Tenía años de no asistir a los conciertos que se programan en el Conservatorio Nacional de Música, más que por la distancia y el tráfico, por la pena de escuchar los decrépitos pianos del plantel. Gracias a la generosa donación que realizó Citibanamex de un Bechstein de gran concierto, valorado en más de cinco millones y medio de pesos, se ha programado una atractiva serie de presentaciones que, por el momento, concluirá el próximo 14 de febrero con un homenaje a Gonzalo Curiel, a cargo del tenor Fernando de la Mora.

El anuncio de que el programa del jueves seis de junio estaría a cargo de Jorge Federico Osorio, nuestro gran pianista y el máximo intérprete que se ha graduado en dicha institución, venció mi reticencia y me apersoné en el Auditorio Silvestre Revueltas del vetusto plantel de Masarik. El programa, decantado a través de años en su repertorio, inició con uno de los corales de Bach mejor transcritos por Busoni, Nun Komm’ der Heiden Heiland, BWV 659, que permitió aquilatar la opulenta sonoridad del nuevo instrumento.

La monumental Sonata en Si bemol, D. 960 de Schubert redondeó la primera parte. Con sensibilidad e inteligencia, Osorio escogió unos tempi que, sin restarle dramatismo, permitieron fluir estas añorantes melodías en las que algunos pianistas se han regodeado hasta la asfixia… porque, por mucho que Schnabel dijera que “la grandeza de un artista se mide en cuán lento puede tocar los tiempos lentos”, no es lo mismo hacer el Molto moderato inicial en los 19 minutos que lo interpreta nuestro compatriota, que en los 26 de Richter… ¡por muy Richter que sea! La velada continuó con las cuatro Baladas, Op. 10, de Brahms, refrendando el por qué la comprensión de Osorio a este cuaderno le mereció todos los elogios de la revista Gramophone cuando, en los 80, apareció su grabación de esta obra en el sello inglés ASV.

Cuatro décadas más tarde, el disco más reciente del Maestro Osorio se titula “Conciertos Románticos” e incluye sendas partituras concertantes de dos compositores mexicanos, Ricardo Castro y Manuel M. Ponce, mismos que coronaron este programa. Del primero brindó su Mazurca melancólica y ese caramelito de exquisita factura que es su Berceuse, Op. 36 n. 1; de Ponce hizo su Romanza de amor y una apasionada lectura de su Balada mexicana que cosechó una ovación tan larga y calurosa, que correspondió a ella bisando con el último de los Préludes, de Debussy: Feux d’artifice, dicho con tal maestría, que, de habérselo escuchado, el pianista español que días después se agarró a trancazos con el Segundo Concierto, S. 125, de Liszt, como solista de la Chafónica en el Blanquito, no se habría atrevido a ofrecerlo como encore… y es que, artistas con el refinamiento, el dominio técnico pero, sobre todo, el conocimiento estilístico del Maestro Osorio, ¡hay muy pocos!

Y es que no es cosa de nada más tocar las notas. Pianolas humanas abundan en la actualidad. Comprender “lo que se dice” y tener “el toque” que da singularidad a la voz de cada autor requiere años de estudio y –además de escuchar mucho y bueno- haber abrevado directamente de la tradición y, en eso, Osorio ha sido afortunado: su primera maestra fue la gran Luz María Puente, su madre, y tras haber hecho la carrera en el Conservatorio en un tiempo récord –entró en 1963 y se tituló en 1967- estudió con figuras legendarias como Bernard Flavigny, Monique Haas, Jörg Demus, Jacob Milstein, Nadia Reisenberg y Wilhelm Kempff, y eso, se nota.

Siendo el piano el instrumento en el que se centran mis afectos, procuro estar al pendiente de nuestros más prometedores talentos y me entristece corroborar que, hoy, imperan productos mediáticos y publicitarios, “influencers” (farsantes, diría mi abuelita) que podrán tener miles de seguidores, pero son incapaces de sentarse y tocar con la seguridad y solvencia de un verdadero pianista, por muchos concursos patito que digan haber ganado. Insisto: con seguridad y solvencia… con suerte, el apego estilístico llegará después.

Por ello, haber presenciado el desempeño de dos talentosos jovencitos me llena de alborozo y considero imprescindible alentarlos, con el anhelo de que continúen sus estudios con mejores guías ya que, como me confió el maestro de uno de ellos cuando lo felicité por su alumno, “es tan talentoso que toca… a pesar del maestro”, y dicha frase aplica para ambos chicos.

El guerrerense José Mario Ramírez (1999) fue el primero de ellos. El día 12 asistí al examen que presentó en la Sala 222 de la Escuela Superior de Música del Cenart. Ciñéndose al plan de estudios, ofreció un recital que resultó una suerte de ensalada con ejemplos de diferentes períodos: una obra barroca, una sonata clásica, dos estudios de virtuosismo, una obra del siglo 20 y una mexicana.

Independientemente de la seguridad con que tocó, los resultados fueron diversos: celebro que en su Sonata de Mozart –la K. 332- ornamentara con variantes las repeticiones. Ésta obra fue de lo más pulido, pero, estilísticamente, dichas variantes no fueron las más afines; aunque, donde más me desconcertó, fue durante la Mazurka n. 20/23 de Ponce, que ni era Ponce, ni era mazurka. Soy consciente de que tocar en un examen es un reto mayúsculo y cualquier desliz producto del nerviosismo es peccata minuta. Lo importante, es la comprensión y la solvencia técnica, y José Mario hizo patente su destreza en los estudios que presentó: el Op. 10 n. 10 de Chopin y Mazzepa, de Liszt; hago votos porque tenga la inteligencia para elegir mejores modelos a seguir, cuando le llegue el tiempo de completar y madurar las Klavierstücke Op. 118 de Brahms. Ahora, solo presentó la mitad.

Sin ser un examen, el recital que ofreció el polifacético tapatío Alexander Vivero (2008) el sábado 15 en el Auditorio de la Universidad Panamericana me dejó muy bien impresionado. Reacio que soy a los “niños prodigio”, Vivero me sorprendió con la pasión, convicción, sonoridad y madurez con que recreó las tres demandantes sonatas que conformaron su propuesta: la Op. 35, de Chopin, la Op. 31 n. 2, de Beethoven, y la Op. 28, de Prokofiev. Fuera de programa, hizo alarde de versatilidad al bisar con su arreglo de Fly Me to the Moon, de Bart Howard, ¡ya quisieran su soltura varios consumados jazzistas!

Hace 128 años, Amado Nervo daba cuenta de cuántos miles de señoritas iniciaban anualmente sus estudios pianísticos, para que, al final, solamente “acabaran tocando” una o dos de ellas. Al parecer, las cosas no han cambiado. De lo que sí estoy seguro, es de que, aunque todavía tienen mucha piedra que picar, hoy pude hablarles de los dos pianistas que representarán a la actual generación.

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