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“Mis aguas / no conocen / la sensación / de lo perfecto”, dice la colombiana Velia Vidal en su poema “Isar”. La escritora, promotora de lectura, gestora cultural, investigadora y directora de la corporación cultural Motete (amadrinada hoy por Irene Vallejo) y de la Fiesta de la Lectura y la Escritura del Chocó (Flecho) es agua y sangre, es tierra y monte, es selva y lluvia.
Su literatura fluye auténtica con un lenguaje que se abre generoso para contarnos las historias de los abuelos, el andar de los ríos y los mares, el nacer de las plantas, los hilos y los nudos de las palabras, pero también para preguntarse por los ciudadanos que ignoran las aguas, por los pozos negros y la desidia, por la esclavización, la tala de bosques y la explotación, el abandono y el racismo, el ser de la literatura y la lectura como actos políticos, por la palabra como necesario lugar de encuentro.
Su obra transcurre entre el ensayo, la poesía, la epístola y el cuento en libros como Oír somos río (2019), Aguas de estuario (2020), Para vernos mejor (2022), Cuerpos de agua (2024), Chocó: selva, lluvia, río y mar (2023, ilustrado por Geraldine Ramírez) y Diez lunas para una espera(2024, ilustrado por Natalia Rojas Castro). En todos, la prosa o el verso que indaga y que narra sobre las geografías sociales e íntimas de lo que somos. Conversamos con la escritora reconocida con mención de honor por el Centro de Estudios Afrolatinoamericanos de Harvard.
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Usted ha escrito ensayo, cuento, poesía… ¿Cómo define cuál es la voz y el lenguaje narrativo que le permite contar o acercarse de la mejor manera a una historia?
Siempre lo pienso antes, independientemente de que lo que esté escribiendo. Por ejemplo, hace poco empecé el proyecto Medusa, que desarrollo con unos petroglifos que fueron llevados de Colombia al Museo Británico en Inglaterra hace 100 años. Cuando supe de esta historia me pareció fascinante investigarla, e inmediatamente comprendí que sólo podía escribirla como poesía porque es una historia tan compleja… Lo que surgió en mí, lo que me dictó el deseo, las asociaciones que empezaron a surgir me hicieron entender que solamente podía expresar todo eso en poemas. Te resumo la historia: la isla Gorgona (en el Pacífico colombiano) fue una prisión, y Medusa fue una gorgona, abusada y luego castigada. Se le quitó la belleza y así quedó condenada a ser un monstruo feo, uno que convertía en piedra a quien lo mirara; fue una condena doble y triple. Para mí es muy curioso que hayan llevado petroglifos de la isla que te convierte en piedra, entonces lo que pienso es que la isla les dio piedras a sus habitantes en algún momento para que hicieran estos petroglifos. Cuando vas a la cárcel en ruinas ves que los presos escribían en sus paredes, que son otra forma de piedra. Es decir, hoy visitamos las ruinas y vemos estos neopetroglifos como otras formas de escritura. Mi planteamiento es que Gorgona —una isla deshabitada que es en sí misma un fragmento de piedra, porque eso son las islas en alguna medida—, la Medusa, les dio la piedra a sus hijos para que dejaran testimonio de su existencia.
Hay una gran complejidad en ese concepto…
Y por eso es por lo que escribir un ensayo sobre eso es una mentira, es ficción, yo no tengo cómo demostrarlo; tampoco quiero hacer un cuento sobre eso porque me parece que es reducido. ¿Qué asociación me surgió? Un poemario, que apenas estoy rayando. Todo el tiempo estoy pensando qué voy a hacer. En mi dimensión como escritora de literatura infantil, como activista, como investigadora y como creadora en general, cada proyecto me lo dice desde el principio: yo quiero salir en poesía, yo quiero salir en ensayo, yo quiero salir de esta u otra forma. Por ejemplo, hay un proyecto de no ficción sobre todos los conceptos de la afrolatinoamericanidad, que se complementa con un tercer poemario que voy a trabajar, titulado Prometeo de la libertad y trata sobre los procesos abolicionistas en América Latina. A mí me da mucha pereza hacer un ensayo sobre los procesos abolicionistas de la región porque hay montones; yo lo que quiero es hablar de esas gestas como épica, entonces voy a hacer un poema largo.
Con la frase “El Atlántico es memoria de los traídos” se reitera la idea del agua como un elemento presente en toda su escritura, que además tiene una poderosa simbología.
El agua para mí es constitutiva. Yo nací a 80 metros del mar, a 40 metros de la quebrada. Nosotros vivimos con una humedad relativa superior al 95%, así que, del aire que respiramos, más del 95% es vapor de agua. Todo el tiempo está cayendo y corriendo agua a nuestro alrededor, y toda nuestra vida se define por ella: si la marea sube, si baja, si el río está seco, si está crecido, si llueve o no, y como tenemos mareas por la atracción de la luna, siempre tenemos que estar muy atentos del agua. Yo no sé cómo es una vida que no esté determinada por ella. Para nosotros el agua es la vida real, el mar, el río, la lluvia, la cascada, la quebrada, el agua del monte, los árboles que siempre están botando agua, el agua del aire, el vapor de agua, la ropa que no se seca... ¡Es nuestra vida cotidiana!
¿Cómo se enlazan el agua y la memoria en su obra?
Para nosotros fue determinante: sin cruzar el Atlántico no hubieran venido los esclavizados, en unos viajes que además son complejos porque muchos de ellos no conocían el mar (eran originarios de poblaciones del centro, que no están a orillas del mar). Fueron todas las opresiones, la imposición de enfrentarte a un cuerpo de agua que era desconocido para ti, aunque tenías relación con otros cuerpos de agua… Y además todas nuestras poblaciones están ligadas al agua; todos llegamos por ella y por caminos de trocha. En Chocó te mueves por el agua —las carreteras son una cosa muy reciente— y luego sales a otra quebrada, andas en botes y haces caminatas por la selva, así que la toponimia está marcada por el agua. La terminación dó significarío y muchas de nuestras poblaciones se llaman así: Quibdó, Tadó, Bagadó… Toda nuestra historia presente y pasada está ligada al agua. Cuando yo pongo eso en mis libros es porque no sé otra forma de vivir la realidad, no tengo otras formas de interpretar; es como soy yo. En Aguas de estuario, que son cartas tan transparentes, todas mis metáforas son con el agua…
Y en su poesía también cuestiona nuestra relación utilitarista con el agua, por ejemplo.
En Cuerpos de agua hay un poema que se llama “Bogotá”; a mí me impresiona que sus ciudadanos no son gente del río, teniendo un río enorme. No lo miran, y cuando lo hacen es también de una manera utilitarista para decir: está muy contaminado, no tenemos agua; pero no hay amor por el río. También me impresionó cómo, en esos meses de tantos incendios en Bogotá, la gente aplaudía la lluvia; ¡fue lindo! Y yo dije: a ver si entienden que esta agua es tan importante; es una ciudad muy determinada por el agua, llena de humedales y los taparon, los secaron. Es una cosa súper violenta; ¿cómo no se duelen? Eso me ha impactado mucho siempre, desde niña. La primera vez que fui a Cali pasaron tres días y no llovía; yo le decía a mi tía: ¡Aquí nunca llueve! O cuando vi los primeros cielos sin nubes: ¿Dónde están las nubes? Para mí es extraño que se constituya la vida lejos del agua, si toda la tierra está determinada por ella, como nuestro cuerpo. En ese libro de poesía también termino hablando de eso: de los cuerpos que regresan al mar, al agua.
¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de esas lecturas que la empezaron a alimentar?
Mi familia siempre ha sido muy parlanchina, muy musical, de artistas, tocadores de guitarra, entonces la palabra siempre estuvo en el centro de mi vida y fue fundamental en mi crianza. Yo siempre tuve la libertad de conversar con mi abuela, que fue mi primera mamá; siempre hablábamos de igual a igual, hasta el sol de hoy. Siempre tuvimos conversaciones, incluso conversaciones muy adultas. Ella tomaba tinto (café puro) con mi tía Elvia y yo lo preparaba, e iba tomando sorbitos; era todo un ritual; conversábamos y ella siempre me preguntaba qué pensaba yo sobre muchas cosas. Mi papá era un gran orador, muy conversador. Y como en la casa éramos muchos, siempre había unas discusiones enormes. Lo primero que me alimentó fue eso, las conversaciones, que son una forma de literatura. Siempre nos contaron las historias de los abuelos y para mí la génesis de cualquier literatura fueron las conversaciones de y con mi familia.
De ese aprendizaje, esas experiencias y ese andar, ¿cómo hace presencia la naturaleza en su literatura?
La naturaleza es constitutiva en mi literatura; ella está ahí totalmente. Hace poco escribí un cuento que se llama “Anamú”, que sale el próximo año en Reino Unido. Yo no sabría cómo explicarlo, pero en el cuento llueve todo el tiempo. Era lo que tenía que pasar y yo no tuve que hacer ningún esfuerzo para eso. Por supuesto, luego tengo que revisar el rigor que implica la escritura, pero no es que yo haya dicho: oy a hacer un cuento en el que llueva todo el tiempo, no. Yo tenía una historia que estaba marcada por eso. Yo no traje la lluvia como un elemento extraestético, sino constitutivo; igual pasó con el anamú, que es una planta, con el mar que subía y bajaba. Todo el tiempo nosotros hacemos un ejercicio de nombrar las aves, los árboles, cosa que para mí es muy importante. No podemos ser ligeros para nombrar la naturaleza porque sería como despersonalizarla, desnaturalizarla. Todo el tiempo peleamos para que no nos deshumanicen, pues qué bueno que no desnaturalicemos la naturaleza.