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La huida
Desde el desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, los militares alemanes más informados saben que, a pesar de las “armas secretas” que Hitler promete emplear para dar un giro victorioso a la guerra, el final se aproxima. Aquellos que han residido en París los últimos cuatro años se preparan para abandonar la Ciudad Luz; la resistencia intensifica sus acciones y la llegada de las tropas aliadas junto con la División del general Philippe Leclerc es inminente.
Los últimos días son caóticos. Escapar se ha convertido en la prioridad de muchos oficiales y de los colaboracionistas más comprometidos. Louis-Ferdinand Céline no es el más importante entre estos últimos, pero sí acaso el más cobarde; a mediados de junio corre hacia la embajada alemana y pide que lo saquen de París. Su travesía la contará él mismo en su libro De un castillo a otro. “Qué notable resulta lo mucho que se preocupan de su mezquina existencia unos sujetos que piden a sangre fría las cabezas de millones. Las dos cosas han de estar relacionadas”, escribe en su diario Ernst Jünger al enterarse de la partida de Céline, a quien llama Merline. (Radiaciones. Diarios de la Segunda Guerra Mundial, Tusquets, 1992).
Gerhard Heller, un teniente de la Wehrmacht encargado de la censura literaria y editorial en la Francia ocupada, tiene una ocurrencia digna de un pirata del siglo XVII: enterrar un cofre con un tesoro singular: el diario que ha escrito durante esos años, cartas, diversos documentos e incluso parte del original de un ensayo de su amigo Ernst Jünger. Sin contar con una isla desierta en la cual ocultarlo, este moderno Jonathan Flint escoge la explanada de Los Inválidos, entre la rue Talleyrand y la rue Saint-Dominique, para esconder sus preciados papeles. En 1948 volverá a París con la ilusión de recuperar el cofre, pero se encuentra con que el terreno donde lo ocultó ha sido removido, lo que hace imposible localizarlo.
He visto temblar las piedras bajo un sol ardiente, cual si estuvieran aguardando nuevos abrazos históricos
Ernst Jünger
Habiendo perdido su diario, Heller procedió a escribir sus memorias de aquellos años (traducidas al español como Recuerdos de un alemán en París 1940-1944, Fórcola, 2012). Las historias y revelaciones que cuenta en esta obra son desde luego controversiales, pero dejan muy claro que desde un principio el objetivo de los alemanes fue seducir a las elites artísticas e intelectuales de Francia, para lo cual no se escatimaron ni recursos ni tampoco ciertos márgenes de tolerancia y libertad. Se decía, no sin razón, que en París se respiraba un ambiente más libre que en Berlín.
En esos últimos días del dominio nazi, hay un recién llegado que no puede ni quiere huir: es el teniente general Dietrich von Choltitz, quien después del fallido atentado contra el Führer (20 de julio de 1944) llega a París para sustituir al general Carl-Heinrich von Stülpnagel, quien ha caído en desgracia al lado de otros implicados en el complot. Sus instrucciones son defender la ciudad a como dé lugar y, en caso de tener que entregarla, destruirla previamente. Choltitz no se esfuerza en ninguna de las dos cosas: decide rendirse y, al hacerlo, desatender las órdenes que Hitler directamente le dio para dinamitar las zonas estratégicas, así como el patrimonio más representativo.
La polémica sobre si Von Choltitz salvó o no la ciudad está rebasada por los hechos: París no ardió, como deseaba en su locura Hitler. Lo demás es obvio, Choltitz no podía regresar a Alemania habiendo incumplido las órdenes del Führer, pero tampoco podía quedarse con alguna garantía para él y sus tropas habiéndolas cumplido. Oportunista o no, gracias a Choltitz los aliados entraron a una ciudad prácticamente intacta.
El 8 de agosto, Ernst Jünger anota en su diario: “Una vez más en la terraza del Sacré-Coeur, para echar una mirada de despedida a esta gran urbe. He visto temblar las piedras bajo un sol ardiente, cual si estuvieran aguardando nuevos abrazos históricos. Las ciudades son mujeres y se muestran gentiles únicamente con los vencedores”.
Cuatro años antes…
Lejos de este precipitado adiós quedan las imágenes de la llegada de las tropas alemanas a París el 14 de junio de 1940. Mientras los primeros convoyes militares entran a la ciudad, las calles y principales avenidas lucen desiertas. Esta calma es tan extraña como la derrota misma, que el historiador y veterano combatiente Marc Bloch denunció con profunda indignación y amargura. El fundador de la Escuela de los Annales, habiendo participado de las maniobras militares contra los alemanes, se preguntó seriamente por qué Francia había sido vencida. Su respuesta no tiene que ver con el poder de fuego o el número de las tropas de Hitler, sino con un lamentable “déficit intelectual” y “administrativo” que se tradujo en “un exceso de papeleo, la mala organización de los enlaces y los informadores, la multiplicación de escalafones y grados, la fragmentación de los mandos supremos, las rivalidades entre los servicios militares y los jefes, la rutina de un ‘adiestramiento’ que no tiene nada que ver con la verdadera disciplina, el miedo a los ‘líos’ y la aversión por las sanciones, la dilución de las responsabilidades…” (La extraña derrota, Crítica, 2009).
En su perspectiva, los decrépitos y empecinados generales franceses perdieron la guerra desde el momento mismo en que la planearon. Otro tanto dirá, años después, el historiador Philippe Burrin: “La derrota fue más bien el resultado de las insuficiencias organizativas de los altos mandos militares, de los errores cometidos en la batalla y, ante todo, de la evidente inadecuación de la estrategia. A un enemigo que había aprendido la guerra de movimiento, los jefes militares franceses opusieron una mentalidad de línea Maginot” (Francia bajo la ocupación nazi, Paidós, 2004).
A la derrota militar siguió la derrota moral y política que asumirá Philippe Pétain con la firma del armisticio y la creación del régimen de Vichy.
¿París fue una fiesta?
Tan irreal es la imagen de un París donde todo fue resistencia heroica, como la de una ciudad dominada por el entreguismo y la sumisión. Hubo de todo y, sin embargo, tampoco sería justo decir que a partes iguales. Los historiadores han ido lentamente colocando las cosas en su sitio, pero no ha sido fácil, precisamente porque han sido muchos los intereses y mitos creados sobre estos temas.
De cualquier forma, la ambigüedad, cuando no la incongruencia, fueron notables en diferentes ámbitos y muy particularmente en el mundo cultural. Entre la resistencia y el colaboracionismo muchas veces sólo medió el testimonio propio o el de un amigo; el juicio benévolo de unos o la maledicencia delatora de otros, según las circunstancias y momentos. Los hechos son los que terminan prefigurando la complejidad de esta situación única, contradictoria pero estrictamente humana: Pierre Drieu La Rochelle permite, por ejemplo, que Jean Paulhan, muy lejano a él en lo ideológico, permanezca como secretario de la revista La Nouvelle Revue Française bajo su dirección; no sólo eso, también salva su vida cuando las actividades clandestinas de Paulhan lo hacen blanco de la Gestapo. Al mismo tiempo, este colaboracionista por excelencia, el escritor fascista al que casi todos maldecirán y condenarán llegada la liberación, también extiende su manto protector incluso hacia adversarios declarados (Louis Aragon) o amigos de antaño (André Malraux).
Paul Claudel, en un acto indigno de Paul Claudel (parafraseo a Borges), escribe una “Oda al Mariscal Pétain” y, meses después, un poema en el que glorifica a Charles de Gaulle. Por otra parte, la futura radicalidad de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir no parece estar ni siquiera en ciernes cuando el primero acepta gustoso la representación de sus obras Las moscas y A puerta cerrada, y ella la publicación de su primera novela, La invitada, todo bajo la mirada censora (¿cómplice?) de Gerhard Heller.
L’Humanité, el órgano del Partido Comunista Francés, solicitó a las autoridades alemanas permiso para volver a ser publicado, prometiendo como línea editorial proseguir “una política de pacificación europea y defender la conclusión de un pacto de amistad, germanosoviético, y crear así las condiciones de una paz duradera”. Mientras tanto, en su edición clandestina, L’Humanité condenaba a la Gran Bretaña por continuar la guerra “imperialista” contra Alemania y llamaba al entendimiento y reconciliación entre las clases obreras francesa y alemana. Cuenta también Herbert Lottman (La rive gauche, Tusquets, 1994) que después de la liberación “el partido fabricó números falsos de L’Humanité para intentar hacer creer que había sostenido siempre a la resistencia”.
La ocupación significó una prueba para el conjunto de la sociedad francesa. Dio origen a reacciones en sentido contrario, y también a actitudes vagas
Philippe Burrin
Lo cierto es que “cualquier historia de aquella época —como escribió Philippe Burrin— ha de dar cuenta de la opacidad del futuro, de la movilidad de los pensamientos, del temblor que acompañaba a las decisiones, de los intentos de adaptación. La ocupación significó una prueba para el conjunto de la sociedad francesa. Dio origen a reacciones en sentido contrario, y también a actitudes vagas, poco claras, ambivalentes. Nadie pudo ahorrarse tomar una decisión”.
Y por supuesto, todos la tomaron, de tal suerte que algunos, como Albert Camus, participan sin ambages de la resistencia con todos los riesgos que eso implica, mientras que otros, como Sartre, observan a cierta distancia cómo transcurren las cosas. Tal vez por eso el autor de La náusea sintió la necesidad de explicar —en su artículo de 1945, “París bajo la ocupación”— por qué “al llegar a París muchos ingleses y norteamericanos quedaron asombrados al hallarnos menos flacos de lo que pensaban”; y en ese mismo texto pedirá que se comprenda “que la ocupación fue con frecuencia más terrible que la guerra”.
La depuración
La liberación de París trajo consigo una reacción virulenta, la llamada “depuración”, esa salvaje arremetida de las turbas —a menudo las más pasivas durante la presencia nazi — contra los “colaboracionistas” de toda laya, sobre todo aquellos que están a la mano, el tendero, los empleados domésticos, las amantes de los nazis o sus putas, a las que se hace desfilar rapadas y vejadas hasta lo indecible. Esta justicia barrial y espontánea llega también desde luego a no pocos delatores y a los cómplices directos de la represión y la tortura contra los miembros de la resistencia e incluso contra quienes simplemente no quisieron servir al invasor.
Esa fue la depuración “popular”, pero hubo otra que transitó por los tribunales de las nuevas autoridades. Esta también buscó hacer justicia en los casos de los criminales que colaboraron en la persecución, asesinato y deportación de los judíos, o en las masacres para aplastar a la resistencia. Igualmente estos tribunales condenarán a la clase política y militar que traicionó a su patria, como Pétain o Pierre Laval.
Pero, ¿qué hay de los escritores y artistas colaboracionistas? Desde cierto punto de vista casi todos lo fueron de algún modo, incluso por el simple hecho de no actuar o aceptar alguna invitación a un concierto o coctel, o por recibir algún obsequio o prebenda. En el extremo, desde luego, estaban quienes abiertamente simpatizaban y trabajaban cerca de los nazis. Robert Brasillach fue uno de ellos y pagaría con la vida el fanatismo con que se adhirió al nazismo. Durante el juicio previo a su fusilamiento, sin embargo, declaró algo que seguramente puso nerviosos a muchos: “He visto en el Instituto Alemán cierto número de personas, cierto número de escritores, algunos de los cuales se verían en un aprieto, si no tuviera la caridad de callarme sus nombres”. Empero, dejando a un lado su previa actitud “caritativa” señaló: “…la única vez en mi vida que he visto al señor Gaston Gallimard, hoy eminente editor, fue en el Instituto Alemán. Puedo decir que todo lo que significa algo en Francia, ha pasado por el Instituto Alemán”.
No hay salvación sin sacrificio, ni libertad nacional plena si no se ha trabajado por conquistarla
Marc Bloch
En dicho Instituto de la rue Saint-Dominique despachaba Gerhard Heller, a quien todo mundo dedicaba sus libros, de acuerdo con diversos testimonios. Heller era un nazi amable para muchos escritores y un liberal odioso aunque necesario para los nazis, porque sin duda era uno de sus principales interlocutores con la intelectualidad francesa. Jean Cocteau, quien también frecuentaba a Heller —lo mismo que al escultor Arno Breker, artista que acompañó a Hitler en su única visita a París en 1940—, imaginaba en su diario una situación, sin duda idealizada, sobre el comportamiento y actitud de los franceses frente a los alemanes: “Durante la ocupación alemana, Francia tenía el derecho y la obligación de mostrarse insolente, de resplandecer, de enfrentarse y desafiar al opresor, diciéndole: ‘Me lo quitas todo y me queda todo’”.
La noche de la verdad
Pero el momento crucial de la resistencia, las duras pruebas a las que fue sometida, sí que hicieron resplandecer al pueblo francés. Nada fue fácil, nada le fue obsequiado. La liberación se tomó su tiempo, pero al final los mejores hijos de Francia supieron responder con dignidad inmensa y valor insuperable a las grandes cuestiones que Marc Bloch se había planteado antes de morir (el 16 de junio de 1944) a manos de la Gestapo: “¿Se irán formando, en oleadas consecutivas, ejércitos de voluntarios que respondan al llamamiento de la patria en peligro? […] ¿O nos levantaremos al unísono en un arrebato total?”.
Y al final, luego de las “oleadas consecutivas”, llegó el “arrebato total”. Francia respondió afirmativamente a las preguntas que se hizo el gran historiador. Bloch, quien vivió y murió “como un buen francés” según sus propias palabras, sabía lo que estaba en juego y por lo mismo expresó una última esperanza que resultó ser profética: “…espero, en cualquier caso, que aún tengamos sangre por derramar, aunque deba tratarse de la de seres queridos… Pues no hay salvación sin sacrificio, ni libertad nacional plena si no se ha trabajado por conquistarla”.
En esta noche sin par acaban cuatro años de una historia monstruosa y de una lucha indecible
Albert Camus
El sacrificio último llega con una sublevación general: huelgas, combates calle por calle. Los enfants de la patrie vuelven a las barricadas sin esperar la llegada de las tropas de Eisenhower. La tarde del 25 de agosto Charles de Gaulle se declara Jefe del Gobierno Provisional de la República Francesa con su célebre discurso: “¡París ultrajada! ¡París destrozada! ¡París martirizada! Pero París ha sido liberada…”.
La noche de ese mismo 25 de agosto “las balas de la libertad silban todavía en la ciudad”, escribe Camus en su artículo para Combat. Su texto es preciso, como siempre, pero esta vez traduce además toda la emoción y coraje de un pueblo: “En esta noche sin par acaban cuatro años de una historia monstruosa y de una lucha indecible en los que Francia se enfrentaba con su vergüenza y su furor. Quienes nunca desesperaron de sí mismos y de su país hallan bajo este cielo su recompensa. Esta noche bien vale un mundo, es la noche de la verdad”.