Al doctor José Narro Robles y su distinguida familia, en solidaridad.


La cultura letrada anda con algunos problemas.

Ya es un lugar común: el término cultura deja definirse de cien o más maneras.

A mí me resulta práctico distinguir entre cultura popular (su medio más poderoso es la voz), cultura letrada (el libro) y cultura mediática (las pantallas).

Cada cultura busca ofrecernos una visión íntegra de la vida, incluso del universo: una cosmovisión.

Este asunto se revisa en mi libro La muerte de la cultura letrada (Universidad Nacional Autónoma de México, 2014).

Por allí postulo que la obra de Juan Rulfo es una logradísima convergencia de esas tres culturas; es una destilación e incluso una sugerente conciliación.

Los hábitats naturales de las culturas populares y letradas se encuentran, según percibo, amenazados: invasiones múltiples.

Desde luego, no se trata de fosilizarlas, de detener sus dinámicas, sino de advertir cómo perdemos cosmovisiones enriquecedoras, más aun en un país catalogado como reserva de lenguas y tradiciones.

En todo caso, Rulfo nos enseña precisamente a que conjuguemos y sinteticemos lo más valioso de las vertientes orales, de la literatura universal, del teatro, del cine, la fotografía, la arquitectura, la radio.

La gran arquitectura suele ser cultura a la vista, habitable. Por ejemplo, el campus central de Ciudad Universitaria, patrimonio de la humanidad, parece una metáfora del Valle del Anáhuac, con edificios como símbolos de cordilleras y con sus “islas” de árboles como recuerdo de las islas donde se fundó la civilización mexica, allá por 1321 o 1325.

Y la lengua de todos los días guarda vestigios de nuestras intuiciones: llamamos “islas” a esos pequeños refugios como sugerencia de que hemos comprendido la intención poética de quienes construyeron el Campus Central hace ya más de setenta abriles.

Un poco hacia el norte, ya sobre avenida Copilco, Eje 10, nada lejos del acceso por las facultades de Odontología y Medicina, se ha alzado con esfuerzo una pequeña librería de libros antiguos, el Gato Literato.

Ahora se encuentra clausurada, pese a que cumple con todos los requisitos de seguridad que se le han solicitado. Y la multa es impagable para un establecimiento que sobrevive con mérito doble: cultural y comercial. (Quizá si unas 800 personas diéramos 100 pesos cada una podríamos ver reabierto ese espacio de la cultura letrada; hoy son tan escasos tales espacios que ya podemos llamarlos “santuarios”, como el refugio de las mariposas monarcas.)

Esto de comprar y vender libros de primera o segunda mano es una tarea que en México se asoma al abismo del heroísmo terminal: muchos factores se unen para que la cultura letrada no contribuya como se debe a la edificación de los imaginarios colectivos autóctonos, expuestos a la colonización permanente de las series de “héroes” norteamericanos y al desaliento provocado por las series sobre más de un impresentable.

Sigamos hacia el norte: sobre Universidad sobrevive la Librería Novo con libros de segunda mano y alguna que otra sorpresa: allí encontré el Lincoln de Gore Vidal y ejemplares de aquella colección pequeña, roja, acolchonada, de Aguilar, de allá de unos años setenta en que a los editores no les daba miedo editar libro de mini bolsillo, a precio estudiantil.

Una foto de 1946 nos avisa que la hoy Glorieta de los Coyotes y la hoy avenida Miguel Ángel de Quevedo, con corrida oriente-poniente, se alzaron por esas fechas. El volumen Ciudad. Intervenciones. Cuatro propuestas ciudadanas (Universidad Nacional Autónoma de México, 2023) ofrece sugerencias muy concretas para convertir dicha Glorieta en un modelo incluso internacional de elegancia y funcionalidad.

Pues bien, muy conocidas son las librerías Mauricio Ashar (Gandhi), Octavio Paz (Fondo de Cultura Económica) y del Sótano sobre Miguel Ángel de Quevedo.

Un poco más al nororiente, sobre Zaragoza, ya en el corazón del barrio de Coyoacán, se erige la casa “fortaleza” del cineasta Emilio Fernández. La casa nos presenta una oportunidad de ver “Teatro (en) breve” con piezas simultáneas de unos quince minutos. Me alegra ver las oportunidades de producción y actuación para mucha gente, en especial joven. “Teatro (en) breve” es otro ejemplo de diálogo entre las tres culturas mencionadas.

A cada rato vivimos una diferencia decisiva entre la ciudad y el campo, sin que pensemos mucho en ella: en muy pocos metros cuadrados citadinos coexisten dificultosamente muy disímiles funciones, personas, objetos, intereses, propósitos; el campo, en cambio, ni puertas puede tener. Vecinos de la casa “fortaleza” se han quejado de algún ruido durante las funciones de fin de semana. Parece ser que ya se resuelve el problema.

Y al extremo norte de la urbe se alza otro célebre ámbito universitario: el casi fantasmagórico Chopo.

Desde el jueves pasado, día 8, hasta hoy, domingo 11, se está representando Sin fecha de caducidad. Pieza documental para repensar la vejez, de la dramaturga Edurne Goded. Ella misma es la directora.

El lugar preciso es el Foro del Dinosaurio, del Museo Universitario del Chopo, que forma parte de la Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad.

La semblanza del propio Museo nos señala que Edurne Goded Garzón egresó de la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras y se especializó en dirección.

La autora despliega “su trabajo artístico en el marco de la compañía de teatro documental con perspectiva de género Verbo Delta de la cual es directora” a partir de 2015.

Imparte clases desde casi inicios del siglo y se apasiona por la “pedagogía teatral”, por los talleres y el cine. “La búsqueda por abrir espacios sororos de diálogo entre mujeres la ha llevado a desarrollar sus piezas en las que se entretejen las voces de personajes clásicos con las voces de los testimonios de mujeres de diferentes edades y contextos.”

El boletín acerca de Sin fecha de caducidad nos señala que la obra trata acerca del envejecimiento. La vejez implica el temor a perder “la belleza física”, salud, memoria; se trata, en fin, “de un proceso de duelo para el que nadie nos ha preparado”. Estamos ante “una pieza documental íntima, reflexiva y con humor para establecer un diálogo intergeneracional, entre mujeres, que plantea la complejidad emocional de envejecer”.

Actúan Mónica del Carmen, Regina Flores Ribot y Tae Solana.

La pieza forma parte de “la trilogía No somos una, la cual busca visibilizar la vejez como una de las problemáticas de género menos atendidas y su significado actual”.

Desde otra trinchera por el teatro, este lunes Miguel Ángel Quemáin transmitió interesantes palabras de David Olguín, coordinador de El Milagro.

Nuestro teatro vive: la cultura letrada tiene allí un espacio de expresión.

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