Aquella remota sensación nos inundaba de nuevo: la infinitud del tiempo. El tren se deslizaba suavemente por valles y montañas. No hay medio de transporte que compita en comodidad y pertenencia con el tren. Nosotros lo abordamos en San Sebastián, procedentes de Francia, pero los peregrinos y turistas que lo atestaban provenían de muchas partes. No quedaba un asiento libre.

El trayecto a Compostela consumió el día entero. En cada tramo atisbamos la transfiguración del paisaje, tan propio en cada comarca. Escuchamos gratuitamente un relicario de sucesos e historias en las voces ruidosas de las españolas, que retumbaban en el coche.

A nuestro destino arribamos en ese momento del día, poco antes del crepúsculo, cuando las cosas irradian su verdadero espíritu. La estación de Compostela: principio y fin del Camino de Santiago.

La ciudad nos acogió con una brisa húmeda. Mayo apresuraba su final. Los nubarrones oscuros que surcaban el cielo se derramaron sobre la ciudad poco más tarde. Nos habíamos instalado ya en un discreto hotelito del centro, no alejado de la Catedral. El ritmo de la lluvia nos arrulló hasta la inconsciencia.

La ducha, la vestimenta y el desayuno al día siguiente los tomamos sin apremios. Se aclaraba el cielo cuando nos echamos a andar. La atmósfera era húmeda y gris.

En la Catedral nos acogió La Providencia. Nos explicaron: era Año Jacobeo. Los devotos forman compacta muchedumbre, con nosotros en el grupo afortunado que tuvo acceso al oratorio. Oramos en silencio y observamos luego el doblar de la renombrada campana. Permanecimos un rato todavía, contemplando el entrar y salir de caravanas de fieles.

Al retirarnos de la Catedral no apuntaba aún el mediodía; pero el agobio del hambre se imponía. Los restaurantes aún no se hallaban disponibles para el almuerzo. Mas el azar teje sus mallas con las fibras más diversas, y así de pronto un esforzado gallego levantó la mano:

—Les puedo preparar algo de inmediato... —dijo el hombre.

De cada ciudad española puede elaborarse una sólida antología. Más de un cuarto de siglo ha transcurrido desde entonces y aquel banquete súbito y los sabores infinitos reviven a menudo en la conversación, en el paladar y en la memoria. El apetito transformado en menú lo recreamos con deleite: boquerones en aceite de oliva, anchoas acompañadas de queso de tetilla con salsa de frambuesa, vino de la casa y una tarta de Santiago, como postre.

Algunas certezas derivamos de ese viaje y esa visita. Sobre todas una, acuñada por Claudio Magris: No es indispensable la fe en Dios, basta con tenerla en las cosas creadas.


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