Pesco en La Vanguardia del domingo 22 de diciembre de este agonizante 2024 una frase de G. K. Chesterton: “Llegará el tiempo en que tengamos que sacar la espada para defender el hecho de que el pasto es verde.”
Épocas tan ideologizadas y tan polarizadas como la de Chesterton y como la nuestra ponen en peligro la serena búsqueda de la verdad en la vida cotidiana y en los ámbitos públicos.
Frente a los hechos se alzan siempre las interpretaciones, y abundan las sobreinterpretaciones, las subinterpretaciones y las simples y llanas malas interpretaciones.
Las ideologías son los anteojos que nos ponemos para ver los hechos, y suele ocurrir que no los vemos, a menos que de vez en cuando estremezcamos nuestros paradigmas como el genial Chesterton nos invitaba a hacerlo mediante sus paradojas y gracias a personajes tan racionales y objetivos como el modesto padre Brown.
La ciencia se vuelve determinante entre otras razones porque se toma el tiempo necesario para ir accediendo a verdades sólidas y para –de ese modo– contribuir a que aprendamos a seguir los protocolos de lo objetivo, así sea que lo subjetivo siempre haga acto de presencia, pues ya la filosofía nos explicó hace mucho que los sujetos “estamos sujetos” a “ser sujetos”.
La vida en grupos o comunidades o entidades depende muchísimo del “contagio social”: nos contagiamos de conductas ajenas, muchas veces masivas, y más nos vale que en ese contexto prevalezcan valores como la paciencia, la generosidad, la inteligencia, la comprensión, la diligencia, el esmero.
Manuel Alberca ha tenido en cuenta todos estos valores –vueltos principios y hábitos– a la hora de escribir una monumental biografía de Ramón Valle-Inclán (1866-1936): La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán (Barcelona: Tusquets, 2015, xxvii Premio Comillas): “El gran reto del biógrafo es la objetividad, la lucha por la imparcialidad y la verdad, lo cual le aparta tanto de la inquisición justiciera como de la actitud hagiográfica” (p. 19, edición de 2023).
Estamos ante un trabajo de primer orden en cuanto a la seriedad con que el biógrafo va desbrozando un camino lleno de maleza y de cizaña. Por lo demás, el primer constructor de mitos en torno a Valle-Inclán fue el propio Valle-Inclán, empeñoso en ganarse un sitio desde su Galicia natal hasta un Madrid extremadamente competitivo y ya de por sí gravemente ideologizado: “Cada artista debía construirse su propio mito, pues la vida y la persona del artista eran una creación más” (p. 104).
Manuel Alberca nos va mostrando las distintas fases ideológicas y estéticas del autor de Tirano Banderas y de Luces de Bohemia, empezando por un carlismo político que lanzaba ciertos reflejos hacia una poética entre modernista y tradicionalista, de la cual es fruto una prosa por momentos exquisita, barroca, en todo caso elegante y gozosa consigo misma.
Resultan interesantes los dos momentos en que Valle-Inclán pisó México. El primero ocurrió cuando él apenas se daba a conocer: “hacer la América” le sirvió de algún modo para “hacer la España” abriéndose paso desde las aventuras mexicanas en los ámbitos periodísticos, teatrales, editoriales y tertulianos que constituían las inestables redes peninsulares, necesarísimas (entonces como hoy) para que una obra literaria fuera (vaya) dándose a conocer entre un público abrumado y a veces incluso desconcertado por la multitud de ofertas.
Esa primera visita sucedió a fines del siglo xix. La segunda se verificó en 1921; el promotor fue el noble Alfonso Reyes, y permitió que el nuevo presidente, Álvaro Obregón, agasajara a quien ya era una figura relevante, todo ello en el marco del centenario de nuestra independencia (pp. 409 y ss.). La visita tuvo sus contrastes políticos y sus efectos, pues por ejemplo los terratenientes españoles no veían con buenos ojos la legitimación simbólica de un régimen que se proponía el reparto agrario (pp. 416 y 419).
Valle-Inclán es un buen ejemplo de la urgencia de tejer redes de relaciones para sobrevivir. La vasta y exhaustiva biografía deja leerse como la crónica de un esfuerzo por hacerse de los contactos indispensables a la hora de ir colocando los propios textos y de ir con ello obteniendo recursos para el diario sustento.
Manuel Alberca nos refiere la importancia que tuvo el editor José Ortega Munilla en los primeros años del novelista. Ortega Munilla, padre de José Ortega y Gasset, fue una verdadera red de protección para quien con un brazo se balanceaba en el trapecio del día a día.
La verdadera gran literatura alcanza a sopesarse cincuenta, cien, doscientos años o más después de haberse escrito. Allí ya no hay duda ni tienen peso los juegos y los fuegos que podrían influir durante los años de publicación: ¿el texto se sostiene por sí mismo?, ¿el pasaje gana o pierde?, ¿el poema es sólido?, ¿el verso es grato, profundo y pertinaz en el cara a cara entre quien lo escribió hace mucho y quien ahora lo lee?
Valle-Inclán es un buen ejemplo del empeño por escribir para el presente y para el futuro –muchas veces resaltando el pasado– y por salir adelante en la peor época de la historia de la humanidad. En efecto, a Valle-Inclán, a Chesterton, a Miguel de Unamuno, a Federico García Lorca, a José Antonio Primo de Rivera les tocó una guerra mundial; fue el primer conflicto bélico en que murieron más civiles en sus casas y en sus campos de labranzas y sus fábricas que combatientes en los campos de batalla, con todo y que las muertes en los frentes se cuentan por millones.
Todos ellos tienen en común que murieron en 1936, a edades por cierto muy distintas y con trayectorias y balances muy diferentes.
Los cuatro hispanos vivieron la inminencia o el inicio de la guerra civil y se quedaron a pocos años de una nueva conflagración planetaria. Una enfermedad le estorbó a Valle-Inclán un tercer viaje a México en 1934, auspiciado por Genaro Estrada y por las autoridades universitarias y nacionales (p. 628).
También estoy leyendo otros volúmenes del catedrático de la Universidad de Málaga: La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción (Málaga: Pálido Fuego, 2017), así como El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (Málaga: etc El Toro Celeste, 2024). Y tengo sobre mi escritorio, en espera, Maestros de vida. Biografías y bioficciones (Málaga: Pálido Fuego, 2021).
Estos libros, igualmente extensos y abarcadores, convierten a Manuel Alberca, junto a Antonio Garrido Domínguez, en lectura obligada sobre temas teóricos de gran relieve para los estudios literarios y, en general, dramáticos y narrativos.
Tales volúmenes merecen una página aparte, en próximas entregas.