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En La frontera verde (Zielona granika/Green Border, Polonia-Francia-República Checa-Bélgica, 2023), estrujante opus 19 de la notable cineasta polaca de ambiciosa carrera aún atropellada y provocadora a sus 74 años Agnieszka Holland (Actores de provincia 79, Complot contra la libertad 88, Una luz en la oscuridad 12), con guion suyo y de Gabriela Lazarkiewicz-Sieczko y Maciej Pisuk, tras residir en campos de refugiados el estoico padre de familia siria Bashir (Jalal Altawil) ansioso de reunirse en Suecia con el hermano que lo guía desde ahí por celular, su esposa sumisa Amina (Dalia Naous), su hijo travieso Nur (Taim Ajjan), su hijita que ha perdido el control de esfínteres Ghalia (Talia Ajjan) y el devoto abuelo (Al Rashi Mohamad), coinciden con la anteojuda profa afgana de inglés Laila (Behi Djanati Atai) y con un puñado de ufanos migrantes africanos y de Medio Oriente dentro de un avión especial bielorruso que conecta con decorativos camiones también especiales, pero al llegar a la ansiada frontera verde con la presuntamente acogedora Polonia, todos sin excepción serán bajados a la fuerza por un retén militar y compelidos a cruzar la frontera real bajo peligrosas alambradas de púas, que hieren e inutilizan a varios de ellos, dándose cuenta poco a poco de que han caído en una trampa del perverso dictador bielorruso Lukashenko (aliado del ruso Putin) para ingresar migrantes usados como armas difamatorias contra la Unión Europea, para castigarla por sus sanciones económicas, y no dejando a los policías y soldados de la zona de exclusión (montada por el débil pero sádico gobierno polaco democrático postsocialista) otra alternativa que regresar a los invasores a la temida Biolorrusia por donde llegaron, a través de las alambradas, una y otra vez, causando cualquier cantidad de privaciones, violencia corporal y extorsión a ese flujo de infelices sin futuro, atrapados en un cínico juego de ping-pong brutal, impedidos para salir de una región pantanosa e inclemente, tal como lo denuncian algunos medios sensacionalistas polacos independientes y, como habrán de atestiguarlo, progresivamente sacudidos hasta la médula de sus consciencias, las generosas hermanas activistas polacas Marta (Monika Frajczyk) y Zuku (Jasmina Polak) contrapuestas entre sí, la temeraria psicóloga viuda varsoviana Julia (Maja Ostaszewska) de pronto radicalizándose y cediendo su casa-consultorio situada junto al mortal pantano para centro de acopio y ayuda, y desde otra postura, aunque dramáticamente análoga el joven guardia fronterizo polaco Jan (Tomasz Wlosok) que con sus vergonzosas fechorías bien escondidas decepciona moralmente a su esposita embarazada Kasia (Malwina Buss) pero acaba haciéndose de la vista gorda a la hora de capturar al afropasajero clandestino de un transporte, integrando entre todos un núcleo unido sin saberlo para contrarrestar heroicamente a la turbia y perdurable e infra/sobrehumana crueldad humanitaria.
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La crueldad humanitaria se acoge a los rigores realistas/irrealistas de una lírica fotografía en blanco/negro del esteticista Tomasz Naumiuk tipo antipanfleto intelectualizado y se estructura prismáticamente en cuatro partes o caras, cada una de ellas correspondiendo a un personaje o a un grupo de personajes distintos, cual si se tratara de conformar una figura geométrica en apariencia regular, pero el objetivo viene a ser en realidad intentar dilucidar y enfocar desde cuatro ángulos o puntos de mira un fenómeno que se reconoce de antemano inabarcable, al verlo desde el interior de (1) La familia siria que ejemplarmente lo padece, al examinarlo en un entorno políticamente lúcido que no exime a (2) El guardia fronterizo de un connatural racismo que considera subhombres a todos los no-europeos, al acotar el riesgoso altruismo de (3) Los activistas apenas posibilitados para deslizar algunos subrepticios enseres (medicinas, sopa, cargadores portátiles) sin desbordar límites draconianos ni poder legalmente llevar migrantes a zonas con derechos humanos, y al contemplar el caso extremo de una (4) Julia que da consulta por vía digital, que se descubre transgresora innata y va a ser humillantemente desnudada en una prisión donde sólo le preocupa la supervisora llamada nocturna a su madre senecta.
La crueldad humanitaria tiene sin embargo como cimas y puntos clave significativos, pese a su gran tema universal y polémico, inmensos momentos ínfimos de sensibilidad inabarcable y sentido casi obtuso, deliberadamente lindando con su propia caricatura según alguna clave barthesiana, tales como los pies corrugados y con escoriaciones de los caminantes sin casa ni destino, el vendedor de agua embotellada a 50 euros que vacía completo el contenido de una en ante los ojos de un sediento, el campesino polaco del tractor que con una mano reparte agua y con la otra delata por celular a los auxiliados, la agonía explosiva de una parturienta somalí, la profa afgana y la psicóloga polaca hermanadas por la más soliviantadora impotencia al ver hundirse en el pantano al Tom Sawyercito sirio Nur, el ojo sorprendido del guardia enfrentado al ojo desmesuradamente abierto de un africano oculto tras unas cajas dentro de la camioneta a revisión fronteriza o el íntimo rap interracial de afrochavos rescatados con sus atónitos homólogos blancos, formando en su conjunto una ruda tragedia tan grotesca y tosca cuanto sublime, integrando al lado de Yo capitán del italiano Garrone (23) un extraño díptico moderno y desgarrador sobre la crisis migratoria mundial estallada en 2014, allí donde la transgresión se torna sagrada.
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Y la crueldad humanitaria culmina meses después, durante la solidaria acogida polaca de 2 millones de ucranianos tránsfugas de la genocida guerra con Rusia, en cierto puesto fronterizo donde el antes obsecuente guardia inhumano Jan se acomide a cargar un bebé de paso, pero aún negando como San Pedro haberse hallado en la ominosa y hoy todavía asesina Frontera Verde.