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Hace casi un siglo, un hombre imaginó una intrincada biblioteca —compuesta por innumerables galerías hexagonales— cuyos estantes albergaban millones de libros con cada combinación posible de letras y signos de puntuación. Muchos carecían de sentido en cualquier idioma conocido; otros contenían, oculta entre cientos de páginas ininteligibles, una frase u oración articulada. Sus habitantes —llamados bibliotecarios— dedicaban su vida a recorrer las galerías escrutando el contenido de los libros, en busca de uno que diera respuesta a todas sus preguntas. En términos estadísticos, entre los innumerables textos conformados por secuencias aleatorias de caracteres, tal libro debía existir; dar con él era solo cuestión de suerte.
Algunos bibliotecarios formaron sectas, otros se afanaban en aprender idiomas extintos que pudieran dar sentido a los textos. Muchos desistieron o enloquecieron por el camino. Hubo un grupo radical dedicado a destruir todo libro que consideraran carente de mensaje, si bien sus esfuerzos resultaban inútiles e insignificantes (por cada libro destruido, la biblioteca contenía cientos casi idénticos que diferían en apenas unos pocos caracteres). El hombre que imaginó todo esto es Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986) y el cuento, publicado por vez primera en 1941, se titula «La biblioteca de Babel». Dicha biblioteca era, en realidad, el universo.
Concebida inicialmente como una alegoría de nuestra interminable búsqueda de conocimiento, la biblioteca de Babel se nos presenta hoy como una elocuente metáfora del mundo digital: una enorme red de servidores, cables y señales inalámbricas que alojan combinaciones casi infinitas —de unos y ceros, de código, de píxeles— que llamamos datos. A medida que los contenidos se vuelven más fáciles de producir, almacenar y distribuir gracias al acceso generalizado a internet y a los teléfonos inteligentes, los bibliotecarios —hoy llamados usuarios— deben navegar un entorno digital extremadamente complejo e inabarcable plagado de todo tipo de informaciones, con la única ayuda de algoritmos invisibles que nadie comprende realmente.
La búsqueda de la verdad sigue siendo una tarea quimérica, más si cabe con el actual auge de la inteligencia artificial (IA) generativa, una tecnología al alcance de todos, incluidos potenciales agentes desestabilizadores. Neologismos como fake news, «granja de bots» o deepfake forman ahora parte de nuestro lenguaje cotidiano, al tiempo que la desinformación se vuelve cada vez más difícil de detectar. Lejos del optimismo, numerosos analistas alertan de los riesgos con lenguaje contundente: Cory Doctorow observa una dinámica general de enshittification en las plataformas digitales, mientras que Ian McCarthy y otros recientemente acuñaron el término botshitpara advertir del peligro de las denominadas «alucinaciones» de la IA en procesos de investigación y toma de decisiones. ¿Qué pensaría Borges?
En 1942, el autor argentino escribió otro relato breve, «Funes el memorioso». El narrador describe su encuentro a finales del siglo XIX con Ireneo Funes, un joven uruguayo que desarrolla una percepción y memoria sobrehumanas a raíz de una grave caída de su caballo. Funes es capaz de recordar —con un grado de detalle microscópico— absolutamente todo lo que ha presenciado en su vida: los pliegues en la cubierta de un libro que vio una sola vez, la forma de las nubes una mañana remota y los sentimientos que le suscitaron. Nunca anota nada, pues todo lo que ha experimentado está siempre disponible en su mente.
Insatisfecho con las imprecisiones del lenguaje humano, Funes crea su propio código para registrar información con el nivel de precisión del que solo él es capaz. En su innovador sistema, cada número posible es sustituido por un sustantivo que el protagonista asocia con él: 7013 se convierte en «Máximo Pérez», mientras que la palabra «nueve» designa al número 500. Funes parece destinado a responder muchas de las grandes preguntas de la humanidad; sin embargo, su desenlace es trágico y termina aislado de la sociedad, ya que nadie comprende su lenguaje ni puede percibir el mundo como él. El narrador concluye que Funes, en realidad, «no era muy capaz de pensar» ya que «pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer», y su talento sobrenatural lo había privado precisamente de tales habilidades.
El prodigioso uruguayo probablemente nunca existiera, pero su descripción coincide casi a la perfección con lo que sabemos sobre los grandes modelos de lenguaje (LLM) actuales. Estos se basan igualmente en asociaciones complejas de cifras y letras —véanse las explicaciones de Ikhlaq Sidhu sobre el algoritmo Word2Vec— y la mal llamada inteligencia artificial no piensa realmente (al menos, no como nosotros). En el relato, Funes lamenta que su increíble memoria sea básicamente inútil, un «vaciadero de basuras», anticipando con ello las metáforas de la descomposición acuñadas por Doctorow y McCarthy. Creo que Borges habría compartido las inquietudes de ambos.
Un último cuento. En «El Aleph» (1949), un conocido del narrador oculta en su sótano una pequeña esfera, de dos o tres centímetros de diámetro, que contiene «todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Se trata de un artefacto —el Aleph — que permite a su usuario contemplar cualquier parte del universo, desde desiertos y campos de batalla remotos hasta las letras en las páginas de un libro cerrado. No hemos llegado a ese escenario (¿aún?) pero, durante la lectura, resulta inevitable pensar en los actuales mapas digitales, experiencias inmersivas de realidad virtual o reconstrucciones tridimensionales de mundos perdidos. El narrador admite que el Aleph tal vez no contenga el mundo, sino un mero reflejo de este (el espejo era una de las metáforas favoritas del argentino), lo que traza un paralelismo aún más evidente con tecnologías hoy existentes. Al final, el narrador en primera persona (cuyo nombre es Borges) convence al propietario de que el Aleph solo existe en su imaginación, el edificio es demolido y, con él, desaparece el artefacto. Tal giro argumental remite a debates éticos vigentes hoy en día, incluido el surgimiento de un nuevo ludismo.
A lo largo de la historia, la literatura ha anticipado —implícita o explícitamente, de manera consciente o por casualidad— descubrimientos tecnológicos y científicos revolucionarios que hoy damos por sentados. Al hacerlo, anticipa los dilemas que estos plantearían y ofrece posibles soluciones imaginativas para los lectores del futuro. Valga como ejemplo el mejor amigo de Borges, Adolfo Bioy Casares, quien se adelantó a la creación de la realidad aumentada y virtual en su novela La invención de Morel (1940); o Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, donde los habitantes de Macondo empiezan a olvidar los nombres de todo lo que les rodea en un capítulo que hoy puede reinterpretarse como una parodia del «efecto Google». Hace unos años, Samanta Schweblin publicó su colección de relatos Kentukis (2018), donde predijo algunos de los debates centrales de la era pospandémica en lo referente a las interacciones a distancia y el auge del metaverso.
Pero volvamos a Borges, y a cómo las tecnologías digitales han alterado nuestra recepción de algunos de sus relatos más conocidos. Ideados inicialmente como alegorías, relatos fantásticos o ensayos filosóficos, se erigen hoy en un valioso recordatorio de que toda herramienta para la producción y preservación del conocimiento debe beneficiar al conjunto de la humanidad. Nos corresponde a todos—como lectores, usuarios, ciudadanos— establecer buenas prácticas y códigos éticos sobre su uso. Como en la biblioteca infinita imaginada hace casi un siglo, la búsqueda de respuestas sigue siendo una tarea radicalmente humana. Aún no hemos encontrado ese libro que lo explica todo —en el relato, dicho ejemplar inaccesible es Dios— pero, si un bibliotecario me preguntara, le sugeriría que empezara a buscar en uno escrito por Jorge Luis Borges.