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Mi algoritmo es como el gobierno: en todo piensa cuando de mi felicidad se trata.
YouTube me ha remitido pianistas de altas dimensiones, como Khatia Buniatishvili.
Quien se dedica al arte tiene una certeza: recibirá críticas, en ocasiones muy fuertes, como las que dejan leerse sobre esta joven nacida en Georgia, pequeño país cuya historia tiene puntos en común con Ucrania.
Hoy Khatia Buniatishvili es ciudadana francesa.
No puedo hacer juicios acerca de técnica pianística. Sí puedo hablar como simple melómano: disfruto las interpretaciones que ella hace de figuras muy conocidas, como Claude Debussy y Sergei Rachmaninov, Franz Liszt y Arvo Pärt.
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Entiendo que, cercana a los 37 años, ha hecho una pausa en su carrera por razones familiares.
El lugar común nos avisa: “Las comparaciones son odiosas.”
Aun así, los patrones cognitivos, argumentativos y conductuales de la especie humana se sustentan en comparaciones, entre otros pocos hábitos muy frecuentes.
Las analogías podrían verse como un conjunto, uno de cuyos subconjuntos serían las comparaciones.
En todo caso, el destino de una joven pianista o una joven cantante —como nos pasa en la literatura, los deportes, la política y otras actividades donde lo privado se vuelca hacia lo público— depende de patrones existentes. Y es que, frente a cada aspirante, los juicios y jurados traen a cuentas las figuras pasadas, las competencias presentes, las inquietudes futuras.
Existen breves videos sobre Buniatishvili sometida a una temprana disciplina pianística de notable exigencia. Conviene compararla con ella misma: aquella niña —quien gracias a su madre y a un ambiente favorable tomó lecciones de piano desde los tres años, junto a una hermana— es hoy un referente intercontinental.
El siglo XXI ya se caracteriza por lo siguiente: nunca había habido tantas posibilidades de comparar, es decir, de juzgar (pues comparamos, sobre todo, para juzgar: un paradigma son los debates, esas apoteosis de la comparación y el juicio sumario).
Si —como sugirió Kierkegaard— la posibilidad es la angustia, entonces vivimos en el siglo más angustiado.
Esas posibilidades son abundantes por el crecimiento de la población y de la economía. Y entonces se reducen los tiempos de paciencia ante cada nueva propuesta.
Por ejemplo, las empresas editoriales más poderosas no tienen prácticamente ninguna calma ante las nuevas expresiones y sustentan sus ventas en clásicos y en escándalos. (Me baso para este juicio en los balances de la Cámara Nacional de la Industria Editorial y en otros documentos que me proporciona el editor Antonio Reyna; ahora bien, el tema requiere de muchos matices y de un texto exclusivo.)
De nuevo seré categóricamente axiomático: a mayor competencia, mayor impaciencia. A mayor competencia, más rudeza y crudeza en el juicio.
Por eso es valioso descubrir el triunfo indiscutible de una persona joven en un conjunto de medios —las redes— y en una época —la nuestra— tan exigentes y tan impacientes.
Mi algoritmo también me acerca voces. Hago mío su eclecticismo, su amplitud de posibilidades. De pronto mi YouTube oscila de los Beatles y Erik Clapton a Lucy Thomas y Emily Linge.
Estas dos jóvenes han basado en las redes su creciente presencia pública. Prefieren hacer versiones propias de canciones muy conocidas.
Y de pronto se me aparece Patricia Janečkova.
Decía Gabriel García Márquez que después de leer a Juan Rulfo no pudo acercarse a otro libro durante un año… Al autor de Cien años de soledad el tiempo se le volvía un poco pantagruélico, quiero decir, eficazmente exagerado, como lo confirma el título de su novela.
Aun así, la frase ilumina una de las tensiones de la época (¿y de nuestros patrones en cuanto a percepción, a conducta, a gustos?): si un editor o un lector cualquiera no le concede más de quince segundos a un libro ajeno, ese mismo editor o simple lector es capaz de recorrer librerías de viejo, bibliotecas, hemerotecas y redes en busca de un texto más, ¡aunque sea uno!, de una voz literaria que de pronto lo cautivó.
Y además quiere ser la única persona portadora del secreto sobre esa voz, compartido con unos cuantos iniciados.
Eso me pasa ahora con Patricia Janečkova, nacida en Alemania (1998), de raíces entre checas y eslovacas y de nacionalidad ya universal gracias a su música y a su actuación.
Si mi algoritmo no me está ocultando algún dato decisivo para sustentar lo que estoy a punto de decir, entonces Patricia se dio a conocer allá por 2010 mediante uno de los mecanismos consentidos de comparación y juicio en la cultura mediática contemporánea: los concursos ante un auditorio muy atento y ante cámaras listas para registrar el menor de los gestos y de los aciertos o errores de quienes osan someterse a nuestra mirada-de-jurado.
Lucy Thomas y Patricia Janečkova coinciden en esto (haber salido adelante ante pruebas públicas a edad temprana) y en haber hecho versiones del Aleluya de Leonard Cohen.
A partir de allí las diferencias son notables: el repertorio de Patricia corresponde a la tradición de los Lieder y de la ópera europeas.
El papel de la joven en Acis y Galatea de Händel es sencillamente… (ponga aquí mi lector el adjetivo que juzgue comparativamente prudente y conveniente después de buscar la pieza completa o bien un par de las arias disponibles de ella).
Hubiera dicho Cervantes: “No sé como canta, que encanta.”
El estado de gracia de la voz se conjuga con una puesta en escena muy original y con una dirección de orquesta llena de contagiosa convicción y de energía.
El estado de gracia de la actuación llega al punto en que cierta agilidad facial me recordó a uno de los genios de la cinematografía.
De golpe quiero aprender checo, eslovaco, esloveno. Y he aquí otro de los milagros de la música: no sólo es el lenguaje universal por excelencia, el lenguaje que acaso salvará a la humanidad de los particularismos endógenos, recelosos, sino que el vocabulario de la música tiende a ser común, y es así como de aquellas lenguas centroeuropeas alcanzo a entender un par de palabras, equivalentes a orquesta, a concierto, entre otras, y los nombres me orientan y casi comprendo una o dos frases: Bach, Offenbach, Andrea Bocelli.
(Un joven estudiante norteamericano acaba de ser arrestado en su propia casa de estudios por alguna protesta contra masacres de inocentes; al momento de la detención se puso a cantar, y de repente se hizo un coro de jóvenes en el campus: la música se nos aparece como identidad y como última resistencia.)
Hay una selección de piezas de Mozart y una de Antonin Dvorak en la voz de Patricia. Se advierte un proceso de maduración desde aquellos concursos iniciales.
Patricia emprendió una versión de una de las canciones más conocidas de Dvorak, “The Song of the Moon” o “Rusalka”. También se animó con “O mio babbino caro” y así se expuso a ser comparada con Monserrat Caballé y muchísimas más. Sus dos versiones de un aria de los Cuentos de Hoffmann son sendas joyas en voz y actuación.
En el difícil 2022 enfermó de cáncer. En junio de 2023 contrajo matrimonio. En el tristísimo, el lamentabilísimo octubre pasado “olvidó el ganar y el perder”.
Su canto ennoblecía el alemán, el italiano, el inglés, el francés y desde luego la lengua materna. Tenía 25 años. Ya se encuentra más allá de toda comparación y todo juicio.