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Tiene los ojos castaño oscuro, tristes, las cejas en un semiarco más grueso cerca del tabique de la nariz. Sus pestañas son pequeñas, su mirada expresiva y propensa a la ternura. Su semblante se ilumina cuando sonríe; entonces muestra los dientes, levanta los pómulos y alza levemente el mentón, obsequiando su felicidad al mundo. Su pelo es quebrado y delgado, de color castaño oscuro. Las dos lo tenemos igual, las dos hemos probado infinidad de productos para darle fuerza y forma, aunque sigue alborotándose a la menor oportunidad, peor si hace viento o llueve. Ella lo usa corto; yo, largo.
En mi niñez, ella empujaba mi cabello hacia atrás con el cepillo para hacerme una coleta perfecta y estirada. Yo me quejaba y lloraba de dolor. De esa rutina por la madrugada, antes de ir a la escuela, proviene mi aversión a peinarme. Casi siempre opto por desenredarme muy rápido el pelo y dejarlo ser. Suele verse alborotado, excepto cuando hace mucho sol; entonces se vuelve más lacio y manejable.
No me gusta mi cabello.
«Me veo toda greñuda», dice cuando se mira al espejo y con los dedos empuja hacia atrás su diminuto fleco. Un gesto que le aprendí, como aprendí a mirarme: para buscar lo incorrecto, lo sobrante, cualquier detalle que pueda desagradar a la vista de otros. Al encontrar el error, lo señalamos con la esperanza de lograr, ahora o en el futuro, corregir aquella imperfección.
«Me veo gorda», lo dice desde que tengo memoria.
Hablar con ella es reconocerme en los reflejos que producimos, como en un juego de espejos. Entender lo que tengo de ella y llevo tiempo negando; los miedos heredados y los que me he inventado a modo de escondite.
Sus palabras se graban primero en mi corazón, después en la memoria. Ahora conversamos más que antes. A veces la entrevisto para mis proyectos de escritura. Ella no pierde ocasión de poner en tela de juicio lo que intento hacer.
Aunque lo que escribes se basa en la verdad, no cuenta la verdad. Das tu versión de los hechos, parcial, sesgada. Cuentas las cosas de manera que parece que alguien puede ser totalmente malo o totalmente bueno. Pero no es así. Nadie es de una sola forma.
En mi manera de pensar, trato de evitar dicotomías. Polarizar mis opiniones era algo que hacía constantemente en la adolescencia: tuve acceso a libros de autoayuda que me encauzaron a esa forma de ver el mundo que ahora me parece absurda. Pero quizá exagero al culpar a aquellos volúmenes. Mi mente tiende a categorizar para sentir cierto control sobre el entorno que la rodea: una falacia.
Por aquella época, es decir en la adolescencia, esta forma de pensar me hizo ver a mi madre como mi enemiga. La idea provenía, como muchas mentiras, del dolor. Me sentía profundamente traicionada. La culpaba de todo: ella se había dejado golpear por mi padre, ella decidió divorciarse y fracturar nuestra inestable pero convencional familia; después, fue ella quien metió a nuestra casa a su compañero del trabajo: una presencia tan insistente que terminó en un nuevo matrimonio, que condujo, años después, a un segundo divorcio.
Estaba segura de que mi madre prefería siempre a sus nuevas parejas antes que a mí. Tenía la sensación de nunca haber sido su prioridad. Aún la tengo a veces.
Instalada en la rabia, hace algunos años, empecé así un ensayo sobre mi familia: «Cuando era adolescente, todo el tiempo pensaba que no quería ser como mi madre».
Hace poco, platiqué con otra escritora en una suburban con aire acondicionado que nos conducía a una feria del libro. Ella me contó de los talleres autobiográficos que imparte. «Descubrí que casi todos los alumnos tienen mommy issues, independientemente del género con el que se identifiquen. En México los padres están tan ausentes que ni siquiera alcanzamos a enojarnos con ellos».
Dada la ausencia de mi padre, dirigí el resentimiento, el rencor, le cobré a ella las deudas que, a mi parecer, el mundo me debía.
Mi primer libro, Un lugar seguro, es un ensayo autobiográfico. Una de las preguntas más frecuentes en entrevistas o al terminar las presentaciones es qué pensó mi familia tras leerlo. Al responder, no digo ninguna mentira, pero tampoco cuento detalles. No cuento que cuando salió el libro apenas le contaba de mi vida privada a mi madre, mis hermanos y mis abuelos, quienes conformaban mi familia nuclear en aquel entonces. Les ocultaba más de lo que decía; nunca mencionaba la literatura. Mi silencio era una forma de venganza, aunque me hiciera más daño a mí que a ellos.
Años antes, mi madre y mi abuelo, autoridades en casa, se rehusaron a apoyar mi sueño de irme a otra ciudad a estudiar la universidad, así que decidí irme por mi cuenta. Ahí empezaron las fricciones y los malentendidos. Mi silencio era una forma de decir «no los necesito». El suyo me daba la razón; tenerla me dolía.
Aquí seré más sincera que de costumbre y diré que siempre supe que ese libro iba a provocar algo. No sabía qué con exactitud. Impresas en aquellas páginas estaban las palabras que me habían obligado a callar desde la infancia. Mientras lo escribía, sentí muchas veces sobre mi boca la mano de mi abuela, como aquel día tan remoto cuando, siendo niña, me atreví a contradecir a mi abuelo, a poner en duda sus palabras.
Tenía la ilusión de que mi familia no me diría nada después de leerlo. Esperaba que reaccionaran como solían hacer ante los sucesos importantes de mi vida (el viaje a Argentina, mi titulación, mi compromiso que casi acaba en matrimonio): con curiosidad; sin entrometerse demasiado. A fin de cuentas, vivo en otro sitio desde hace más de diez años. Pensaba que aquella distancia bien ensayada les permitiría poner una barrera entre ellos y las anécdotas permeadas por la tristeza, frustración e impotencia que marcaron mis años de crecimiento.
No ocurrió así.
Fue en una comida familiar, en casa de los abuelos. Incitada por la sensación de «si no lo hago ahora no lo haré nunca», dejé en el plato la cucharita con que me llevaba a la boca pedacitos del durazno en almíbar que mi abuela había elegido como postre. Hice el anuncio con timidez, intentado no darle mucha importancia, como si fuera algo que hubiera recordado por casualidad. «Acaba de salir mi primer libro».
Mis abuelos me felicitaron con sorpresa y alegría. Mi abuelo siempre admiró (y anheló) el prestigio del que, a su parecer, te inviste dedicarte a las letras. Supongo que sintió algo parecido al orgullo, del que contagió a mi abuela. Le alcancé un ejemplar que traía conmigo. Miró el libro con una sonrisa de satisfacción, sin saber lo que contenía. Tras revisar la portada y la contratapa se lo alcanzó a mi tío político, un macho insoportable a quien yo tan sólo toleraba por guardar la compostura ante mis abuelos.
No esperaba lo que ocurrió. ¿Podría haberlo previsto? Aquel sujeto empezó a leer el libro ahí mismo, sentado a la mesa, mientras el resto me interrogaba, con genuino interés, acerca de cómo había llegado a publicarlo. Yo lo miraba de reojo, nerviosa. Mi tío leía con prisa; de vez en vez, sonreía con suficiencia. En su lectura, doblaba demasiado las hojas, como si quisiera romper el frágil volumen de no más de cien páginas. ¿Qué buscaba ese hombre en mis palabras? Pronto fue evidente: una forma de joder.
Sentí a la vez el impulso de quitárselo y la contención que me provocaba la presencia de mi abuelo, una censura insuperable para mí. Cuando él estaba presente, me costaba actuar rápido, ser tenaz. Me sentí ridícula: tenía treinta años, había logrado publicar un libro y todavía no podía lidiar con mi familia.
Aquel sujeto no tardó mucho en dirigirse a mi madre para provocarla. «Tú sales aquí, cuñada, uy, está tremendo», y otras impetuosas frases por el estilo llenaron el silencio expectante al que nos habíamos dejado conducir por sus airadas reacciones. Ella lo miraba desconcertada. Él siguió increpándola un par de minutos que se sintieron como horas. Miré de reojo a mis hermanos, al de en medio y al más chico; y ellos me devolvieron en respuesta el mismo desconcierto que yo sentía. Apenas hizo una pausa lo suficientemente larga, lo interrumpí con amabilidad afectada. Dije cualquier cosa y extendí la mano para que me lo devolviera.
Me hiciste sentir expuesta. Odio esa sensación. Odio quedar mal ante el mundo y no poder defenderme. Es como cuando una tiene una mancha en la ropa y alguien te lo dice, y resulta que llevabas todo el día con algo vergonzoso encima, que todos vieron sin que te dieras cuenta.
Es que para ustedes es muy fácil juzgarme. Ustedes no tuvieron, como yo, a tu abuelo toda la vida insatisfecho conmigo. Siempre me trató como si fuera poco agraciada: se la pasaba criticando mi cuerpo y mi forma de actuar. Ustedes no saben cómo era conmigo tu abuela, no la vieron cuando se fue tu papá de la casa y ella me perseguía en su auto, iba detrás del mío haciéndose notar, se estacionaba al lado y se me quedaba viendo para que no cometiera el pecado del adulterio. Tampoco escucharon los insultos de mis hermanas: «puta», «mala madre».
Su torso es robusto, sus brazos fuertes. Sus piernas, pálidas como el resto de su piel; sus pies pequeños, de dedos angostos y más redondeados que los míos, que son alargados. Alguna vez la acompañé al gimnasio y me sorprendió su fuerza física, superior por mucho a la que yo tengo; es el resultado de criar tres hijos y trabajar treinta y cuatro años (mi edad) como educadora, subiendo y bajando escalones, cajas de archivo, material educativo, agachándose para ver de frente a los niños que la adoran.
Cuando me di cuenta de que estaba embarazada de ti, sentí que el mundo se me terminaba. Imagínate, tenía dieciocho, apenas había acabado la preparatoria; tu papá tenía veinticuatro, ya casi terminaba la universidad. En cuanto le avisé, me pidió que nos casáramos. Ahora, a la distancia, creo que lo hizo por conveniencia y que yo fui muy ingenua al decirle que sí. Tenía baja autoestima y creía que ninguna otra persona se fijaría en mí, que él me hacía el favor de quererme.
Mi rostro es ovalado. Mi frente mide lo mismo que cuatro de mis dedos y luce varias cicatrices de granitos: me dan ansias, así que los pellizco con las uñas para sentir el mórbido placer de la grasa y la sangre emergiendo. El acné continúa en la nariz redonda, donde se notan las marcas de los poros, que también expurgo cuando me miro al espejo.
Mis ojos son grandes, de mirada intensa. El color de mi pupila es parecido al de mi cabello: pardo que casi llega a negro. Mi esclerótica tiene algunas venas marcadas de rojo, del cansancio de estar constantemente expuesta al brillo de la pantalla. En mi ojo izquierdo hay una pingüécula, un crecimiento amarillento que se inflama cuando estoy cansada. Esa anormalidad la compartimos ambas. El izquierdo es mi ojo más débil: de pequeña, paseando en el jardín de niños donde ella trabajaba, no me fijé al cruzar frente a los columpios; lo último que recuerdo es el tenis de un niño frente a mi cara. Desde ese día, tengo una cicatriz bajo la ceja izquierda.
Me cuesta mucho disimular el cansancio: mi rostro refleja de inmediato cada sensación del cuerpo. Mis ojeras son violetas, cerca del lagrimal se aproximan al color negro. A ella, por muy cansada que esté, no se le nota. Nos casamos muy rápido, antes de que tu abuelo se diera cuenta de mi embarazo. Tu abuela ya sabía, se dio cuenta un día que la acompañé al hospital y me desmayé. Guardamos el secreto hasta después de la boda. Cuando tu abuelo se enteró se puso furioso. Me dejó de hablar.