Alejandro Aurrecoechea Villela
Poeta y traductor
@aurreca
Se acerca el fin de año y no debe pasarse por alto el centenario de la publicación de una de las novelas cumbre de la literatura universal y, para algunos, la mejor novela del siglo XX. Me refiero a La montaña mágica, del premio Nobel Thomas Mann. Los apasionados de la literatura frecuentemente recuerdan la lectura de este libro como un rito de iniciación, considerándolo un clásico con plena vigencia. Al respecto, llama la atención que la novela más reciente de Olga Tocarzuk (Premio Nobel 2018), Empujón. La medicina natural del horror, abreva en esta obra poniendo como escenario a Polonia.
Entre las razones del atractivo de este libro se puede señalar que anticipó ideas imperantes en el periodo de entreguerras del siglo pasado, las cuales habrían de marcar la historia europea, como la psicología y el antisemitismo, a la vez que delineó debates que continúan vigentes hasta nuestros días, notablemente la pugna entre fe y razón. Son memorables las discusiones en ambiente de alta montaña entre los personajes Ludovico Settembrini y Leo Naphta. El primero es un librepensador que representa la defensa de los ideales de la Ilustración, la razón y el progreso en contra de fuerzas atávicas y oscurantistas. Su contraparte, judío converso y miembro de la orden Jesuita, defiende la validez de perspectivas metafísicas y creencias tradicionales que, en su opinión, dan sentido a la experiencia humana. También es muy recordable el personaje de Mynheer Peeperkorn, un aventurero bien parecido que atrae a los residentes por su fuerte personalidad y alegre carácter así como por su gran habilidad para opacar, desde una perspectiva anti intelectual, a los dos altivos polemistas.
Otros pasajes clave versan sobre la naturaleza de la experiencia romántica a partir de la atracción que siente el personaje principal de la novela, el aprendiz de ingeniero Hans Castorp, hacia la también convaleciente Claudia Chauchat. En un momento de franqueza, Castorp, quien llegó al sanatorio para descansar tres semanas pero acabó quedándose siete años, transmite a Claudia su creencia de que la fiebre que tiene es un síntoma de su pasión hacia ella y una manera de permanecer en su proximidad. A su vez, defiende el carácter atemporal del amor argumentando que sus sentimientos románticos son sólo un continuación de su primer flechazo juvenil.
De manera relacionada, un hilo conductor del libro son las fluidas fronteras entre el tiempo real e imaginario, que se evidencian para quienes permanecen aislados en las alturas. Mann busca hacer del tiempo el sujeto mismo de la novela, el cual se articula por medio de la acción de los personajes. Así, el sanatorio en la montaña es el sitio en que se puede atisbar el tiempo sustancioso en contraste al tiempo vacío en el “mundo de abajo”.
El ambiente lánguido y onírico que allí se vive no genera un impulso a la huida como se esperaría en un ambiente de hospital. Al contrario, provoca atracción y apego. Una escena clave es cuando el director del sanatorio le da permiso a Castorp de regresar a casa pues sus síntomas han mostrado mejoría. Sin embargo, éste evade la sugerencia quedándose internado varios años más.
La negativa a alejarse de un mundo de enfermedad y muerte en aras de obtener algo superior constituye la clave de la novela y, más aún, un aspecto toral de la obra de Mann. Castorp verbaliza de esta forma su convicción existencial: “Hacia la vida conducen dos caminos: uno es el habitual, directo y como es debido. El otro es terrible, pasa por la muerte y ése es el camino genial”.
Así, la decisión de Castorp de quedarse en el sanatorio implica buscar este último camino, riesgoso y genial. En ello se encuentran ecos de dos obras maestras previas de Mann: los cuentos largos Tonio Kröger y Muerte en Venecia. En el primero, el joven artista Kröger quiere participar en las “delicias de lo normal” y ve con envidia a los atractivos y alegres burgueses que lo rodean y bailan despreocupados. Le gustaría ser como “los que tienen los ojos azules, que no necesitan del espíritu y pueden disfrutar de la vida en su seductora trivialidad”. Pero desiste a ser parte de ellos reconociendo que, por un lado, siempre será extraño a sus ojos y, por el otro, que no puede actuar de otra forma dada su condición de artista. Al haber atisbado ya la alta belleza que provee la vida intelectual, prefiere la soledad y la melancolía que conlleva, que a su vez proviene de una “reminiscencia de la felicidad proveniente del alma” y del sentimiento de que el “corazón está vivo”.
En Muerte en Venecia se da otro ejemplo de un personaje que toma el camino riesgoso, esta vez con desenlace fatal. El afamado escritor Gustav von Aschenbach toma vacaciones de cura en el Hotel des Bains del Lido de Venecia, y tras unas semanas decide regresar a casa. Ello, no sólo para marcar distancia con respecto al joven Tadzio, que lo ha obsesionado durante su estadía, sino también para evitar el clima que no le sienta bien. Empero, en la estación de trenes, a punto de dejar la ciudad, pretexta la pérdida de sus maletas para volver al objeto de su obsesión, a pesar de saber que una mortal epidemia se extiende. Pero Von Aschenbach halla la muerte al tratar de asir la belleza ideal representada por Tadzio.
Así, en las tres obras está la misma “apuesta fáustica”: tomar el camino más complicado en aras de vivir la vida genial. Según Mann, Castorp “llega a comprender que toda salud superior tiene que haber pasado por las profundas experiencias de enfermedad y muerte, como el conocimiento del pecado es una condición previa para la redención”.
Seguir este camino genial, que brinda apoteósicas mas fugaces alegrías, hace de von Aschenbach, Castorp y Kröger personajes melancólicos, que no es lo mismo que tristes. Los tres parecerían haberse convencido del dictum de Sócrates: una vida sin explorar no vale la pena ser vivida. Precisamente en la profundización del misterio sobre la personalidad del artista y la gente de pensamiento es donde se encuentra el mensaje inmortal de La montaña mágica.
melc