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“Si algo me seduce y me interesa del cuento es su relación con la imagen, su capacidad de detenerla, de regodearse en ella, de disecarla. Su instantaneidad y su verticalidad”, sostiene Mónica Lavín en su prólogo a Cuento sobre cuento (Lectorum, 2014). En ese libro, la autora nos comparte sus reflexiones y hallazgos en torno a un género “fascinante por su rigor”.
El cuento, nos dice Lavín, nace siempre de una imagen poderosa: “es como escuchar un grito”, porque “todo cuento es grito, su virtud es que no es sonoro”. De una estampa en un pueblo de Coahuila (una pareja de ancianos saliendo de una casa hermosa y descuidada, ella llevando una bolsa de papel de estraza como bolso) nació un cuento que después se convirtió en la primera novela de Lavín, Tonada de un viejo amor, publicada en 1996 y recién reeditada bajo el sello Planeta.
“Me gustaría haber tenido el privilegio de conversar con mis autores favoritos y que me contaran cuáles fueron sus imágenes disparadoras”, observa la autora en el mismo ensayo en donde nos recuerda que William Faulkner creó "El ruido y la furia" a partir de la imagen de una niña trepada en un árbol, vista desde una perspectiva que permite atisbar su ropa interior. Lavín llama a esto “un notable ejemplo de la posición del narrador”. Llegamos aquí a una palabra clave: perspectiva. A la hora de contar el mundo, no basta con mirar: hay que saber desde dónde hacerlo.
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¿A qué imágenes nos remiten los veintitrés cuentos contenidos en su más reciente libro, "El lado salvaje"(Tusquets, 2024)? Un primer acercamiento nos revela perspectivas sorprendentes. Tenemos, por ejemplo, “Insomnio”, cuento que nos permite vivir la agitación y el estrés de un operativo de rescate luego de un temblor. Si el caos y la angustia son memorables en un contexto así, lo son aún más contados desde el punto de vista de Waldo, un perrito rescatista. Con envidiable maestría, Mónica Lavín construye un relato en donde priman las sensaciones, algunos recuerdos, y sobre todo, el vínculo entre perro y guía.
En otro de los cuentos, “Visite la torre Eiffel”, Lavín nos presenta una de las postales más vistas del mundo, pero el panorama nos seduce, una vez más, porque la perspectiva es fresca: la histórica construcción, inaugurada en 1889, nos llega vista desde la ventana de un cuarto de servicio ocupado por una enfermera mexicana que se dedica a cuidar adultos mayores. Otra perspectiva fascinante la encontramos en “Zapatos boleados”, relato contado por encima del hombro de Leda, una mujer que siente una especial fascinación por los zapatos y los pies ajenos. Resulta significativo que la protagonista del cuento tenga como empleo un puesto directivo en una compañía de llantas, a fin de cuentas una extensión de los zapatos. La perspectiva de este cuento coincide con la imagen de la portada de A qué volver (Tusquets, 2017), antología con varios de los mejores cuentos de la autora.
A la hora de contar el mundo, no basta con mirar: hay que saber desde dónde hacerlo"
Un ejemplo más lo encontramos en “La vida larga e incierta de Manolita”, que narra la historia de al menos cuatro generaciones de mujeres: comienza con Nicolasa, niña madrileña nacida en el último tramo del siglo XIX, luego viene Juana, su hija, más tarde Charito, quien debe migrar a México, y por último, “una escritora” cuyo nombre ignoramos pero podemos intuir. En este caso, la perspectiva que Lavín elige no es menos sorprendente: nos cuenta la vida de todas esas mujeres vista a través de los ojos de Manolita, una muñeca que va pasando de generación en generación. Este cuento reviste especial importancia si consideramos que a muchos entre los miles de niñas y niños que a partir de 1939 vivieron el exilio español, sus familias les permitían elegir solo un juguete que les acompañara en su nueva vida. Imposible no advertir que “La vida larga e incierta de Manolita” es un cuento que conecta con uno de los relatos clásicos de la autora: “Nicolasa y los encajes”.
A veces el cuento no consiste en una sola perspectiva novedosa, sino en el contraste entre dos o más formas singulares de ver la realidad. Así ocurre, por ejemplo, en “Cantata para tres mesas y un pastel de manzana”. En este relato —variación del cuento “Un árbol, una roca, una nube”, de Carson McCullers— un vagabundo entra en una lujosa cafetería y ordena un pastel de manzana. Conocemos la anécdota a partir de las miradas de los diferentes comensales que en ese momento ocupan las mesas contiguas. Así, el cuento es una reflexión en torno al riesgo de emitir juicios instantáneos, y es al mismo tiempo una exploración de la identidad como asunto colectivo: depende de quién nos ve y a quién vemos.
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Es momento de observar una más entre las muchas vetas literarias presentes en el libro, y que Lavín llama “cuentos que dialogan con cuentos”. Se trata de relatos que, además de tener pleno significado por sí mismos, también establecen un diálogo con algunos de los cuentos preferidos de la autora. Así, “El Deprimido” dialoga con “El nadador”, de John Cheever, y “Allí está la casa de Dolores del Río” tiende puentes con “Final del juego”, de Julio Cortázar, por mencionar sólo dos. El ejercicio le permite a la autora concretar el sueño expresado líneas más arriba: no sólo conversa con sus autores favoritos, además nos hace partícipes de esa conversación.
Conforme avanza la lectura, los lectores descubrimos vasos comunicantes entre algunos de los relatos: de esta manera, el relato ya mencionado sobre el perrito rescatista puede asociarse con “El corazón de la tierra”, cuento sobre los últimos días de Charles Richter, creador de la escala para medir los temblores, y en cierta manera también establece lazos con “El afinador”, que nos permite conocer cómo se vive una tragedia desde los zapatos de un afinador de pianos profesional.
Otra línea va de “La viuda joven” a “El manglar” e incluso a “El olor de la gobernadora”, pues los tres propician reflexiones sobre el papel de la ficción en la vida cotidiana. Mentimos a veces, pero ¿qué sucede cuando una mentira termina convirtiéndose en un proyecto de vida?
Así, con el asombroso mural de perspectivas que nos ofrece en El lado salvaje, Mónica Lavín nos recuerda que la buena literatura sigue siendo el mejor recurso para ver la vida desde una perspectiva ajena.