Me enloquece pensar
que en este mismo instante,
para mí tan terso y llano,
el cuerpo de un niño,
o tal vez diez, o cientos,
explota en pedazos
junto con su sonrisa
su ternura y su futuro.
Me repugna que se pueda
tan siquiera esgrimir algún
pretexto, como si una vida
se pudiera canjear por canonjías
como si ese pequeño cuerpo
reventado, esa sonrisa cancelada
nada fueran, nada contaran
frente al hambre de despojo.
Me aterra el silencio y el estruendo
vacío al que han reducido nuestras
voces, las protestas como gritos
insensatos, esa inutilidad, parálisis
inducida, en la que respiro y vivo
mientras el regazo de las madres
queda hueco, sus gargantas no cesan
de invocar los nombres de los muertos.
Lee también: K., poema de Mauricio Montiel Figueiras
Me horroriza ver escenas de masacres
en directa como película cruenta pero
al fin ficticia y banal para un público
tan acostumbrado a la violencia que
ni reacciona ni se inmuta, comiendo
palomitas y bebiendo coca cola.
¡Vengan, pasen a asistir a la muerte
en vivo y a todo color, los actores
son de primera, no se van a arrepentir!
Me indigna presenciar al holocausto
de un pueblo por manos de otro que
lo padeció hace tan poco y aun así
es capaz de repetirlo con saña igual,
sin compasión ni remordimientos.
En nombre de su tan proclamada Shoa
¡paren de masacrar a inocentes que, como
los suyos, sólo son víctimas impotentes!
Este no es, no puede ser un poema,
no le atino a las metáforas ni quiero
embellecer las palabras: es un alarido
de horror y de impotencia por no tener
veinte años ni el valor, quizá, de defender
la causa de otro modo, no sólo con el verbo.
Aunque la experiencia, y tal vez el pesimismo,
insinúen que el sacrificio individual de nada sirve.