Es frecuente que un escritor deba su fama a un libro que no es precisamente su preferido. Así ocurre, me parece, con Horacio Castellanos Moya (1957), puntual como novelista de la violencia revolucionaria y su brutal represión en América Central, en las postrimerías de la Guerra Fría, quien, empero, tiene en El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997), su obra maestra. Lo que pareció ser sólo una paráfrasis de la sofocante y adictiva prosa del austríaco, se convirtió en un supremo “ejercicio de estilo” entre una putrefacción moral y otra, de la Austria católica borrando su complicidad con el nacionalsocialismo a la incuria salvadoreña. Y eso que El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, apareció más de una década antes de la frustrante llegada electoral al poder de los antiguos guerrilleros. Uno de los entonces jóvenes funcionarios del FMLN ya empoderado, Nayib Bukele, es a partir de 2019, el vigente señor Presidente de esa desdichada región.
Castellanos Moya, nacido en Tegucigalpa bajo los cuidados de una familia conservadora y radicalizado en su juventud universitaria en El Salvador, nunca olvida que tuvo más suerte que miles de sus coetáneos, quienes tras sufrir lo indecible, fueron olvidados, víctimas y verdugos de una causa perdida. Y al mejor recordado de todos ellos dedica Castellanos Moya Roque Dalton: Correspondencia clandestina y otros ensayos (PRH, 2021), no queriendo novelar la vida del poeta ajusticiado por sus propios camaradas el 10 de mayo de 1975, sino dar cuenta de los papeles que encontró para acabar de completar las estaciones de una de las leyendas de una literatura, la centroamericana, que a veces parece sólo ser legendaria: Darío de principio a fin; Gómez Carrillo en París y Monterroso en Chimalistac; Cardoza y Aragón, el descubridor de la vanguardia; Asturias, un Premio Nobel equívoco; el padre Cardenal en el camino de Damasco junto a la rectitud moral de Ramírez Mercado; Dalton, el traicionado; el propio autor de El asco, leyendo a Bernhard en el remoto DF de 1981, rodeado de toda clase de conspiradores.
Fue Castellanos Moya a San Salvador a revisar los archivos de Dalton en la búsqueda de los borradores y notas de la novela Pobrecito poeta que era yo…, publicada póstumamente. No hallando lo que buscaba, encontró algo más sustancioso: las cartas, originales o copias en papel carbón (a quienes sabemos qué era ese papel habrían de aplicarnos la prueba del propio Carbono-14 para determinar nuestra antigüedad) de Dalton a su ex esposa Aída Cañas (que nunca dejó ser su confidente y secretaria al grado de que sólo ella sabía exactamente dónde estaba el poeta), la nueva pareja de Aída, y a su madre. No todas ellas fechadas, una primera parte fue escrita entre abril y diciembre de 1973, cuando Dalton, mientras recibía instrucción guerrillera en Cuba, fingió estar haciendo turismo revolucionario en Vietnam, “estratagema”, confirma Castellanos Moya, que engañó a casi todos. Otra, la más interesante, fue redactada entre fines de 1973 y enero de 1975, cuando Dalton ya estaba clandestino en su país.
De Cuba, Dalton habría reingresado a El Salvador para ponerse al servicio, como ideólogo, de la dirección del siniestro Ejército Revolucionario del Pueblo, que mandó ejecutarlo quince meses después, acusado, primero de ser agente de la CIA y, después, de ser espía de los amigos cubanos, con quienes se habían malquistado las esposas de los guerrilleros en La Habana, según sabemos ahora.
A Castellanos Moya le impresiona que Dalton, por carta, estuviese más preocupado en convencer a su madre de las bondades de su divorcio que de diseñarse como “hombre nuevo”, lo cual habla, digo yo, de las convenciones manidas que privaban entre aquellos “colegas enemigos”, como los llamó Zaid en su decisiva “lectura de la tragedia salvadoreña” (1981) donde Dalton es la figura más patética.
Hijo ilegítimo de un millonario aventurero de Arizona, quien cargaba con la fama de haberle robado 25 mil dólares a Pancho Villa en una fraudulenta compra de armas y de una enfermera salvadoreña, el poeta había cumplido con el “rito de iniciación” que significa para “un revolucionario el paso a la clandestinidad” y Dalton, según leemos en el libro de Castellanos Moya, parece haberlo cumplido: “lo que había sido quedaba en Cuba: el poeta bohemio, el polemista radical, el borracho provocador, el mujeriego, el escritor torrencial”. Sin la picaresca anecdótica que el alcohol derramaba en sus versos primerizos, sobre sus postreros Poemas clandestinos no cae la anécdota —dice Castellanos Moya— y parece haber goteado, en cambio, una sátira antigua que no alcanzó a diluirse del todo. Algo de Marcial y Juvenal se deja leer allí.
En La metamorfosis del sabueso (2011), Castellanos Moya aventuraba que “dos arquetipos de escritor se fusionaban en Dalton”, el poeta comunista comprometido, “y el modelo del poeta aventurero, osado, subversivo, provocador e iconoclasta, más afín a Villon que a Maiacovski”. No estoy seguro que Dalton haya logrado a cabalidad esa fusión supuesta por Castellanos Moya. Le fue suficiente con su protagonismo como un Maiacovski salvadoreño (el primer poeta soviético, dicen las revisiones históricas, dejó de ser de acero para volverse de cera), nada más que a Dalton, como diría Revueltas, “lo suicidaron”.
Volviendo a la pesquisa documental de Castellanos Moya, verificada en 2013, ésta se ve precedida por un par de sobremesas, en la casa familiar, con la exesposa y madre de los hijos de Dalton, quien le ordena la cronología al investigador, dando claridad a las cartas a descubrir. En agosto de 1974, Dalton interrumpe su misión clandestina y aparece en un hotel de la calle de Isabel La Católica, donde se toma un respiro para ocuparse de sus asuntos editoriales en México, necesitado como está de dinero en forma de adelantos porque el segundo Premio Casa de las Américas al cual aspiraba, no se lo dieron otra vez, porque se había peleado en Cuba con los comisarios Fernández Retamar y Benedetti. De ganarlo, una parte del monto del premio habría debido donarlo a la guerrilla (era lo usual). Regresó a El Salvador con las manos vacías, para dedicarse, según la correspondencia, a los asuntos amorosos pendientes con su nueva novia cubana, que lo creía en Hanói. En 2012, Castellanos Moya y un colega localizaron a esa persona en Miami. Los citó y los dejó plantados. Les dijeron que era dada, la antigua amante de Dalton, a las fugas alcohólicas. No podía ser de otra manera, pues según Castellanos Moya, los salvadoreños vivieron aquellos años y su secuela, como “Saigón antes de la ofensiva del Tet: la fiesta se intensificaba entre la pólvora”.
A Roque Dalton: Correspondencia clandestina y otros ensayos, lo completan las reflexiones autobiográficas de Castellanos Moya, quien se pregunta por qué, habiendo sido Dalton desenfadado, irreverente, sarcástico y valiente, nunca se identificó con él. Sospechó desde un principio de uno sólo de sus rasgos de carácter: la fe jesuítica. Esa fe, en uno de sus versos de La Habana, a Dalton lo hizo sentir moviéndose del “fuelle de la traición a la sospecha de la traición”. No hay tumba de Roque Dalton. Según la versión más prometeica de la escena del crimen, sus asesinos dejaron a campo abierto el cadáver para que fuera festín de las bestias.