“Un escritor no elige sus temas —en ocasiones ni siquiera los sitios donde transcurren sus temas—, en el mismo sentido en que ningún hombre es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas”, señala Ignacio Solares en Imagen de Julio Cortázar. Bien leída, la frase resulta central para desentrañar la narrativa del autor, dramaturgo, periodista y editor nacido en Ciudad Juárez en 1945, pues revela dos aspectos clave de su concepción del mundo: el primero está allí, explícito: que los escritores no elegimos nuestros temas, sino que somos de alguna manera elegidos por estos. Vista así, la literatura resulta una disciplina que nos permite confrontar obsesiones personales, convivir con ciertos fantasmas, volver una y otra vez a un momento definitivo de nuestra historia.
Leída con atención, la frase revela un segundo aspecto fundamental en la narrativa de Solares: la idea de que los temas de un escritor están en el mismo plano que sus sueños. En el subsuelo de esas palabras, sin forzarlas demasiado, subyace la certeza de que dedicamos la vida a una doble actividad narrativa: escribimos mientras estamos despiertos; soñamos mientras estamos dormidos. Los problemas comienzan cuando uno de estos flujos narrativos —o ambos— se interrumpe. Tal ausencia es un fenómeno clave en la vida y la obra de Solares: el insomnio. Se trata de una condición que estaba ya presente en Puerta del cielo, su primera novela, hasta su último libro, Novelista de lo invisible, entrañable serie de conversaciones que sostuvo con Pepe Gordon, uno de sus amigos más cercanos.
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“¿Cómo están durmiendo?”, solía preguntar el maestro Ignacio durante las reuniones virtuales que los viernes al mediodía sostuvimos durante los años de pandemia. Conmigo, que sufro rachas de insomnio, era más específico: “¿Cuántas horas dormiste?” La pregunta daba pie a un recuento que cada semana actualizábamos: una lista de autores y personajes insomnes. Así, Solares recordaba, por ejemplo, que André Gide solía anotar en su diario cuánto había dormido, de qué hora a qué hora, incluso los remedios que intentaba y que iban desde rodilleras de lana hasta duchas frías. El maestro evocaba también el pasaje de El rojo y el negro de Stendhal en donde Madame de Rênal, sin poder dormir, lucha entre permitirse enamorarse de Julien Sorel o contener lo que siente. Alguna vez le respondí con el primer capítulo de Al filo del agua, que evoca a los habitantes del pueblo ya instalados en sus habitaciones pero sin poder dormir. Alguien más bromeaba entonces con que, a la luz del insomnio, el capítulo final del Ulises podía ser interpretado como un final feliz, pues Molly Bloom se queda dormida tras muchas cavilaciones. Y muchas veces repasamos la epidemia de insomnio que azota a los Buendía en Cien años de soledad, situación que induce al pueblo entero en un estado de “alucinada lucidez”.
Como sucede con frecuencia en la mejor literatura, incluso lo más anecdótico suele tener carga simbólica: de este modo, en las novelas y cuentos de Ignacio Solares la dificultad para concebir el sueño suele jugar de distintas maneras.
No dormir para leer
Una primera forma de insomnio es resultado de la avidez por conocer el mundo. Abundan los personajes insomnes que, como le ocurrió a Ignacio mismo, asumen las horas de la noche como una fabulosa reserva de tiempo que se puede emplear, sobre todo, en leer.
“Me volví un aficionado a los libros a tal grado que mi mamá tenía que agarrarme del cuello para llevarme a tomar un plato de sopa”, me contó Ignacio durante una entrevista publicada en este mismo suplemento. “A los once años un pariente nuestro que era médico, Pablo Lavista, nieto del famoso doctor Lavista, me mandó a hacer unos análisis de sangre y resultó que era yo anémico porque por estar leyendo se me olvidaba comer. Ni siquiera tomaba el sol. Vivíamos en un departamento chiquito, con dos recámaras, y yo aprovechaba el día para leer, por la noche no dormía. Por diagnóstico médico me aplicaban unas inyecciones que dolían como demonio; además el médico le ordenó a mi mamá que me alejara de los libros por lo menos seis meses. Me puse tan triste que me los regresaron, porque temían que me pusiera peor con la depresión de no leer. Aún hoy no puedo dormir si no leo por lo menos quince o 20 páginas de algo. Acabo de releer El rojo y el negro, de Stendhal”.
Respecto a esa afición lectora, que persistió por el resto de su vida, Solares le dice a Pepe Gordon en Novelista de lo invisible: “Un amigo me decía: tú no vives, lees. Me podía pasar todo un día leyendo. Y también las noches porque mis angustias me creaban insomnio, un insomnio grave, de a veces dormir una hora, a veces no dormir, de ver el amanecer. Y nunca visité un médico ni tomé pastillas. Llegó un momento en que leía bastante rápido y ahora que lo pienso digo: Dios mío, ¡cómo pude leer todo eso! Me desvelaba, dormía poco y, claro, utilizaba el insomnio para leer. Estoy seguro de que buena parte de mi cultura se la debo al insomnio”.
En otro de sus libros emblemáticos, El sitio, novela ganadora del premio Xavier Villaurrutia 1998, el insomnio obliga al vecino del departamento siete a buscar remedios desesperados, pues “si le continuaban los insomnios (los sedantes más fuertes apenas le hacían efecto) simple y sencillamente enloquecería o moriría”. El personaje, empleado de una agencia de publicidad y padre de cuatro hijos, resuelve comprar un departamento diminuto en un edificio cercano a su casa, “sólo para dormir, no quería el pequeño departamento —ni por la cabeza le pasaba la idea— para otra cosa”.
No dormir para escribir
Un segundo tipo de insomne en las novelas y cuentos de Ignacio Solares representa al escritor: en toda comunidad hay un miembro que no duerme, que de día vive mientras de noche, en lugar de descansar, registra los hechos ocurridos en su entorno. Como le sucedió al propio Solares en su juventud, los personajes terminan por llevar un registro de sus lecturas, bitácora que no tarda en convertirse en un diario. De ese punto, saltar a la escritura literaria es natural.
Eso ocurre, por ejemplo, con el personaje-narrador de La invasión, novela que tiene como centro el ataque estadounidense a México en 1847, la cual derivó en la pérdida de la mitad del territorio mexicano a manos de nuestros vecinos del norte. Los hechos nos llegan relatados por Abelardo, un hombre que escribe sus recuerdos de juventud. “Creo que desde muy niño me empezaron los insomnios. Luego, con la edad, en la adolescencia, se acrecentaron. Y con la amenaza de la invasión yanqui a nuestra ciudad llegaron a ponerme al borde de la locura”, escribe el personaje.
“Una de esas noches en que se antoja cualquier cosa menos cerrar los ojos, y dan ganas de que el sol salga de repente, en plena oscuridad, cuando nadie lo espera. Porque encender la luz es lo mismo: afuera está oscuro, y uno sabe que está oscuro y es esa oscuridad la que no nos deja tranquilos”, cierra el primer párrafo de Puerta del cielo, su ya mencionada primera novela, que Solares escribió en el Centro Mexicano de Escritores, bajo la tutoría de Juan Rulfo y Salvador Elizondo.
Insomnio, puerta del tiempo
En la literatura de Solares, no obstante, las funciones del insomnio van mucho más allá. Como se sabe, la falta de sueño puede llevar a percepciones alteradas de la realidad. Percepciones, cabe decir, que no necesariamente tienen que ser más limitadas que el estado de vigilia. Así ocurre, por ejemplo, con el protagonista de La noche de Ángeles, mi favorita entre sus novelas históricas. Muchas veces comenté con el maestro la estrategia narrativa de esta novela: un homenaje, en clave mexicana, a Julio Cortázar.
En El perseguidor, esa obra maestra que algunos califican como novela corta y otros como relato extenso, Cortázar disecciona a un personaje que se caracteriza por su particular percepción del tiempo. Johnny Carter, jazzista, vive convencido de que, cuando se abstrae, el tiempo fluye a un ritmo distinto. Así sucede por ejemplo cuando está tocando el saxofón, o mientras recuerda amplios pasajes de su vida en el breve lapso que le toma al metro desplazarse de una estación a otra.
Lo mismo ocurre con La noche de Ángeles, novela que recrea momentos clave en la vida del general revolucionario cuyos momentos más gloriosos fueron las respectivas toma de Torreón y de Zacatecas. Resulta clave que el marco temporal en este libro sea la noche, esa etapa tan propensa al sueño. Armada como un contrapunto entre el tiempo real (es decir, el que el general Ángeles tarda en cruzar el Río Bravo) y el tiempo recordado (que remite a pasajes clave de su carrera militar), La noche de Ángeles fluye ágil, entregándonos la esencia del personaje. Pero el contrapunto no sólo tiene esa función: también nos hace ver que, como le ocurre al protagonista del ya mencionado relato de Cortázar, los momentos centrales de cualquier vida, aún la más intensa, pueden repasarse en un instante, acaso un instante que se alarga. A Solares le halagaba cada vez que le decía que estas líneas bien podrían haber sido escritas por Cortázar: “Cabeceó un momento y supuso que se había dormido. Pero vio el reloj y era imposible: de que subieron a la barca habrían pasado apenas unos cinco minutos. ¿Cinco minutos? En realidad acababan de subir y fue a él a quien el tiempo se le estiró como un pedazo de goma”.
Un fenómeno similar ocurre con El sueño de Bernardo Reyes, que perfila al general cruzando el Río Bravo para reingresar en Nuevo León acompañado por media docena de adherentes. Ha vagado durante diez días por el desierto, casi sin comer ni beber nada, y exige ser capturado mientras le aqueja una fiebre que le crea “constantes pesadillas”. Solares lo retrata en su último intento de sublevación preso de “la locura de un sueño”, y agrega “Como dijo el poeta: la locura es un sueño que se fija”. La vida entera del general Bernardo Reyes se reduce a su último momento. Un momento en donde su conciencia, en vez de apagarse, se expande con la claridad de quien ha comprendido el sentido de la vida.
El sueño, llave del laberinto
El último, es decir, el más alto nivel del insomnio y del sueño en la obra de Solares, lo encontramos en aquellos relatos en que la noche tiene la posibilidad de alterar la percepción, disociando al personaje no sólo de su tiempo, también de sí mismo. Pienso una vez más en dos de sus autores favoritos: en La metamorfosis de Franz Kafka, Gregorio Samsa despierta transmutado en un insecto tras un sueño intranquilo. ¿Ha sido el sueño el detonador, o al menos el caldo de cultivo, de esa transformación? ¿Qué clase de sueño pudo provocar semejante cambio? En el mismo tenor, surge otro de los cuentos de Cortázar: “La noche boca arriba”. A grandes rasgos, el relato nos cuenta lo que le sucede a un motociclista que sufre un accidente. Tendido en el quirófano, su esencia se confunde con la de otro hombre que, intuimos, vivió siglos antes. Un guerrero perteneciente a la extinta (e imaginaria) tribu de los motecas. La fusión de esencias se da justo en el momento en que el guerrero está por ser sacrificado. ¿Es un sueño, un delirio, una conexión real?
En la obra de Solares, este procedimiento de dislocación del yo sucede con relativa frecuencia. Ocurre por ejemplo en el arranque de Anónimo, cuando escribe: “Parece cosa de risa, pero aquella noche desperté siendo otro. Se dio así nomás, al abrir los ojos y comprobar que mi cuerpo no era mi cuerpo…”.
En otra de sus novelas emblemáticas, No hay tal lugar, el autor consigna la excursión de un jesuita, el padre Lucas Caraveo, en busca de una comunidad perdida en la sierra Tarahumara. El libro contiene valiosas meditaciones sobre la necesidad de replantearnos el papel del dolor y de la muerte. En el momento clave del relato, bajo un cielo cuajado de estrellas que parecen al alcance de la mano, el padre Caraveo siente, por fin, la cercanía de lo divino. En ese punto remoto de la Sierra Tarahumara, Caraveo encarna la paradoja de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola: es preciso retirarse del mundo para entenderlo mejor. Como le ocurre a Luis, el joven seminarista que protagoniza El juramento, Caraveo comprende que la realidad que hasta entonces ha habitado es ilusoria. Un espejismo sospechosamente simple. Como consecuencia la realidad estalla, se fragmenta y se vuelve compleja.
Es aquí donde el círculo se cierra y los extremos se tocan: al final de sus búsquedas, el maestro encuentra que la salida del atroz laberinto está en el punto mismo de entrada: la literatura ¿qué es leer, qué es escribir, si no la posibilidad de escaparnos de la prisión del yo y vivir otras vidas?
Es verdad: un escritor no elige sus temas —a veces ni siquiera los sitios donde transcurren sus temas—, en el mismo sentido en que nadie es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas. La trayectoria de Ignacio Solares nos muestra que la libertad, en todo caso, estriba en qué hacemos con ese cúmulo de sueños y pesadillas que nos han sido asignados. Y que una de las mejores cosas que podemos hacer con ellas es literatura.