casi requiere de un vidente para aparecérsenos cara a cara: la evidencia de que el círculo de pertenencia de cada persona a sí misma y el círculo de pertenencia de esa persona a un país específico establecen una relación complejísima, entrecruzada de infancia, esto es de tiempo, y de otras edades y de sensaciones y de espacios y estados de ánimo y desde luego de personas que van y vienen y de intereses y deseos en juego.

El Romanticismo, sin duda, sabía de esto. Y ya que en este 2024 se están cumpliendo 250 años del nacimiento de Gaspar Friedrich, podemos evocar esos paisajes vistos por su pincel como totalidad, pues precisamente de totalidad en el tiempo y en el espacio ha estado muchas veces ávida la sensibilidad poética.

Ahora bien, esta sensibilidad no es exclusiva de quien escribe versos: habita en todas las personas, solo que la lírica logra atraparla y exponerla “en nombre de todas y de todos”, como dijo Ramón López Velarde hace ya más de 100 años.

Por aquellos años del autor de La Suave Patria, un poeta experimentó la “apatrididad del Ser” de la que luego habló Martín Heidegger. Se trata de Rainer María Rilke. El autor de las Elegías de Duino encarna la permanente búsqueda del espacio geográfico preciso para que la poesía se le volviera pertenencia plena. De hecho, viajó desde la Ronda andaluza hasta San Petersburgo asediando paisajes que dialogaran con aquello que su sensibilidad y su inteligencia iban pidiéndole. Y ello era un rechazo tácito a las divisiones en imperios y naciones que estaban causando tantos trastornos y que terminaron siendo corresponsables de las dos guerras planetarias.

La apatrididad del Ser puede adquirir un signo positivo; escribió la filósofa:

Y en el orden de las culturas y aun de las formas políticas, toda universalidad ha sido a costa de ciertos olvidos en lo inmediato nacional. Y por mucha que sea la boga de los nacionalismos, nadie podrá persuadirnos de la nobleza de esta universalidad y aun de su mayor sentido práctico.

Estas palabras poseen la dignidad de una experiencia vivida día a día, paso a paso, gota de nostalgia a gota de nostalgia en el exilio, esa apatrididad involuntaria (pues existen las voluntarias, como la de Rilke a inicios del siglo XX, tal vez como premonición de la pérdida de nacionalidad que él mismo habría de sufrir con la disolución del imperio austro-húngaro en 1916).

Se trata, en suma, de una negociación entre dos pertenencias dentro de nosotros: un poco menos de temperatura nacionalista para un poco más de calidez humana, humanística, humanitaria, universal.

En ese contexto, la cercanía entre las Américas puede ser un magnífico paradigma, un sobrio ejemplo:

Esta reconciliación es, sin duda, la de las dos Américas. La unidad necesaria hoy más que nunca, en cada instante más urgente. Unidad de propósito y destino; unidad de espíritu y acción. / […] Mucho se ha hablado de esta unidad de las Américas, mucho, también, de la unidad de la Hispana con España. […] Banderas, salutaciones, palabras olvidadas no más pronunciadas, sin ningún valor actuante. 3

El exilio dentro de un país con la misma lengua, con historias cruzadas, con momentos de encuentro y momentos de conflicto, con paternidades y maternidades y fraternidades amigas y enemigas… ese exilio tendrá siempre un toque de extrañeza dentro de lo más familiar y de familiaridad dentro de lo extraño.

Y queda siempre la tarea de volver acciones colectivas esas otras acciones a veces íntimas, a veces secretas, a veces misteriosas: las palabras.

Pues bien, las tres personalidades cuyos libros confluyen en bibliotecas, librerías, ferias, nos ayudaron a una de las grandes tareas de nuestro tiempo para más de 500 millones de hablantes: seguir pensando en español, seguir escribiendo, seguir dialogando, seguir publicando y leyendo, sin que eso sea un fomento del monolingüismo.

Y todo esto está en los libros, esas patrias últimas de la expresión escrita. Uno pasea por una biblioteca, por una librería, por una feria del libro y tiene derecho a preguntarse por cuántos misterios resueltos pasa uno de largo, simplemente porque no tiene tiempo para abarcarlos o porque no tiene quién le brinde orientación en medio de tantas ofertas.

Una persona se vuelve un libro. ¿Es esto ya otra forma de exilio? Una persona da la vida por su libro, por un libro, por un par de libros, por un par de páginas. Y allí queda, mucho menos embalsamada que los muertos egipcios. Quedan emociones suyas, visiones y quizá nunca, no necesariamente, ya nunca o ya muy poco una cara, una complexión, un color u otro.

Pasear por los pasillos de una feria es pasear por ámbitos donde se han consumado metamorfosis. Épocas están allí. Vestigios de voces de otras latitudes y otras eras.

Notas: 1. José Lezama Lima–María Zambrano. María Zambrano– María Luisa Bautista. Correspondencia. Edición de Javier Fornieles. Prólogos de Eloísa Lezama Lima y Tanghy Orbón. Sevilla: Espuela de Plata, 2006, p. 119.

2. “Isla de Puerto Rico (Nostalgia y Esperanza de un Mundo Mejor)”, en María Zambrano. Islas. Edición de Jorge Luis Arcos. Madrid: Editorial Verbum, 2007, p. 14.

3. Íbidem, p. 15.

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