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La altísima tasa de impunidad legal en México (que algunos estudios ubican en 98%)[1] va aparejada de una igualmente elevada tasa de impunidad social. ¿A qué me refiero con este último término? Políticos y funcionarios expuestos claramente por cometer delitos en el gobierno —que nunca recibirán castigo debido a la politización y debilidad del sistema judicial (policías, fiscalías y tribunales)— tampoco sufren castigo en el ámbito social.
¿Por qué lo digo? En México individuos involucrados en casos de peculado, extorsión, conflicto de interés, etcétera, casi nunca enfrentan escarnio social por más pruebas que se ventilen en los medios de comunicación a partir de concienzudas investigaciones periodísticas (que frecuentemente incluyen audios, videos y documentos). Aun cuando el prestigio de tales personas llegue en ocasiones a verse afectado, siguen formando parte de la élite social. Por ejemplo, políticos con reiteradas acusaciones de corrupción frecuentemente aparecen en revistas de sociales departiendo en las fiestas más chic que congregan a la cúpula política y empresarial. De igual forma, herederos de linajes corruptos de décadas pasadas son ahora parte de la “nueva aristocracia” y los primeros en ser invitados a premiaciones, bodas y bautizos para presumir vehículos y relojes multimillonarios. Todo ello contrasta con costumbres en otros países. Recuerdo lo que alguna vez me dijo un compañero noruego en la universidad: en Noruega es mal visto presumir dinero y los corruptos son objeto de escarnio social.
Tal vez se podría tratar de refutar estas afirmaciones mencionando ejemplos de expresidentes o funcionarios controvertidos que fueron alguna vez abucheados en restaurantes. Más recientemente, se puede señalar la firme condena en redes sociales a la traición de cuatro senadores a sus bancadas que hizo posible la aprobación de la reforma judicial el 11 de septiembre.
Tales ejemplos, sin embargo, parecen ser la excepción más que la regla. Es contundente la evidencia de que en México está firmemente arraigado un culto al éxito y al dinero (sin importar su origen) que trasciende estratos sociales y ha permitido racionalizar violaciones a la ley bajo premisas tales como “todos los políticos son corruptos”, “ese político roba pero reparte”, “el que no tranza no avanza”, y el ya clásico “un político pobre es un pobre político”.
Esta cosmovisión explica afirmaciones como las del senador Miguel Ángel Yunes Linares con motivo de su voto en favor de la reforma judicial del actual gobierno. Según un trascendido en redes sociales, cuando negociaba la traición a su partido por parte de él y su hijo a cambio de inmunidad judicial, afirmó convencido que “el asunto se olvidará en 15 días”. Se puede pues argumentar que en México la falta de castigo social (y no sólo legal) ha sido un aliciente para la deshonestidad, como en este caso.
En términos más amplios, tal desinterés de la sociedad mexicana ante delitos gubernamentales es claramente un síntoma de débiles convicciones de respeto a la ley y, de manera más profunda, de escaso arraigo del concepto de ciudadanía. Este último implica la convicción de que los individuos somos iguales ante la ley y en términos políticos así como “dueños” de la República, entendida como “cosa pública” o “casa común”. Por ello, si alguien roba o traiciona a la República, nos roba y traiciona también a nosotros.
Esto se manifiesta en la visión de grandes segmentos de la población sobre temas fiscales. No exigen castigo a funcionarios corruptos porque no entienden lo que un gobierno debería hacer ni de dónde obtiene sus recursos. De manera relacionada, al ser tan pequeña la base tributaria no hay una conexión clara entre el pago de impuestos y la exigencia de que los funcionarios públicos rindan cuentas. A la mayoría de la gente no le interesa que los políticos sean deshonestos porque no consideran que les roben directa ni indirectamente a ellos. Para muchos, el gobierno es una caja negra llena de dinero en la cual entran recursos sin saber de dónde —porque nunca han pagado impuestos— ni cuál debe ser su destino. Ello también explica que se conformen con recibir dádivas vía transferencias directas.
Para el inmenso pensador francés Alexis de Tocqueville en su obra clásica La democracia en América, el principal elemento para entender la solidez de un régimen democrático como el que encontró en los Estados Unidos en el Siglo XIX eran las costumbres o cultura política de su población favorable a la ciudadanía. Para él, tal característica era mucho más importante que el marco legal. Sostuvo que para entender la permanencia de un sistema democrático “las causas geográficas influyen menos que las leyes y las leyes menos que las costumbres”.[2] Observó que en tal nación “la democracia poco a poco fue penetrando en las costumbres, opiniones, formas, estando presente en todos los detalles de la vida social así como en las leyes”. Un dato curioso es que en dicha obra Tocqueville contrasta la situación en Estados Unidos con la de su vecino al sur de la frontera, notando que “México está tan bien situado geográficamente como Estados Unidos y ha adoptado leyes idénticas y, sin embargo, no puede habituarse al gobierno democrático”.[3]
Esta falta de sentido ciudadano en México también la identificaron los sociólogos Gabriel Almond y Sidney Verba en su canónico estudio de 1963 La cultura cívica. En dicha obra innovadora, que incluyó encuestas para cinco países, los autores concluyeron que en México las costumbres tenían fuertes rasgos “parroquiales” y “de súbdito” desviándolas de una auténtica cultura cívica. Así, existía “una cultura política incompatible con un sistema político democrático eficaz y estable”.[4]
Parece que la transición democrática mexicana y sus cambios legales e institucionales no lograron modificar tales rasgos que se acentuaron aún más en este sexenio. Según un sondeo reciente de Latinobarómetro, desde 2018 se registró un aumento de 20% en la simpatía de la población por un gobierno autoritario “bajo ciertas circunstancias”.[5]
¿Cómo revertir tal tendencia de la cultura política y transformarla en una favorable a la democracia y el cumplimiento de la ley? El actual cambio de régimen a uno autoritario y el previsible deterioro continuado en el estado de Derecho como resultado de la reforma judicial de López Obrador no permiten vislumbrar incentivos institucionales que influyan de manera positiva en la cultura política.
Así, el único camino que quedaría abierto es ahora sí promover los valores democráticos y de ciudadanía a partir de la familia, escuelas, organizaciones voluntarias, iglesias y comunidades locales. Se puede argumentar que un renacimiento democrático dependerá esencialmente de un fortalecimiento de la cultura cívica que se aleje de la indiferencia hacia la ilegalidad en los asuntos públicos.
A su vez, conllevaría un aumento de los costos de transgresión a quién sea manifiestamente corrupto, generándole ostracismo social que lo disuada de violar la ley. Lo anterior, a partir de la creencia en el carácter eminentemente social del ser humano. Pues ¿quiénes querrán cometer peculado si los demás no desean convivir con ellos? ¿De qué servirá el dinero mal habido si únicamente se puede disfrutar solo?
Estas son apenas unas ideas para completar un rompecabezas que permita salir del sistema autoritario que renace. Cualquier proceso para cambiar la cultura política sin duda será arduo y gradual. Aceptando lo anterior, como primer paso propongo no olvidar la traición de Miguel Ángel Yunes a la República ni en 15 días ni nunca.
[2] Alexis de Tocqueville, Textes essentiels (antología crítica compilada por J-L Benoit), Pocket, Paris, 2000. La traducción es mía, p. 95.
[3] Loc. cit.
[4] Gabriel Almond y Sidney Verba, La cultura cívica. Estudio sobre la participación política democrática en cinco naciones, Trad. de José Belloch Zimmermann, Madrid, Euramérica, 1970, p. 553.
[5] Citada en “Claudia Sheinbaum will Inherit a Poisoned Chalice in Mexico”, The Economist, 5 de septiembre de 2024.