Más Información
Sheinbaum cierra el 2024 con mensaje de Año Nuevo; recuerda legado de AMLO y reafirma continuidad de la 4T
Científicos de la UNAM desarrollan lombricompostaje; una alternativa eficiente para el manejo de heces caninas
Sencillo, menudo y ágil, al fotógrafo Rafael Doníz (Ciudad de México, 1948) no le pesan 50 años de carrera. Se mantiene al margen de homenajes, becas y reconocimientos; su firma es discreta y apenas sonríe cuando halagan su obra. Él solo cree en el trabajo.
En sus fotografías la vida cotidiana del pueblo Cora se disipa ante los ojos; cobran fuerza las demandas del Ayuntamiento Popular de Juchitán; se devela la férrea religiosidad de los campesinos de Atotonilco; y los caleidóscopicos rostros de las Mujeres del México profundo. Sin embargo, detenerse solo en su trabajo sobre pueblos indígenas sería reduccionista. Su acervo es amplio, ha participado en más un centenar de proyectos editoriales, retratando por igual a sus contemporáneos en el arte que a trabajadores anónimos de las calles; en Simbología de la forma (2021), explora los encantos desconocidos de los elementos vegetales y en De gigantes y otras quimeras (2018) la ironía del ambiente urbano y lo cómico de la publicidad. Con su imaginación divagante ha retratado los paisajes en las cuevas de Yagul y Mitla, así como los gélidos terrenos de sal en la Mixteca baja y el Istmo de Oaxaca.
Doníz creció en una colonia popular de la Ciudad de México, fundada en tiempos de Lázaro Cárdenas, entre la Glorieta de Peralvillo y la Basílica de Guadalupe. Eran casas de beneficio social que hizo el gobierno, ahí vivía con sus once hermanos.
Se independizó durante la preparatoria. Aunque ya había tenido contacto previo con la cámara, a través del fotógrafo de su barrio, no le interesaba como carrera. Él quería cambiar el mundo, era un joven con muchos ideales sociales y políticos. Tuvo una participación activa en el movimiento estudiantil de 1968: “recuerdo la marcha del silencio y todavía se me enchina el cuero. Éramos grupos de estudiantes que, por iniciativa personal, hacíamos brigadas de información y nos íbamos a los mercados, nos poníamos sobre un tambo y empezábamos a gritar consignas, hacíamos panfletos, carteles, etc. Al final todo fue decepción y angustia”.
El 2 de octubre, salió tarde de su trabajo en un taller mecánico y quiso tomar un baño en la casa de sus papás antes de irse a la manifestación, cuando estaba a punto de salir, llegó su padre, que era sumamente estricto, y le dio una reprimenda que le impidió llegar a tiempo a la Plaza de Tlatelolco.
“Cuando logré llegar con mi moto, vi a cierta distancia que había soldados, y de repente uno dio la orden y salieron tac, tac, tac. Entonces uno de los soldados nos gritó que nos fuéramos. ‘¡Largo de aquí porque los van a matar!, ¡Largo!’. Estaba cerca una camioneta repartidora y el chofer muy asustado trató de protegerse en la cabina, yo me protegí ahí con mi moto. Me salvé gracias al sermón de mi padre, pude haber muerto esa tarde”.
Tras el movimiento, viaja a Estados Unidos como mochilero, pidiendo aventones y trabajando de manera itinerante. En Los Ángeles, el tío de un amigo, al ver que eran un par de jovencitos aventureros, sin ton ni son, los llevó a su estudio fotográfico y les enseñó a revelar un rollo. Allí tuvo otro acercamiento más consciente con la cámara; luego se fue a San Francisco donde trabajó de albañil; finalmente a Nueva York donde su hermano le consiguió trabajo en un taller de enmarcados y conoció el amor con una joven activista que le colgó una cámara en los hombros para que hiciera reportajes en un festival, eso le dio identidad. “Son detalles insignificantes en cierto sentido, pero como formación de mi persona han sido fundamentales porque aprendí a enfrentarme a la vida desde abajo”.
A su regreso, aún con la idea de cambiar el mundo, se matricula en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Cuando cursaba el quinto semestre de Sociología, conoce a Manuel Álvarez Bravo. En 1973 se vuelve su achichintle, y después de tres meses estaba convencido de que la fotografía era su camino. Así que abandona la universidad.
“Don Manuel me mostró que la fotografía era un lenguaje, un medio visual en el cual podías expresarte. Yo quería disparar un fusil para defender a mis compañeros caídos, y por fortuna antes aprendí a disparar una cámara. Ahí entendí que siempre le voy a apostar a la creación, no a la destrucción. Lo peor que puede haber en este mundo es la destrucción”.
¿Por su juventud politizada, diría que su primer libro fotográfico H. Ayuntamineto popular de Juchitán (1983) es una crónica de una protesta social?
Exactamente. Ser testigo de este movimiento me llenó de una emoción profunda, pero también me ubicó. Yo ya era consciente de que no podía ser militante ni de un grupo, ni de un partido. Después de haber andado en marchas, caminatas interminables, que destrozaran mi auto y la golpiza que nos dieron a Francisco Toledo, Víctor de la Cruz y a mi en la carretera federal del Istmo, entendí que yo no era fotorreportero, que había cosas con las que no podía. No era mi camino el de la violencia, entonces busqué hacia otra parte.
¿Cómo logra mantener el encuadre y la estética de las fotografías en movimiento?
Pienso que cuando aprendes algo bien nunca se te olvida. Tuve la fortuna de contar con la guía de Álvarez Bravo, él nunca me dio una clase de fotografía, pero sí me hizo ver libros, leer poesía, me introdujo a escuchar música clásica y así va uno asimilando el mundo. Pero sabes, al final creo que las mejores fotografías que he visto no las he podido tomar.
Los fotógrafos siempre hablan de educar el ojo, ¿a qué se refieren?
Educar el ojo es educarte a ti mismo. Es decir, no puedes ser un buen fotógrafo si no conoces la historia de tu país, si no conoces tu propia historia. Yo me tuve que enfrentar a eso, decir quién soy yo, y aceptarme con todos mis defectos.
¿Y quién es Rafael Doníz?
Un amante de la fotografía. Se convirtió como el amor que le tengo a mi esposa, indisoluble.
En los ochenta, convocados por el pintor Francisco Toledo, un gran número de creadores, como Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Felipe Ehrenberg, Elena Poniatowska, Flor Garduño, Carlos Monsiváis y Rafael Doníz, se interesaron por la intensa vida cultura y política del Istmo de Tehuantepec, de esas experiencias nacieron trabajos que hoy son emblemáticos en la historia de la fotografía mexicana. “Toledo había trabajado para fundar la Casa de la Cultura de Juchitán y donó un valioso acervo bibliográfico, de gráfica y obras prehispánicas. Los priistas habían amenzado con destruir ese lugar por ser un nido de revoltosos”.
En esas andadas, muy cerca de San Mateo del Mar, Rafael Doníz conoció a Alfredo López Austin; una noche después de una vela le cedió su camioneta para que pudiera dormir con su esposa y con ello comenzó una larga amistad de décadas. El investigador mesoamericano le hizo la presentación de su libro Náyari Cora (2014) y lo impulsó en la preparación de su trabajo más reciente Popocatépetl e Iztaccíhuatl Montañas Sagradas (Artes de México/ 2024), “Él me ayudó traduciendo fragmentos de poesía náhuatl. Porque yo me había basado en un libro que publicó Vicente Rojo con Miguel León Portilla. Y él me dijo, mira el maestro Miguel León Portilla, mis respetos pero te soy franco le mete de su ronco pecho. Si lo lee alguien que es especialista, va a decir, ¿qué está diciendo?, así que le pedí ayuda y accedió”.
De piel morena y cabello grisáceo, el fotógrafo está sentado en medio de su estudio en Xochimilco, se mueve de un lado a otro con un banco de rueditas, habla y sus ojos se expanden en sincronía con sus brazos, para enfatizar lo que está contando. Su voz es fuerte, la música de meditación que lo acompaña, apenas y se oye. Poco ha quedado del joven aventurero y rebelde, a sus 76 años ya va más pausado, “ahora ya estoy en la ciudad, porque antes me la pasaba viajando de un proyecto a otro”, su principal interés es organizar y digitalizar su archivo fotográfico. Y sobre todo terminar con sus pendientes, uno de ellos, que desde hace décadas le carcome es el libro de los volcanes de México que acaba de presentar.
“Mi amor por los volcanes viene desde niño, recuerdo que al salir de la escuela, miraba hacia el oriente y ahí estaban. ¡Los veías! ahora ya se los tragó la ciudad, pero antes era como decía Alfonso Reyes, la región más transparente del aire”.
En 2010, el artista presentó la exposición Vulcano en la galería Manuel Felguerez de la UAM con fotografías en blanco y negro del volcán Ceboruco y Chichonal. “De joven había subido a la parte más alta del Popocatépetl, estuve en el labio superior de la Malinche. Pero cuando subí al Ceboruco, por poco me quedo ahí, y para colmo me tocó un día no glorioso. De repente sentí que por mi edad, ya no era tiempo. Así que dije ‘¿con qué ojos regreso al volcán divina tuerta?’, no voy a regresar y entonces me empecé a concentrar en hacer el libro”.
Tenía un hermano alpinista, ¿no?
Sí, mi hermano Miguel Doníz. Yo lo veía llegar a la casa con su compañero montañista, llevában todo su equipo, una mochila gigantesca con unas botas especiales, los esquís, el piolet, su cantimplora, sus googles —para que no los cegara la blancura de la nieve— y las cuerdas. A mi de niño, eso me maravillaba, creo que desde ahí se afianzó el vínculo con los volcanes.
¿Cómo fue su experiencia al escalar el Popocatépetl de joven?
Una experiencia bárbara. A mí me dio el mal de montaña cuando llegué al último resguardo en Chalchoapan, ya en las faldas del Iztaccíhuatl. Un guía de la región que mis amigos habían contactado se quedó a cuidarme, los demás no quisieron y siguieron sin mi. Al siguiente día me desperté cuando comenzaba a clarear y el guía me dijo que ya no íbamos a poder subir; como insistí me aconsejó pedirle permiso a la montaña para que me dejara accesar acceder. Eso fue algo que me conmovió.
La cosmogonía de los pueblos indígenas que retrató después estaba presente desde ahí.
Empecé a entender que los volcanes son una fuerza portentosa que hay que respetar. Si los Coras están asentados en la parte alta de la sierra no es casualidad. La montaña es su centro ceremonial y suben a ofrendarle porque es su abuelo, de allí vienen.
¿Aprendió lecciones nuevas durante los años que estuvo retratando estos volcanes?
El oficio como fotógrafo te permite saber qué óptica vas a usar para cada evento. En este caso creo que cierro un ciclo de amor por la identidad de mi país. Con este libro sello mi auténtico nacionalismo, un nacionalismo sano. Amo mi país, mis cenizas quedarán aquí, porque entiendo esa raíz. Si la gente no ama el lugar donde nació qué raíz puede tener, hemos olvidado la unión hacia la naturaleza, que es el espíritu de la vida.
En todos sus trabajos anteriores los protagonistas son la gente, aquí en los volcanes la gente no está ¿Por qué este cambio?
Evidentemente es una búsqueda personal, por una mística que refleja mi amor y respeto por la tierra. Ver los volcanes es un espectáculo tan único y cada vez en la ciudad estamos más ajenos a ellos, porque ya no se ven. Antes en los puestos de periódico vendían calendarios con imágenes de los volcanes, aparecían en póster, en tarjetas, y de repente desaparecieron. Son nuestros ancestros olvidados.
Cristina Pacheco dijo que un pintor retrata el paisaje que quiere, pero el fotógrafo vive a la dádiva del azar.
Es muy cierto, hay escenas que apenas y percibo, son instantes que no vuelvo a ver. Aún así cuando reviso el disparo, veo que se lograron captar.
¿Qué criterios toma al elegir las imágenes que muestra en su libro?
Hago ediciones pequeñas y me pongo a verlas en una mesa. Muchas veces antes de un libro visualizo la portada y luego voy haciendo las secuencias, lo que busco es que haya alguna comunicación entre las fotografías. Este libro comienza con paisajes cadentes y armoniosos, al final van las fotos con cielo rojizo, como el fuego. Lo que he logrado me deja pleno, ya no tengo deuda con los abuelos.
Sus paisajes esta vez son a color. ¿Cómo logra la nitidez en sus tonalidades?
Es la exposición. Nunca he usado filtros, utilizo solo lo que me da el momento. En blanco y negro a veces uso polarizador porque concentra más los tonos.
¿Qué cámaras necesitó para poder retratar con claridad los volcanes?
Cámaras de un formato medio, prácticamente de 35 milímetros. La última que utilicé me ayudó mucho, es una cámara poco conocida, la fabricó Nikon, tiene un lente fijo de 24 milímetros, casi es un angular, pero tiene un zoom de 3,000 milímetros. ¡Imagínate!, algunas de las fotos del libro están tomadas desde la azotea de mi casa, parecería una broma pero el zoom me lo permitía. Hubo una época en que todos los días a las cuatro y media de la mañana me levantaba, me preparaba un té y me subía a la azotea a fotografiar. Vi amaneceres que hacían que todo se me olvidara.
¿La cámara puede retratar toda la belleza?
Es solo una interpretación de la belleza, la belleza es inabarcable.