Abuela Rita dormía enrollada con ella.

Abuela Rita era buena, la quería mucho a ella y a todos nosotros.

Tal vez ella solo podía contar con el amor de Abuela Rita, pues de nuestra parte solo recibía el miedo, nuestro pavor.

Recuerdo que ella vivía entre que se escondía y aparecía detrás del portón. Era un portón viejo de madera, entre el barraco1 y el barranco. Con algunas tablas ya sueltas y que se abría hacia un rincón, un recoveco oscuro. Era un ambiente siempre oscuro hasta en los días de fuerte sol. Para mí, para muchos de nosotros, niños y adultos, ella era un misterio, menos para Abuela Rita. Abuela Rita era la única que la conocía por completo. Abuela Rita dormía enrollada con ella. Yo nunca logré ver plenamente su rostro. A veces adivinaba la mitad de su cara. Me quedaba al acecho. Ponía la cubeta en la fila del agua o le ponía la tapa y permanecía quieta, como quien no quiere nada. Ella aparecía para mirar el mundo, para ver a las personas y escuchar las voces. Y yo, con los ojos abiertos, saltaba (solo mis ojos).

Yo no lograba saber el porqué de esa necesidad suya de querer ver el mundo desde ahí. Todo era tan aburrido. ¡Ese gran mentado mundo…!, una tiendita que vendía pan, cigarros, aguardiente y piloncillo. La tiendita era de su hijo. A nadie le gustaba comprar nada ahí, era raro ver movimiento. También vendía jabón, cloro y añil; fuera de la cachaza, del aguardiente, esos eran los productos que más salían.

Frente a la casa en que ella vivía con Abuela Rita, había una llave de agua: la “llave de arriba”, ya que en otro extremo de la favela2 estaba la “llave de abajo”. También había una llavezota y otras más en diversos puntos. La llave de arriba era mejor, comparada con la llave de abajo, porque abastecía más agua, podíamos lavar la ropa casi a cualquier hora del día, y más rápido.

Cuando yo tenía ganas de jugar y hacer travesuras, prefería ir a la llave de abajo. Estaba más cerca de mi casa. Ahí siempre estaba mi grupito, los arbolitos de mora, la cantina de Cema donde me daban las sobras de los dulces. Cuando tocaba sufrir, misterio, buscaba la llave de arriba.

La llave, el agua, las lavanderas, las casas con lámina de asbesto, cartón, madera y desechos. Ropa de las patronas secándose al sol. Lavábamos nuestros trapos con el jabón que quedaba. A mí me daba asco lavar sangre ajena. No entendía ni sabía qué sangre era esa. Pensé, por un largo tiempo, que las patronas, mujeres ricas, orinaban sangre de vez en cuando.

En esa época, siendo yo niña, mi curiosidad ardía. La curiosidad de ver todo el cuerpo de ella, de mirarla por completo. Yo quería poder exprimir con los ojos su imagen, pero ella se daba cuenta y huía. ¿Será que ella algún día pudo mirar el mundo que la rodeaba, ahí bien escondidita detrás del portón? Quizás. Algún sábado o domingo en que la llave tuviera menos gente, en que es¬tuviera vacío de lavanderas.

Hoy el recuerdo de aquel mundo me trae lágrimas a los ojos. ¡Cómo éramos pobres! ¡Miserables, quizás! ¡Cómo era que la vida se daba de manera sencilla y cómo todo era y es complicado!

Había unas dulces figuras tenebrosas. Estaba el dulce amor de Abuela Rita. Fue cuando yo supe, ya de grande, ya después de mucho tiempo, que Abuela Rita dormía enrollada con ella, que me regresó este doloroso deseo de escribir.

Escribo como un homenaje póstumo a Abuela Rita, que dormía enrollada con ella, con aquella a quien nunca pude ver plenamente, a los borrachos, las putas, los malandros, los niños callejeros que habitan los recovecos de mi memoria. Homenaje póstumo a las lavanderas que madrugaban, a los tendederos con ropa al sol. A las piernas cansadas, sudadas, negras, tornadas de color rubio por el polvo del campo abierto donde ocurrían los festivales de futbol de la favela. Homenaje póstumo a Bondad, al Tío Puxa-Faca, a la vieja Isolina, a doña Anália, al Tío Totó, a Pedro Cándido, al Sô Noronha, a doña Maria, madre de Aníbal, a Catarino, a la Vieja Lia, a Terezinha de la Oscar¬linda, a Mariinha, a Donana do Padin.

Hombres, mujeres, niños que se amontonaban dentro de mí, como se amontonaban los barracos de mi favela.


Tío Totó no estaba conforme con lo ocurrido. Dios mío, ¿sería vida aquello? ¿Por qué nosotros no podíamos na cer, crecer, multiplicarnos y morir en una misma tierra, en un mismo lugar? Si salimos por ahí sin rumbo fijo en el mundo, y no regresamos, ¿de qué vale el respeto, y toda la fe, a lo que se deja atrás? ¿Para qué sirve esa creencia de que se regresa a donde se enterró el ombligo? ¡Ni que fuera verdad!

Tío Totó estaba inconsolable: ser viejo y tener que volverse a cambiar de casa, cuando su cuerpo en realidad ya lo que pedía era tierra. Él no saldría de la favela. Ahí sería su último hogar. Él miraba el mundo con una mirada de despedida. Miraba a su tercera mujer, a sus nietos huérfanos, a su casita pintada con cal, a algunas gallinas y al chiquero vacío.

—Ya perdí la fuerza, Maria-Vieja. Ya trabajé mucho. Yo quiero apoyarme en todo, agarrar el hacha, cortar la leña… Me siento y pienso: ¿para qué? Ya hice eso toda la vida… Luché, me casé tres veces, enviudé dos, la tercera mujer eres tú. Tuve hijos de las dos primeras. Los hijos también se fueron. Fueron partidas tristes, antes de tiempo, siempre antes de tiempo. Viví, ya estoy viejo. Mi cuerpo pide tierra. El Hoyo, mi última mudanza será a ese lugar.

Tío Totó perdió la inocencia en Tombos de Carangola.3 Sabía que no había nacido ahí, como tampoco lo habían hecho sus padres. Todos se dedicaban al trabajo duro del campo, a chaporrear indistintamente la maleza y preparar la tierra. Sabía que sus padres eran esclavizados y, aunque él había nacido bajo la Ley del Vientre Libre,4 ¿cuál era la diferencia? Sus papás no habían escogido esa vida, y él tampoco.

Antonio João da Silva tenía una letra bonita y sabía deletrear un poco. No era fácil leer. Había que juntar letra por letra hasta que se revelara la palabra. Después, juntar palabra por palabra y, al final, bajo las palabras sumadas, surgía algún pensamiento, alguna frase bonita o alguna tontería.

Antonio João da Silva, Totó, apodo de perro. No estaba mal. El perro es amigo del hombre. Un día, después de juntar las letras, leyó esto:

“Más vale un perro amigo que un amigo perro”.

No entendió inmediatamente lo que eso quería decir. Juntó nuevamente las letras, luego las palabras, y casi gritó de alegría. Claro. Más vale ser perro y amigo del dueño, que ser hombre y nunca ser amigo.

Cuando era niño le pusieron Totó. ¿Por qué Totó y no Totonho o Tonico o hasta Joãozinho? Ya adulto, era solamente Totó. Y de viejo, Tío Totó. Era tío de sus sobrinos y de los sobrinos de los demás.

—No, yo ya rodé y vagué por ese mundo viejo… Ya me comí y bebí el polvo de las carreteras. Tengo marcas, demasiada carga en el lomo. En el campo a veces mi pa¬dre contaba historias y hablaba siempre de un dolor raro que apretaba su pecho en días de mucho sol. Un dolor que era eterno como Dios y como el sufrimiento.

Totó entendía. Era niño, pero de vez en cuando sentía esa puñalada en su pecho. Un dolor agudo, frío, que le hacía soltar hondos suspiros. El padre de Totó nombró aquel dolor como banzo.5

La vida ha pasado y ha pasado trayendo dolores.

Un día, cuando estaba con su primera mujer, tuvo que dejar la hacienda en la que habían sido criados trabajando en el campo. Las tierras habían sido vendidas. Los dueños tenían una mala racha. Si alguien quería quedarse, podía hacerlo, y quien no quisiera tenía que marcharse.


Totó reunió a su mujer, a su hija y algunos trapos. Ni él ni ella tenían vivos a sus padres. Un brote de tuberculosis, que empezó en la casa grande6 de la hacienda, asoló también a los esclavizados. Decidieron irse, querían olvidar las historias de esclavitud propias, y las de sus padres. Días y días estuvieron en el monte, sobreviviendo. Se acordaban de las historias más amenas del campo, de la vastedad, de hombres libres en tierras lejanas. Se acordaban de dioses negros, reales, constantes y muy diferentes de aquel Dios Jesús del cual tanto hablaban los señores y los padres. En ese momento sentía el dolor fino como una espina rompiendo su pecho.

Había que cruzar el río con una canoa improvisada con el tronco de árbol. No podía esperar más para llegar al otro lado. Llovía desde hacía una semana. El río subía sin parar. La desesperación también.

—¿Cruzamos el río o nos quedamos, Miquilina? ¿Crees que debemos irnos o quedarnos?

—Crucemos, Totó. Tengo miedo, pero debemos de cruzar.

—Sí, Miquilina, agarra a la niña Catita, yo agarro los trapos. Que nos ayude Santa Bárbara.

El río, la inundación, el vacío de la barca improvisada, el torbellino, la vida, la muerte, todo hecho un lío.

Cuando Totó llegó a la otra parte del río, una parte de su vida se había quedado en el otro lado.

Cidinha-Cidoca andaba muy quieta últimamente. ¡Quién te vio, quién te ve…!7 Ajena a los cantos del bar. Ni el aguardiente era tan exigente. Sucia, despeinada, estaba con la mirada perdida en el vacío. Si le ofrecían un trago, bebía. Si no le ofrecían, no se quejaba ni de la resequedad en la boca.

—¡Lo bailado nadie nos lo quita, Cidoca…!

Bonita mujer, ¡incluso con aquellos ojos parados y con aquella carapinha8 de loca! ¡Bonita mujer! Loca mansa, muy mansa.

Antes le gustaba andar de blanco. Casi siempre usaba un vestido suelto sobre su cuerpo. La sombra de su negra desnudez se percibía debajo de su camisón albo. Era todo muy bonito y tentador.

Decían las malas lenguas, y las buenas también, que Cidinha-Cidoca tenía el “culo de oro”. No había quien lo probase sin convertirse después en cliente. Todos iban y volvían. Viejos, chicos y hasta niños. Las mujeres de la favela odiaban a Cidinha-Cidoca. Las más viejas temían por sus hombres, las muchachas por sus novios y las madres por sus hijos que empezaban a crecer y que, entre el vicio de la mano, el autocariño, preferían el cuerpo terso y caliente. Preferían el “culo de oro” de Cidinha-Cidoca.

¡Qué bien que estaba ella, loca, demente, descerebrada! ¡Muy bien! Un día dijeron que una muchacha virgen le había hecho un trabajo a Cidinha para crearle alguna tristeza. La muchacha que se lo hizo había descubierto que su noviecito estaba visitándola. Habló con él, pero el pollo, en vísperas de convertirse en gallo, no le hizo caso. Discutió, argumentó que era un hombre. ¡Y un hombre tenía que ir! ¡Un hombre no era igual a una mujer! ¡Si un hombre no va, enloquece! ¡Se enferma de la cabeza!

A la muchacha no le gustó.

—¡Seré niña virgen, pero boba no! ¡Qué volverse loco ni que nada! ¡Ese es un cuento de hombres para dominar a las mujeres! ¿Acaso crees que a una mujer no le gusta también? ¿Que tampoco tiene deseos? ¡Una mujer vive aguantándose las ganas, el deseo, sobre todo si es una niña virgen como yo! —contraargumentó.

Al pollo en vísperas de gallo no le gustó nada. ¡Creyó que esa virgen ni siquiera era tan virgen!

Y no se sabe por qué, desde entonces, en cuestión de días, de casi un mes, Cidinha-Cidoca empezó a enfermarse.

El Pollo en vísperas de gallo pensó mucho en los placeres de la vida. Dijo que nunca más tocaría a una mujer, que se volvería un santo y fundaría una religión solo para hombres. Jamás miraría a una mujer.

Los festivales de pelota en la favela tenían el sabor de las grandes alegrías. Sucedían en cierta época, una vez al año. Duraban meses, los sábados y domingos. La cancha era un área libre, enorme, que se ubicaba entre la favela y el barrio rico. Muy rico y bien cercano.



Notas: 1. Casas de construcción precaria que suelen ser elaboradas con tablas y techos de zinc en las favelas.

2. En Brasil, son barrios urbanos, con ocupaciones irregulares, sea en terreno privado o público, habitado en la mayoría por familias negras, con poca o ninguna condición financiera.

3. Ciudad brasileña de la provincia de Minas Gerais, Brasil.

4. Ley brasileña de 1871 que determinaba que las mujeres negras esclavizadas solo darían a la luz bebés libres.

5. Tristeza profunda que sentían los esclavizados traídos de África cuando desembarcaban en tierras brasileñas.

6. Construcción confortable y amplia donde vivían con su familia los blancos esclavizadores.

7. Dicho popular brasileño usado para señalar que alguien cambió con el tiempo.

8. Cabello rizado.

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