Me enloquece pensar

que en este mismo instante,

para mí tan terso y llano,

el cuerpo de un niño,

o tal vez diez, o cientos,

explota en pedazos

junto con su sonrisa

su ternura y su futuro.


Me repugna que se pueda

tan siquiera esgrimir algún

pretexto, como si una vida

se pudiera canjear por canonjías

como si ese pequeño cuerpo

reventado, esa sonrisa cancelada

nada fueran, nada contaran

frente al hambre de despojo.


Me aterra el silencio y el estruendo

vacío al que han reducido nuestras

voces, las protestas como gritos

insensatos, esa inutilidad, parálisis

inducida, en la que respiro y vivo

mientras el regazo de las madres

queda hueco, sus gargantas no cesan

de invocar los nombres de los muertos.



Me horroriza ver escenas de masacres

en directa como película cruenta pero

al fin ficticia y banal para un público

tan acostumbrado a la violencia que

ni reacciona ni se inmuta, comiendo

palomitas y bebiendo coca cola.

¡Vengan, pasen a asistir a la muerte

en vivo y a todo color, los actores

son de primera, no se van a arrepentir!


Me indigna presenciar al holocausto

de un pueblo por manos de otro que

lo padeció hace tan poco y aun así

es capaz de repetirlo con saña igual,

sin compasión ni remordimientos.

En nombre de su tan proclamada Shoa

¡paren de masacrar a inocentes que, como

los suyos, sólo son víctimas impotentes!


Este no es, no puede ser un poema,

no le atino a las metáforas ni quiero

embellecer las palabras: es un alarido

de horror y de impotencia por no tener

veinte años ni el valor, quizá, de defender

la causa de otro modo, no sólo con el verbo.

Aunque la experiencia, y tal vez el pesimismo,

insinúen que el sacrificio individual de nada sirve.


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