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En "El hombre de los sueños" (Dream Scenario, EU, 2023), insólito film 3 como autor total pero sólo primero estadunidense del exprolífico cortometrajista oslense de 38 años Kristoffer Borgli (Drib 17, Enferma de mí 22), el archimediocre profesorcillo pelochas de biología Paul Matthews (un tornadizo Nicolas Cage genialmente redivivo) ejerce por falta de empuje e imaginación como buen padre de la familia angelina compuesta por la comprensiva ejecutiva menor Janet (Julianne Nicholson) y de las adolescentes inquietas Sophie (Lily Bird) y Hannah (Jessica Clement), mientras sueña con ser financiado por alguna editorial para escribir un tratado sobre el gregarismo de las hormigas, cuando su vida cambia por completo al descubrir con azoro que su abstinente figura imperturbable se introduce en los sueños nocturnos de sus alumnos, quienes por ende súbitamente lo reverencian, y luego en los sueños de los vecinos de su condado y la ciudad, obligándolo a devenir una celebridad mediática, cuyo peso e incomodidades lo orillan a recurrir a la innovadora agencia de explotación de imagen “Ideas” que es incapaz de cumplir su absurda ansia editorial pero cuya jovencísima empleada Molly (Dylan Gelula) lo sueña como un excitante violador e intenta en vano volver real esa mórbida fantasía cierta noche de transgresión fallida al lado del infeliz Paul, también de pronto repudiado por sus alumnos, su familia y la comunidad entera cuando todo mundo comienza a tener atroces pesadillas con él, hasta ser expulsado de su trabajo y de su hogar, relegado al escondite de un sótano convertido en un paria que andando el tiempo debe recurrir a la futurista agencia “Norio” que vende pulseras luminosas capaces de crear sueños al gusto, como consecuencia lógica de la veta por él descubierta, a través de su involuntaria inducción de aquélla su pionera epidemia onírica.
La epidemia onírica se sitúa en forma tan atropelladora cuan limpiamente arrollada entre la sátira neofabulesca y el hiperlógico cuento metafísico, al llevar hasta sus últimas consecuencias la poética idea literaria-fantástica (en lo específico procedente del Papini del relato La última visita del caballero enfermo y del Borges de Las ruinas circulares) sobre ese triste Paul que al tornarse sueño colectivo-mediático deviene un ente hipotético tan frustrado cuanto inmaterial, pero corporalmente deshecho, lleno de parches en la cara tras el ataque nocturno de un desquiciado a su casa, predestinado a un concreto y tangible estragamiento físico, revelador de una desgracia general, a semejanza de la heroína extrema de Enferma de mi irremisiblemente autodestruida por su descabellada ambición de fama mediática, girando vertiginosamente el ahora asombrado y lamentabilísimo Paul en el centro de una ficción en el móvil y pivoteante, presa de su propio inspirador sueño colectivo vuelto degradado, pavorosamente degradante e individual: ser sólo el sueño de otros e invadir los sueños ajenos inestablemente derivativos en pesadillas y al final desaparecer en la volatilidad innata del sueño, si bien un sueño dentro del sueño soñado por otros y ya hoy paradójicamente industrializable por la sociedad de las virtualidades y las ilusiones crueles.
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La epidemia onírica convoca la benéfica acción inmortal de las grandes exploraciones del sueño que en el mundo del cine han sido, de La edad de oro de Dali-Buñuel (30) a Ocho y medio de Fellini (63), o en delicioso tono ligero de Beldades nocturnas de Clair (52) a ¿Quieres ser John Malkovich? de Jonze (99), para consagrar la angustia infinita del plurinepto Paul intentando acoplar por montaje en corte directo como brutal molto legato audiosivual su presente agujerado con el infiel recuerdo semionírico semiagitado de una Molly tragicómicamente socavada en vano (“¿Tenemos sexo?”/ “Estoy tan mojada”), o el subliminal plagio de las especulativas intuiciones científicas del héroe (pese a sí mismo talentoso) por una ajada exnovia rubia curiosa Sheila (Paula Boudreau) que se lo ordeña en una cafetería para publicarlas después como propias en la absoluta impunidad, o la expulsión ominosa del pacífico Paul de un restaurante por crear con su sola presencia un incontrolable desasosiego público, o la portera indeliberadamente herida ensangrentada por ese padre inofensivo Paul que sólo quería ver en el escenario a su hija con disfraz de conejito.
La epidemia onírica se articula fílmicamente gracias a una fotografía impresionista de Benjamin Loeb a base de encuadres con demasiado aire, un diseño de producción de Zosia Mackenzie que va de lo realista transfigurado a la irrespirable irrealidad inconsútil, una música de Owen Pollett en perpetuo contrapunto anticlimático (hasta en la glosa de Vivaldi o Bach como Tafelmusik) y sobre todo en la edición audiovisual del propio realizador que eleva un delirio de superposiciones audaces al rango de notables hallazgos expresivos y dramáticos la eclosión surrealista (a lo Buñuel) o en abismo (a lo Fellini) pero siempre sin previo aviso de lo onírico en lo factual y fehaciente, la sustitución de voces presentes por las de algún flashback ad hoc que irrumpe para modificarlo y enrarecerlo todo de manera arrasante, la trasminación descarada de los inquietantes sueños y las pesadillas estudiantiles, la unión prefabricada de lo posible y lo imposible.
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Y la epidemia onírica invoca o implica a cada tercera secuencia la disidente psicología arquetípica de Jung, sin que nadie pueda desentrañar jamás la etérea y mutante calidad inasible del Inconsciente, ni la naturaleza del Sueño, esa irreparable fisura en el cristal de una invasiva mueca amarga, a propósito de ese infeliz con saco de talla enorme porque se halla sumido en la más espantosa soledad y en el repudio social más acerbo, si bien paradójicamente reivindicado y que al despuntar el alba sale flotando ante los ojos atónitos de su persistentemente onírica esposa amantísima aunque impotente en más de un sentido irrecuperable.En El hombre de los sueños (Dream Scenario, EU, 2023), insólito film 3 como autor total pero sólo primero estadunidense del exprolífico cortometrajista oslense de 38 años Kristoffer Borgli (Drib 17, Enferma de mí 22), el archimediocre profesorcillo pelochas de biología Paul Matthews (un tornadizo Nicolas Cage genialmente redivivo) ejerce por falta de empuje e imaginación como buen padre de la familia angelina compuesta por la comprensiva ejecutiva menor Janet (Julianne Nicholson) y de las adolescentes inquietas Sophie (Lily Bird) y Hannah (Jessica Clement), mientras sueña con ser financiado por alguna editorial para escribir un tratado sobre el gregarismo de las hormigas, cuando su vida cambia por completo al descubrir con azoro que su abstinente figura imperturbable se introduce en los sueños nocturnos de sus alumnos, quienes por ende súbitamente lo reverencian, y luego en los sueños de los vecinos de su condado y la ciudad, obligándolo a devenir una celebridad mediática, cuyo peso e incomodidades lo orillan a recurrir a la innovadora agencia de explotación de imagen “Ideas” que es incapaz de cumplir su absurda ansia editorial pero cuya jovencísima empleada Molly (Dylan Gelula) lo sueña como un excitante violador e intenta en vano volver real esa mórbida fantasía cierta noche de transgresión fallida al lado del infeliz Paul, también de pronto repudiado por sus alumnos, su familia y la comunidad entera cuando todo mundo comienza a tener atroces pesadillas con él, hasta ser expulsado de su trabajo y de su hogar, relegado al escondite de un sótano convertido en un paria que andando el tiempo debe recurrir a la futurista agencia “Norio” que vende pulseras luminosas capaces de crear sueños al gusto, como consecuencia lógica de la veta por él descubierta, a través de su involuntaria inducción de aquélla su pionera epidemia onírica.
La epidemia onírica se sitúa en forma tan atropelladora cuan limpiamente arrollada entre la sátira neofabulesca y el hiperlógico cuento metafísico, al llevar hasta sus últimas consecuencias la poética idea literaria-fantástica (en lo específico procedente del Papini del relato La última visita del caballero enfermo y del Borges de Las ruinas circulares) sobre ese triste Paul que al tornarse sueño colectivo-mediático deviene un ente hipotético tan frustrado cuanto inmaterial, pero corporalmente deshecho, lleno de parches en la cara tras el ataque nocturno de un desquiciado a su casa, predestinado a un concreto y tangible estragamiento físico, revelador de una desgracia general, a semejanza de la heroína extrema de Enferma de mi irremisiblemente autodestruida por su descabellada ambición de fama mediática, girando vertiginosamente el ahora asombrado y lamentabilísimo Paul en el centro de una ficción en el móvil y pivoteante, presa de su propio inspirador sueño colectivo vuelto degradado, pavorosamente degradante e individual: ser sólo el sueño de otros e invadir los sueños ajenos inestablemente derivativos en pesadillas y al final desaparecer en la volatilidad innata del sueño, si bien un sueño dentro del sueño soñado por otros y ya hoy paradójicamente industrializable por la sociedad de las virtualidades y las ilusiones crueles.
La epidemia onírica convoca la benéfica acción inmortal de las grandes exploraciones del sueño que en el mundo del cine han sido, de La edad de oro de Dali-Buñuel (30) a Ocho y medio de Fellini (63), o en delicioso tono ligero de Beldades nocturnas de Clair (52) a ¿Quieres ser John Malkovich? de Jonze (99), para consagrar la angustia infinita del plurinepto Paul intentando acoplar por montaje en corte directo como brutal molto legato audiosivual su presente agujerado con el infiel recuerdo semionírico semiagitado de una Molly tragicómicamente socavada en vano (“¿Tenemos sexo?”/ “Estoy tan mojada”), o el subliminal plagio de las especulativas intuiciones científicas del héroe (pese a sí mismo talentoso) por una ajada exnovia rubia curiosa Sheila (Paula Boudreau) que se lo ordeña en una cafetería para publicarlas después como propias en la absoluta impunidad, o la expulsión ominosa del pacífico Paul de un restaurante por crear con su sola presencia un incontrolable desasosiego público, o la portera indeliberadamente herida ensangrentada por ese padre inofensivo Paul que sólo quería ver en el escenario a su hija con disfraz de conejito.
La epidemia onírica se articula fílmicamente gracias a una fotografía impresionista de Benjamin Loeb a base de encuadres con demasiado aire, un diseño de producción de Zosia Mackenzie que va de lo realista transfigurado a la irrespirable irrealidad inconsútil, una música de Owen Pollett en perpetuo contrapunto anticlimático (hasta en la glosa de Vivaldi o Bach como Tafelmusik) y sobre todo en la edición audiovisual del propio realizador que eleva un delirio de superposiciones audaces al rango de notables hallazgos expresivos y dramáticos la eclosión surrealista (a lo Buñuel) o en abismo (a lo Fellini) pero siempre sin previo aviso de lo onírico en lo factual y fehaciente, la sustitución de voces presentes por las de algún flashback ad hoc que irrumpe para modificarlo y enrarecerlo todo de manera arrasante, la trasminación descarada de los inquietantes sueños y las pesadillas estudiantiles, la unión prefabricada de lo posible y lo imposible.
Y la epidemia onírica invoca o implica a cada tercera secuencia la disidente psicología arquetípica de Jung, sin que nadie pueda desentrañar jamás la etérea y mutante calidad inasible del Inconsciente, ni la naturaleza del Sueño, esa irreparable fisura en el cristal de una invasiva mueca amarga, a propósito de ese infeliz con saco de talla enorme porque se halla sumido en la más espantosa soledad y en el repudio social más acerbo, si bien paradójicamente reivindicado y que al despuntar el alba sale flotando ante los ojos atónitos de su persistentemente onírica esposa amantísima aunque impotente en más de un sentido irrecuperable.