Más Información
“Hablar de música es, casi invariablemente, parlotear de manera más o menos elocuente”, escribe George Steiner en Necesidad de música (Grano de sal), cuya segunda edición aumentada apareció en 2021. Con las entendidas notas a pie de página de Rafael Vargas, traductor y antólogo de un libro que no existía como tal, el lector en lengua española cuenta con una obra cuya realización alcanzó a ser autorizada personalmente por el propio Steiner, quien murió en febrero de 2020. Su conocimiento profundo de la literatura universal se extiende lo mismo a Giuseppe Verdi y a Richard Wagner que a Frédéric Chopin y a Franz Liszt, a la ópera y al teclado, con una naturalidad que sólo su profundo humanismo podía concederle. Detesto usar una palabra como “humanismo” en su sentido publicitario, pero me temo que a muy pocos espíritus del siglo pasado puede aplicarse: además del propio Steiner, a un Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, quien citado en Necesidad de música, afirmó que la armonía es acaso el más misterioso de los inventos humanos.
Es propio de Steiner, como ocurre con todos los grandes críticos, empezar a escribir una modesta reseña y verla convertida, en unos pocos párrafos, en un ensayo capital. Así ocurre, en Necesidad de música, con las reseñas dedicadas a las biografías de Liszt y de Hector Berlioz o a la torrencial correspondencia de Wagner. Frente al primero de los tres tomos que Alan Walker dedicase a Liszt en 1983, Steiner dirime una de sus batallas personales, contra el rock. Ya he dicho otras veces —para quien pueda interesar— que el único pecado de mi siglo que yo apenas cometí, fue el rock, y siendo así, presumo de imparcialidad. El viejo Steiner llegó a decir que sólo cabía hablar de “intercambio semántico” tratándose de Johann Sebastian Bach, de W. A. Mozart o de Alban Berg, lo cual es una tontería que él mismo desmentía, años atrás, al decir que la música, así sea la más populachera y despreciable, trasmite un sentimiento de comunión y universalidad que rebasa todas las fronteras reales o artificiales que separan a la humanidad. Y en el caso del virtuoso húngaro, la “lisztomanía” —término acuñado despectivamente por Heinrich Heine y después título de una película de Ken Russel que me gustaría volver a ver— superó, con mucho, a los más afiebrados apasionamientos multitudinarios provocadas por Elvis Presley, “el cuarteto de Liverpool” (a veces me da por citar a Universal FM), los Rolling Stones o a estrellas más pasajeras del pop. Ello ocurría en una época, la de Liszt, sin otro medio de comunicación masivo que una prensa que en el mediodía del XIX no siempre era, siquiera, diaria.
Pasó el tiempo, lo dice Steiner reseñando al biógrafo de Liszt, del desprecio por la superestrella y por el virtuoso con fama de incurrir en banalidad frecuente. Tan sólo la obra pianística (y olvidándose, por ejemplo, del oratorio Christus) entera de Liszt, los más de sesenta discos compactos grabados a caballo entre los dos siglos por Leslie Howard, es uno de los grandes monumentos de la civilización decimónonica. No sólo lo es por la inaudita capacidad de Liszt para hacer del piano un rival de la gran orquesta moderna (invención, por cierto, de Berlioz y no de Beethoven, quien todavía componía para conjuntos dieciochescos), sino por la movilidad contranatura que dio el pianista a los dedos de la mano; sólo Chopin (apenas un año mayor que su contemporáneo de Hungría) lo iguala en esa mutación del orden físico. Y el último Liszt, dice Steiner, quien previsiblemente abandonó el mega mundanal ruido por el silencio de las órdenes religiosas, ya está situado a un compás de Béla Bartók.
En cuanto a Verdi y a Wagner, Steiner no duda en comparar al italiano con William Shakespeare, no sólo por su resignada vocación artesanal (nos imaginamos) y su naturaleza más propia del humilde orfebre que del genio, sino por haber dejado (en buena medida gracias al propio Shakespeare), un repertorio casi infinito de caracteres. Y en cuanto a Wagner se olvida con frecuencia (y lo deja pasar Steiner) que él escribía, a diferencia de otros compositores, sus propios libretos, que acaso son poca cosa sin el drama musical que proyectaron, o quizá, también, una muestra poco estudiada de la vulgarización de fuentes mitológicas. No evade Steiner la polémica antisemita que seguirá a Wagner hasta el fin de los tiempos, pero en un desliz, se refiere a la “potencia genética” de Richard por haber visto, tan extraordinariamente parecidos a su ancestro, a sus nietos y a sus bisnietos, en el festival de Bayreuth. Supongo que allí el propio Steiner los alcanzó a conocer.
Tiene razón Steiner en que sólo en la ópera sobrevive el teatro de los trágicos griegos y si se quiere, hasta el del Gran siglo. Yo lamento mi pereza: habiendo tenido, en su tiempo, los medios y los amigos para ver más ópera, no lo hice, aunque me advirtieron que la ópera y la fruta se disfrutan más después de los 50 años. Puedo combinar la escritura, lo doméstico o la ociosidad escuchando a Darius Milhaud, pero con la excepción de Claudio Monteverdi o de Mozart, me es imposible escuchar ópera en casa, por más que sea de madrugada y esté en disposición de seguir el libreto multilingüe o de mirar una larga grabación. La ópera necesita del teatro como el único lugar donde ocurre el milagro (y a veces ni allí). Leyendo Necesidad de música entiendo que nunca comprenderé cabalmente el siglo XIX (y su sobrevivencia en la siguiente centuria) con esa falencia.
Mucho tiene que decir el reseñista Steiner de las memorias que supuestamente Dmitri Shostakóvich dictó a Solomon Volkov, poco antes de la muerte del soviético en 1975 y cuyo grado de veracidad nunca ha sido aclarada, lo mismo de la valentía de Benjamin Britten al llevar un matrimonio homosexual cuando aquello parecía que nunca se legislaría, o de Glenn Gould, quien en su defensa del estudio de grabación contra el concierto público, se adelantó décadas. Para él, nos dice Steiner, “la autenticidad era absolutamente lo contrario de la espontaneidad. Sólo la repetición, el control electrónico, el empalme en la tranquilidad del estudio podrían lograr la perfección técnica y la inalterada recreación de un estilo personal.”
Antes de que existiera (murió en 1982) el canadiense fue un practicante del copy paste y sus mayores alegrías, según su correspondencia, estaban en los detalles más técnicos de la ingeniería del sonido, que Steiner reproduce de manera extraña y golosa, fascinado Gould extractando a Frank Martin dirigido por Ferenc Fricsay. Pero más allá de estas coqueterías que sólo a los melómanos nos entretienen, la comparación de la excentricidad de Gould con la de Bobby Fischer no tiene desperdicio: Steiner amó el ajedrez, lo cual es lógico en un aficionado a las finezas matemáticas, de igual manera que su pasión por el futbol americano me resulta incomprensible. Disfruté mucho, en Necesidad de música, de su confesión de que gusta del —para muchos intolerable— bisbiseo de Gould al tocar a Bach y a Richard Strauss o a cualquier otro compositor de su personalísimo canon, porque le recuerda, en la música, la a veces discreta pero impostergable necesidad de la voz humana. Notoriamente, George Steiner no parlotea cuando habla de música.