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Cuando declaramos que es un gran momento para estar vivos, caemos en un lugar común inevitable. Vivir cualquier instante histórico es algo único e irrepetible, y sobre todo, en lo que respecta a la experiencia que acumulamos en nuestra vida o al poco conocimiento que accedamos, se perderá en el finito que es nuestra existencia, pues es intangible. Por supuesto, somos materia, a decir verdad eso es todo lo que somos. Materia que se transformará en polvo, quizá en una planta y de esa planta se desprenderá una partícula que tal vez una mujer embarazada respire y, por azares del destino, esa criatura por nacer probablemente absorba esa partícula para luego llevarnos con ella el resto de su vida. Así hasta el fin de los tiempos.
Durante mis años en la carrera de filosofía, tuve un profesor que al impartir la clase se interrumpía y preguntaba: “A ver Hinojosa, ¿dónde estabas en 1967?” ¿Tú, Madrid, qué hacías en 1942?”, “Zamorano, ¿a qué te dedicabas en 1728?”, luego guardaba silencio y esperaba la respuesta. Sobra decir que pertenecíamos a la generación de 1977. Si contestabas “no sé” a sus cuestionamientos, reía con sarcasmo y remataba: “Qué deprimente es darle clases a gente que no piensa y se cree inteligente”. No me molestaba el juego del profesor, sin embargo, sí me dejaba ansioso por saber las respuestas correctas. La verdad es que no existía una respuesta concreta sino que era una provocación para obligarte a pensar, como se dice coloquialmente, “fuera de la caja”, el profesor necesitaba respuestas y más que eso un ejercicio mental de sus estudiantes.
Pasado los meses, el profesor Felipe Lee lanzó de nuevo la pregunta de la nada: “A ver, Niebla, ¿qué estabas haciendo en 1950?” “Probablemente, profesor, teniendo en cuenta que me gustan los ranchos, estaba cuidando vacas”, contestó mi compañero. El maestro soltó una carcajada y siguió. “A ver, Hinojosa, ¿qué estabas haciendo en 1963?” “Era una partícula que escapaba del cuerpo de un soldado muerto en Vietnam?”, contesté. Lee no dejaba de reírse y concluyó con su clásico sarcasmo: “Bueno, por lo menos ya están pensando un poco aunque me digan puras tarugadas”. En fin, no había modo con el maestro.
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La mayéutica era una de las técnicas, por llamarla así, que utilizaba Sócrates, el filósofo que nos corresponde hoy analizar, para impulsar a sus alumnos a pensar. El término viene del griego mayeuta que se traduce como partera, aquella que ayuda a dar a luz a las mujeres. Se dice que ese era el oficio de la madre de Sócrates y que de ahí tomó su práctica no para aleccionar a los alumnos, sino para hacerlos llegar al conocimiento desde su propia razón y ejercicio de lógicas.
De Sócrates hay dos grandes ideas que me interesa abordar: la mayéutica y su principio que versa así “conócete a ti mismo”. No obstante no nos alcanzará la sesión de hoy para explicar su mundo. Así que les presento un resumen de la vida del pensador con una trampa: Sócrates, uno de los filósofos más influyentes de la historia, vivió en Atenas durante el siglo V a.C. Su figura ha perdurado a lo largo de los siglos, no solo por sus enseñanzas, sino también por su método particular de investigación filosófica y su trágico final. A diferencia de muchos otros filósofos de su tiempo, Sócrates no dejó escritos propios; todo lo que sabemos de él proviene de sus discípulos, especialmente Platón y Jenofonte, así como de las sátiras de Aristófanes… digamos que era un Keyser Söze de su tiempo, si no entienden la referencia, los invito a ver Los sospechosos de siempre, una película de Brian Singer.
El Método Socrático es fundamental para la filosofía occidental. Se basa en la creencia de que el conocimiento auténtico proviene de la introspección y el cuestionamiento continuo. Sócrates consideraba que su papel era el de un “tábano” que picaba la conciencia de la sociedad, instigando a sus conciudadanos a examinar sus vidas y valores. Su famosa máxima, “conócete a ti mismo”, resume esta actitud.
A pesar de su inmensa influencia, Sócrates nunca ocupó cargos públicos ni escribió tratados. Pasaba la mayor parte de su tiempo en el Ágora de Atenas, conversando con personas de todas las edades y condiciones sociales. Su método confrontativo, aunque efectivo para estimular el pensamiento, a menudo resultaba incómodo para sus interlocutores, que se sentían expuestos y ridiculizados.
Uno de los logros más significativos de Sócrates fue su capacidad para redefinir el concepto de sabiduría. Para Sócrates, el verdadero sabio no es el que acumula conocimientos, sino el que reconoce su propia ignorancia. Este reconocimiento es el primer paso hacia la sabiduría, pues abre la mente al aprendizaje y al cuestionamiento continuo. “Solo sé que no sé nada”, es el conjuro clave.
Sin embargo, esta postura también le generó numerosos enemigos. En un contexto de inestabilidad política y social, Sócrates fue acusado de corromper a la juventud ateniense y de impiedad. En el año 399 a.C., fue llevado a juicio, donde defendió sus principios con firmeza y valentía, aunque finalmente fue condenado a muerte por un tribunal de 501 ciudadanos. En su defensa, recogida por Platón en la Apología de Sócrates, el filósofo sostiene que su misión es un mandato divino y que preferiría morir antes que renunciar a la filosofía. Su disposición a aceptar la muerte antes que traicionar sus principios es un testimonio de su integridad y compromiso con la verdad.
El legado de Sócrates se perpetuó a través de sus discípulos, especialmente Platón, quien se convirtió en uno de los filósofos más importantes de la historia. Platón fundó la Academia, la primera institución de educación superior en el mundo occidental, y sus diálogos socráticos han sido fundamentales para la transmisión del pensamiento socrático. Sócrates también influyó profundamente en Aristóteles, alumno de Platón, quien a su vez sentó las bases de gran parte de la filosofía occidental. La influencia de Sócrates se extiende más allá de la filosofía, impactando disciplinas como la ética, la lógica, la pedagogía y la teoría política.
¿Cuál es la trampa en este escrito?