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Descubrió que Matamoros era una ciudad enana y callada, con muchas construcciones recientes. No había un propósito más que utilitario en sus fachadas donde se daba cobijo a estéticas, refaccionarias, locales minúsculos de renta de fotocopiadoras o consultorios de dentistas. Algunas casonas viejas desentonaban por el descuido y la maleza en sus jardines y ocultaban la dignidad que algún urbanista entrenado habría dejado para embellecer la ciudad con el paso de los años. Lo que sí descubrió, como yo lo hice, era que la ciudad tenía mucha prisa: la poca gente andaba apurada para huir del calor, había demasiadas trocas, algunas personas ensimismadas en lo suyo se atropellaban en las banquetas minúsculas, hacían fila afuera de los bancos, en las tiendas de productos chinos, esperaban los camiones urbanos viejos y polvorientos que los llevarían a las orillas de la ciudad desde las paradas silvestres sin ninguna señalización.
Alguna vez alguien me contó la diferencia entre las grandes capitales y las que nunca lo serían. Su explicación estaba puesta en las banquetas. Las grandes ciudades siempre asimilan que un gran grupo de personas las andarán: viajeros de negocios, turistas, la misma población; así que construyen andadores, banquetas amplias, pasajes: en cambio las ciudades que nunca se consideraron grandes ni importantes ceban el destino de sus transeúntes a banquetas pequeñas, apenas para el paso de una persona y en donde es fácil perder el equilibrio y caer.
En la ansiedad yo también imagino. Imagino que Marcelo llegó hasta una dulcería con piñatas que pendían del techo con su bailoteo torpe de papel maché. Entonces recordó y recordé cuando mis pesquisas me llevaron al mismo sitio, al ver aquellos colores luminosos como el betún, que papá tiene diabetes y aquello le dio una pista, tal vez había tenido un bajón de insulina, se habría desmayado en la calle; algún policía los vio en el trance y los llevó al hospital más cercano. Escribió rápido la frase «hospitales Matamoros» en el navegador de su celular y se encaminó a la clínica más próxima.
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El Hospital Guadalupe tenía la fachada color ladrillo y no era tan grande. Con la prisa se estacionó en donde no debía y un guardia salió a regañarlo, pero no le hizo caso. He visto el video varias veces. Mi hermano baja ansioso del Corolla, no mira a nadie en particular, pero cuando el guardia se le acerca él reacciona con cierto miedo, da unos pasos atrás, luego toma valor y algo le dice al cuidador, manotea y entra por Urgencias. Ahí pregunta por mis padres en la sala de recepción, sin éxito. Nadie había llegado con tales características. Para entonces mi hermano ya era una fuerza descontrolada. Recorrió el pasillo de acceso y entró a la sala de urgencias, pero ese día no había ni un accidentado. El doctor y las enfermeras charlaban tranquilamente en la estación, una revisaba la cantidad de medicamentos y acomodaba el instrumental médico. El doctor le preguntó con miedo qué sucedía; no era la primera ni la última vez que alguien entraba por esas puertas armando tal alboroto: entre sicarios o familiares enfurecidos porque la medicina no iba a salvar a su papá o hermano o hija y la agarraban contra los médicos y enfermeras; aquellas trombas de impotencia que producía la gente no eran cosa extraída de la ficción, sino hechos reales, asumidos, pan de todos los días. Cuando la gente ve que alguien querido está por morir la ignorancia de su vida, la estupidez del tiempo perdido, su inutilidad, los transforma en seres violentos que solo quieren desquitarse por lo que la medicina no podrá curar. Tal vez por eso los enfermos que amamos duelen más, porque nos recuerdan lo fútil y poco práctico que es al final nuestro amor enfurecido por ellos.
Marcelo mostró su celular y las fotografías que le había enseñado a la dependienta del café París. Los doctores le contestaron que no había llegado nadie ahí, pero una enfermera agregó que tal vez estuvieran en otras clínicas y tras algunos minutos le pasó los nombres de las que se encontraban alrededor. Mi hermano arrebató la hoja y salió corriendo solo para volver a manotear con el guardia de la entrada.
Convencerlo de que no hallaría a nuestros papás con vida, de que tal vez los había perdido para siempre”
Antonio Ramos Revillas
Con esa lista abordó su coche que había dejado estacionado en batería y peregrinó de hospital a hospital de Matamoros, con una asfixia que llegaba de las esquinas de la ciudad, en los semáforos en rojo, en los involuntarios saltos que debía dar, en la cabina del auto, al pasar rápido sobre los bordos, en las vueltas en U prohibidas, en el laberinto de cuadras de Matamoros llenas de locales pequeños, negocios chicos y baldíos. La respuesta fue la misma en todos lados hasta que la cantaleta que le habían empezado a recitar terminó de horadar la urgencia que tenía, de convencerlo de que no hallaría a nuestros papás con vida, de que tal vez los había perdido para siempre.
La muerte de los padres es piedra de toque en la vida de todos. Nos vuelve otros aunque no queramos. Con su partida la nuestra también se hace visible. Toca a nuestras puertas por primera vez. Algunas veces, de joven, mientras intentaba dormir en la cama, me preguntaba cuándo iban a morir mis papás. Asumía que la causa de su muerte sería por alguna enfermedad corta, en la medida de lo posible, nadie espera la agonía extensa en las camas de cualquier hospital del mundo. El solo imaginarlo me causaba una especie de sofoco. Intentaba distraerme, pero la idea regresaba. Una vez se lo conté a Marcelo, quien ya empezaba a fumar y soltó el humo lentamente. Compartíamos la habitación. Él del lado de la ventana. El aire terminaba por devolver el humo que inútilmente quería sacar.
—Madura—me respondió—, no siempre serás el consentido de papá.
Pero ni él ni yo maduramos. Un par de años después cayó en una depresión que lo hizo perder el último año de prepa. Nada lo sacaba del estado a donde había ido. Había roto con su primera novia y aquello desencadenó en él un olvido. Adelgazó mucho y cuando salió de la depresión, gracias a la terapia y las pastillas, nunca volvió a tener el mismo arrojo que había recuperado tras un episodio similar años atrás. Conozco a personas con depresión. Son nerviosas, no en el sentido de un temblor físico, sino en la manera como pisan el mundo que se les presenta. Sus detonadores de la caída son misteriosos, pero así como en los sistemas, una vez que se activa uno el resto hace su función y los encadena a otro tiempo, a una manera distinta de estar en el mundo, incómodos con él, avorazados en la propia destrucción que solo ellos observan. A veces logran sacar la cabeza a flote, pero sin ayuda terminan fundiéndose con el lodo del fondo.
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Aquel sábado, tras visitar los hospitales, el propio sistema de alarma de mi hermano lo terminó llevando a la policía. El cuartel se encontraba cerca de la zona del consulado, una de las mejores de la ciudad, ahí se erigía también el Museo de Arte Moderno y uno de los parques más bonitos de Matamoros con una concha acústica donde suelen darse conciertos durante el Festival de Otoño. El cuartel, como en todas las zonas en guerra, amedrenta. Los policías lo hicieron esperar en una de las irritantes bancas que yo conocería muy bien los días siguientes. Aguardó a que lo atendieran hasta que una oficial le avisó que no podía hacer nada ya que solo se buscaba a personas tras 72 horas desaparecidas y no habían pasado ni cuatro desde la última vez que se les había visto a mis padres.
—Puta madre —les contestó—. ¡En 72 horas ya van a estar muertos!
Apenas dijo aquello el desequilibrio que ya afloraba en su interior lo hundió. Sendas lágrimas recorrieron su rostro, pero ni eso inmutó a la oficial, por otro lado acostumbrada al trato con los desesperados como primer lección para ser policía.
—Si quiere pregunte en las patrullas si los han visto —le aconsejó, consciente de fastidiar a algunos compañeros con aquella sugerencia. Los policías suelen tener solo dos personalidades: una violenta, cuando ejercen el poder, y otra medrosa, tensa, dubitativa, cuando un ciudadano les habla para pedir consejo. Imagino que remató la oficial:
—¿Sabe cuánta gente cae en esas características que dio? ¿Ya fue a los hospitales y a las cruces roja y verde?
Vencido, salió y se detuvo afuera del cuartel. Hacía sol, pero un viento frío que llegaba de la costa lo tranquilizó. El otoño, su estación favorita del año, se encontraba en ciernes. En unas semanas aquel aire ralo se convertiría en sostenidas corrientes frescas que irían disminuyendo la temperatura de toda la región hasta volver quebradizos pastizales y cerros, ventanas de coches y pulmones de enfermos. La temporada de ciclones ya había quedado atrás y el sol y las temperaturas altas volvían a recobrar la tierra por un breve tiempo, antes de la llegada del invierno que solía ser duro en esa zona. Revisó su reloj y precisó: no habían pasado ni cuatro horas desde la desaparición de nuestros papás.
De niños nos perdimos una vez, cada quien solo, y después, juntos. Marcelo se extravió en el Centro. Había acompañado a mamá a comprar una vajilla. Entonces la ciudad no contaba con tantos centros comerciales, sino que estaba construida a la usanza antigua: calles de libreros, de vendedores de focos, de trajes y vestidos para bodas y para la venta de artículos hogareños.
Perderse es un ejercicio de la curiosidad. Algo te llama la atención y envuelto en la ligereza, tomas una desviación que pasado cierto tiempo conspira contra ti y te alerta. Algo ha cambiado. Algo ya no está donde debería. ¿Quién se pierde para quién? Alguien olvida y alguien descubre que ha sido olvidado, ¿en quién recae la mayor aflicción?
En la casa siempre han contado esa anécdota como el «extravío» de Marcelo. Mamá es la culpable. Salieron a comprar una vajilla a la calle donde estaban la mayoría de esos locales. Entraron y salieron de varios. Entre la gente, el ruido del tráfico y el calor, mamá perdió a Marcelo. La alerta se desató cuando buscaba una tapa para una olla de presión. Inclinó la mirada y no encontró a mi hermano por lo general a su lado. Pronunció su nombre en voz baja y después fue subiendo el volumen. Recorrió los pasillos de la tienda, apurada, se abrió paso entre la gente, miró en los anaqueles, debajo de las mesas. Sudaba demasiado por la ansiedad. Cuando salió a la calle hizo la ruta en sentido inverso. Al igual que Marcelo, mamá se apoyó en los guardias de seguridad. Nadie había visto a mi hermano. Lo encontró en la segunda tienda que había visitado, tres calles atrás. Marcelo estaba paralizado por el miedo y, a diferencia de mamá, había decidido quedarse en el último sitio donde la había visto. No dijeron nada de los orines en los pantalones. Entonces no tendría más de seis años.
Decidió tranquilizarse y volvió al café París. Apenas llegó y le preguntó a la misma dependienta si habían aparecido por ahí un señor de tal y tal facciones, con una mujer así y asá. La chica negó con la cabeza. Desanimado, buscó un sitio cerca de la ventana. Se tomó un café, pero la bebida no lo tranquilizó. Con la mirada puesta hacia fuera le daba sorbos lentos a la taza. Pasado cierto tiempo en el que solo revisaba el ir y venir de la gente en la calle alzó la cabeza y observó al fondo del local una cruz de madera, encima de la puerta de acceso al patio. La cruz tenía unos ramilletes, bajo ella una vela eléctrica iluminaba los pies del nazareno.
No sé cuánto tenía sin hablar con Dios, pero en ese momento cerró los ojos y oró. Inclinó el rostro y con las manos en el filo de la mesa algo murmuró. He visto el video varias veces. En todas me sorprende ese momento de vacilación antes de emprender la oración. Si Dios está ahí debe escucharlo, pero ¿Dios está ahí? Una interrogación que abrasa. Mamá nos había enseñado a orar desde niños. Incluso papá nos acompañaba en algunas ocasiones. Nos imponía aquel silencio espectral como si él exigiera una pauta en el tiempo para poder ser nombrado. Ante la mesa se bendecían los alimentos, pero también las salidas en carretera no iniciaban hasta que mamá apuraba una oración breve y certera. Tal vez, apoyándose más en la fe de mamá que en la suya, dijo:
—Sé que no he sido el mejor hombre —le confesó a Dios—. Pero tráelos con bien, te lo suplico.
Cuando abrió los ojos la ansiedad había disminuido un poco. Desplomó la mirada sobre la mesa, en las vetas artificiales que semejaban nudos de madera. Quería salir y continuar con la búsqueda, pero se mantuvo en su lugar. Quieto. Quieto ante la ansiedad. Quieto. Inmóvil por fuera. Podía escuchar sus latidos en tensión, percibir un calambre que descendía por la espalda, como una extensión de la prisa que iba desde alguna de las primeras vértebras y se internaba en los meniscos, finas láminas de resequedad y ardor. Los pulmones empezaban a acelerar su ritmo y los bronquios se inflamaban. Un dolor secreto a la altura del páncreas lo hizo sudar. Apretó los dientes como si quisiera sacárselos a mordidas. Notó que el café se había terminado. Al fondo, el pocillo había formado la imagen de una península.
Fue al lavabo y se refrescó el rostro. A sus 42 años aún se mantenía con cierto aire juvenil a pesar de las canas, herencia familiar paterna, que ya avanzaban incluso en su barbilla y habían empezado a la altura de las sienes. Una cicatriz horizontal cerca del ojo, de la vez cuando de niño se cayó en el patio y se rasgó parte de la sien, le procuraba cierta seriedad. En algunas fotografías exhibía aquella cicatriz con orgullo. Un alambre de púas había sido el causante. Le tuvieron que dar puntos para cerrar aquello. Casi cinco centímetros. Salvó el ojo de milagro. Yo era muy pequeño entonces, pero me dice mamá que cuando Marcelo se dormía y ella me dejaba cerca de él, de pequeño, me gustaba pasar el dedo sobre la cicatriz. Una vez me descubrió así, como si acariciara esa breve línea suave, dice que algo en ella me intrigaba, de esas cosas y actos que capturan nuestra atención durante la infancia, que le dicen a los otros qué somos o seremos, pero que nosotros ignoramos para siempre.
Cuando volvió a la mesa decidió ir al punto de partida: al sitio donde los había dejado. Lo imagino yendo detrás de esa imagen que es papá. Desde su jubilación, siempre viste de manera cómoda. Dejó para siempre los sacos completos, las corbatas y ahora solo usa sudaderas, playeras de algodón con estampados, gorras de equipos de beisbol gringo o futbol americano. Tanto mamá como él han adoptado una manera holgada de llevar sus años finales: mamá suele usar blusas ligeras, faldas con estampados de flores, unas zapatillas de tacón bajo. Hay una fotografía en el recibidor de la casa, donde se les ve a sus cuarenta años. Nosotros rondamos los diez y los siete. Vestimos como si fuéramos a solicitar un trabajo de oficina. Hay cierta gallardía en la forma como papá y mamá miran a la cámara, como orgullosos de capturar eso que los representa.
Sin duda, la generación de mis padres aún alcanzó a soñar con una estabilidad financiera que se sustentaba en trabajar todos los días, una vida que corría a la par de las responsabilidades: en cambio la mía ha alargado la juventud lo más que puede. Aún compramos juguetes, nos vestimos con cierto aire infantil. De niño viví ese delicado momento de conocer el Nintendo y ser parte de la generación de Mario Bros, pero a mi hermano le tocó descubrir el Atari. Parece una tontería, pero hay dos formas de mirar el mundo en ese hecho tan simple. Entre una generación que juega a la baraja con los vecinos y la que se conecta en su computadora para hacer lo mismo en el silencio de su habitación, existe una ruptura difícil de salvar.
De nuevo, el problema del sistema. Para que funcionen los componentes deben hablarse entre sí con igualdad de información. Si uno recibe menos o se le envían datos o energía de más existe una falla y el resultado no es continuo. La alteración produce otras realidades. Marcelo pertenecía a un sistema intermedio, uno en el que había sido instruido en la búsqueda de la estabilidad, la familia y los hijos, pero al mismo tiempo, en la inestabilidad del cambio, el discontinuo de la pérdida de ciertos valores que, para alguien incluso tres años menor, ya no existían por culpa de Mario Bros. En qué mundo se construye una identidad cuando los referentes cambian en un lapso apenas como un suspiro. De niños nos encantaban los robots...