Desde hace tiempo, eso que llaman el campo literario me envolvió en una labor precarizada, demandante y sufrida, aunque también gozosa a ratos: leer manuscritos, work in progress y primeras ediciones de un considerable número de narradores mexicanos (más o menos) jóvenes. Leí por ser jurado de concursos y becas, porque alguien me solicitó un blurb o una cuarta de forros, porque me vi en el trance de presentar alguna obra en un evento literario, por compromiso, malignidad o dinero (casi siempre poco), por amistad, resignación o admiración. También por vocación pedagógica. He pergeñado notas acerca de fragmentos, libros enteros, engargolados y pdfs, plagios y subterfugios, hasta dos y tres versiones de la misma historia, ediciones de autor y autores que presumen de tener agente literario. Extraigo de ese corpus diez breves estaciones sobre volúmenes que me entusiasmaron, en el entendido de que otros que también me gustan han quedado fuera por falta de espacio

1. Especies tan lejanas (Sexto Piso, 2024), de Nayeli García Sánchez

La indagación de las relaciones interespecies y el viaje físico y mental en pos de la genealogía nutren y dan forma a esta breve novela de Nayeli García Sánchez. En ella, una joven que trabaja en un aracnario descubre que su padre, con quien perdió contacto desde la infancia, ha muerto años atrás. Acompañada de su pareja y rodeada de personajes más o menos atípicos —entre ellos un perro extraviado cuya peripecia pone en marcha el discurso—, la protagonista emprende una búsqueda mítica y hasta cierto punto fársica que la llevará a Irapuato, lugar de origen de su progenitor. Nayeli muestra habilidad para el diálogo, colecciona referencias a objetos textuales no-literarios en calidad de cajas de resonancia narrativa, practica una meticulosa y a la vez ligera construcción de atmósferas. Su recurso a las arañas no es gratuito: las digresiones de la mente/memoria protagónica se despliegan ante el lector como un tejido que se forma en torno de una escena específica, misma que sirve de puntal y momento-revelación a cada uno de los capítulos.

El proyecto narrativo de García Sánchez (del que conozco, además de esta novela, un ensayo autobiográfico y el arranque de una segunda novela) se propone ampliar la exploración de la mitología familiar dislocada abordando lo laboral y la movilidad social, el anhelo, el resentimiento y la culpa, pero también la analogía con el mundo clásico, el chamanismo y las epifanías del azar. Su prosa me recuerda por momentos la engañosa sencillez de las maestras de la novela italiana del siglo xx: un procedimiento de sequedad verbal que termina vulnerando el ámbito emocional del personaje (también el del lector) sin condescender al sentimentalismo.

2. Autofagia (Literatura Random House, 2023), de Alaíde Ventura Medina

El rasgo descollante en la escritura de Alaíde es su elegancia, matizada por un oído genuino para captar el lenguaje popular. Se nutre de géneros laterales e informales, desde el ensayo personal y el diario íntimo hasta el estado de Facebook, el tuit y, desde luego, el blog, género que la autora practica desde muy joven. Sin embargo, las historias de Ventura Medina distan del facilismo de las redes sociales: son conflictos entrañables, sus imágenes tienen un poético sentido del humor, el ritmo de su prosa es envolvente sin pecar de artificioso.

Empecé a leerla a partir de Entre los rotos, su segunda novela, con la que obtuvo el Premio Mauricio Achar 2019. Narrada en primera persona, esta obra explora el ámbito familiar a través de meditaciones fragmentarias, écfrasis desarrolladas a partir de fotos, enumeraciones, retratos y autorretratos fugaces, definiciones construidas con lenguaje privado: piezas de un álbum cuyos principales coleccionistas son la narradora de primera persona y Julián, su hermano (lo que, dicho sea de paso, le da a Entre los rotos un interesante campo comparativo con Ceniza en la boca de Brenda Navarro).

En Autofagia, una voz de tercera persona encarnada en la protagonista rememora, con tensa nostalgia, su relación sentimental con una joven que la ha abandonado. Mientras la historia principal se desarrolla, la novela distiende escenarios paralelos donde campean la ansiedad laboral, el subempleo, la anorexia, amén de distintas capas de violencia transgeneracional contra las mujeres: la abuela y la madre de la protagonista, que aparecen —y este me parece uno de los grandes aciertos estilísticos del relato— recortadas contra un fondo provinciano vagamente idílico, pero también confuso y paranoico. La idea (que no es mía, sino de Carolyn Wolfenzon: Nuevos fantasmas recorren México) de que existe una tensión neorrulfiana en algunas novelas mexicanas recientes (el fantasma de Owen en Los ingrávidos de Valeria Luiselli; el fantasma interior o huésped en las novelas de Guadalupe Nettel; la frontera entre México y Estados Unidos como videódromo fantasmagórico en El complot de los románticos de Carmen Boullosa), me parece relevante para describir el plano alucinógeno, ocasionado por los desórdenes alimenticios, en el que transcurren las imágenes vertidas en Autofagia, creando escenas donde personajes “reales” (por ejemplo la vecina) se convierten en palimpsesto de la madre, la abuela o la amada ausente, en un registro fantasmático que me recuerda el doble y triple espesor de realidad/fantasmática que despliega Pedro Páramo. No pretendo poner la ejecución de Alaíde en el mismo plano estético que la de Rulfo, pero sí enfatizar el poder cognitivo de una joven escritora de principios del siglo xxi para nutrirse de su propia tradición en forma excéntrica.

3. Todo pueblo es cicatriz(Literatura Random House, 2023), de Hiram Ruvalcaba

A caballo entre el gonzo y el realismo sucio, en una zona de rispidez que limita en un extremo con el true crime y en el otro con la autoficción, la prosa narrativa de Hiram Ruvalcaba exhibe una permanente vocación de límites sutiles, pues también se contrae desde el espacio de la novela hacia el territorio del relato. Al desplegar una colección de arcos testimoniales en torno a feminicidios en una región de Jalisco, el protagonista —cuyo nombre es idéntico al del autor— analiza, mediante momentos que van de la infancia a la vida adulta, no solo su contacto inmediato —comunitario y familiar— con hechos violentos, sino también su propia compulsión hacia prácticas crueles y una idea de venganza.

Antes de la publicación de este libro, Ruvalcaba era ya un cuentista consumado, un artesano formado en talleres (señaladamente, en los de Eduardo Antonio Parra) con dominio de la tensión y las atmósferas en el territorio de la narrativa breve. Su paso a la novela se revela pautado por estos orígenes. Todo pueblo es cicatriz podría leerse como una compilación de relatos de mediana extensión protagonizados y narrados por un mismo personaje. Salvo que la habilidad de Ruvalcaba transforma el consabido arco de un preadolescente (un chico provinciano atenazado a partes iguales por el miedo y el deseo) en un viaje emocional y moral más complejo: el del adulto que se autopercibe capaz de matar. La lenta evolución del narrador da un impulso sostenido a las partes del relato, consiguiendo que los hitos temporales, esparcidos a lo largo de años, mantengan cohesión y a la vez sean dinámicos. El momento central de la historia, sin embargo, no es el testimonio de la oscura violencia masculina contra las mujeres, tampoco el odio como seña de identidad consanguínea que se desenvuelve hacia el tercer acto del libro, sino el dostoievskiano momento adolescente en el que el protagonista tiene que ponerse del lado de los muchachos del barrio para agredir a su propio perro. En esa imagen dialéctica está contenida la potencia verbal y la afortunada combinación de sinceridad y ficcionalidad que hacen de esta primera novela una pieza sólida.

4. Lengua dormida (Sexto Piso, 2022), de Franco Félix

La lentitud, ese valor narrativo desprestigiado en el presente, es uno de los recursos más atractivos que encuentro en la escritura de Franco Félix. También la multiplicidad, tanto en las líneas narrativas que abren su novela autobiográfica como en la estrategia de situar el lenguaje de primera persona en diversos planos de realidad: la experiencia doméstica, la conjetura o reportaje en torno al pasado genealógico, la incorporación de curiosidades aleatorias (a la manera de las ventanas o threadsde internet), el sueño y los trastornos mentales.

Ana María, la protagonista, entra en el proceso de decadencia física que la conducirá a la muerte acompañada de una voz: la de su hijo, quien además de ejercer como enfermero y aedo hará las veces de detective del pasado, rastreando los jirones de una historia semienterrada: la de la primera familia de su madre (un esposo y cuatro hijos), a quienes Ana María abandonó para escapar de la violencia del marido. Maternidades disidentes: tal es el nombre que un sector de la literatura mexicana acuñó hace poco para describir esta clase de historias. No estoy muy seguro de que Félix o yo (o la mayoría de quienes pasamos nuestra infancia al margen de la clase media urbana ilustrada) las llamaríamos así. Supongo que las llamaríamos simplemente relatos de maternidad.

Existe una simpatía argumental entre Lengua dormida y Canción de tumba, y eso influye en mi valoración positiva de esta novela. Pero hay muchos aspectos que separan ambos libros, empezando por el estilo denso y acumulativo de la prosa de Franco, que es un poco el reverso de la mía. La estructura fragmentaria, aunada a la incorporación de dispositivos como mensajes de Facebook o diarios supuestos, le permite al autor incorporar una ficción semicoral que acompaña a la voz de primera persona. Esto se complementa con dos buenos hallazgos: las clepsidras, un grupo de mujeres que rodeaba a Ana María y que en el relato ocupan la fársica función de plañideras; y el retrato del padre del narrador, un tótem desfigurado mediante la comedia y el sarcasmo en cuya visión pragmática de los padecimientos de salud —no importa que se trate de su propia ceguera, el dolor de vientre de su hija o el sufrimiento mental de su hijo— encuentro una metáfora de la indiferencia frente al duelo.

5. No me van a agarrar durmiendo(Dharma Books, 2021), de Habacuc Antonio de Rosario

En una Reynosa cuasi mítica a fuer de hiperrealista, a contrapelo de la burocratización forzada de la ciudadanía por parte del crimen organizado, entre los escombros de algo que alguna vez fue la corrupción y el peligro, y que al final devino encarnación de la desidia, Teodoro Flores emprende un despropósito para alguien que, como él, es agente ministerial al servicio del Estado: intentar comportarse como un policía. El resultado de esa aventura, con su justa ración de clarividencia criminal, violencia cruda pero lenta, hackers y gamers, paranoia infraordinaria, socarronería de barrio y kafkianas comidas callejeras, es una novela que entrelaza los lindes del costumbrismo y el minimalismo con los de la novela negra, la sátira y la distopía. “Yo nomás me levanto y me desocupo”, repite el protagonista como un mantra a lo largo de este relato poblado de culpables espectrales y crímenes irresolubles. Se trata, y no, de una mentira: en tanto el narrador y personaje va de un lado a otro en pos de una vaga conciencia del deber (o quizá nomás de una innata curiosidad detectivesca), su entorno parece atraparlo en una telaraña de minucias complejas y deliciosas que ponen constantemente en stand by cualquier sentimiento de justicia. Y, aunque al final la historia imponga el giro desgarrador del relato policiaco, la moraleja sigue siendo la misma: el sentido último de la tragedia es, como el de la comedia, un absurdo. Es esta oscura revelación, a medio camino entre el cinismo y el estoicismo, la más afortunada creación de esta novela. No me van a agarrar durmiendo amplía el mundo narrativo que Habacuc Antonio de Rosario había avistado ya en Sin trincheras (feta, 2014): un territorio donde el sinsentido y la deshumanización se convierten en herramientas irónicas para que los personajes logren conservar un resabio de cordura en un país abatido, más que por la impunidad o la violencia, por la desesperanza.

6. Una cita con la Lady(Anagrama, 2019), de Mateo García Elizondo

Antes de haber leído la obra publicada de Mateo, conocí —como tutor del programa Jóvenes Creadores— el proyecto y algunos pasajes de la que podría ser su segunda novela. Me impresionó la habilidad del autor para tramar argumentos, la claridad con la que plantea el conflicto de sus personajes, su buen oído para la prosa y, sobre todo, su intuición para desentrañar las dificultades formales de lo que pretende hacer incluso antes de que estas aparezcan. Decía Ignacio Padilla que hay novelas de brújula y novelas de mapa: las primeras se rastrean, las segundas se diseñan. Tengo la impresión de que el proceso creativo de García Elizondo está más cerca de esta última estrategia.

Una cita con la Lady narra en primera persona la historia de un yonqui que, sin más compañía que un cuaderno, tres mil pesos y un último alijo de heroína y opio, viaja al ficticio pueblo del Zapotal en busca de la experiencia definitiva: morir de una sobredosis extática. La cuarta de forros compara el relato con las atmósferas de Lowry, y evidentemente hay algo de eso en el relato, lo mismo que cierta recurrencia a Burroughs y al José Agustín de Se está haciendo tarde(final en laguna). Pero la cuarta de forros menciona también Pedro Páramo, y es esta tensión neorrulfiana lo más interesante de la novela.

Ya antes he citado a Carolyn Wolfenzon y su exploración de lo fantasmático en la narrativa mexicana contemporánea. Me parece que la novela de Mateo García cae en ese ámbito. La búsqueda tanática del protagonista parece constituida de estaciones, como en un viaje místico o esotérico. Al principio, el relato desarrolla el aspecto material y geográfico: la llegada al Zapotal, sus personajes y espacios, todo ello atravesado por el fibroso hilo de la malilla de droga dura. Conforme el relato avanza, cobran mayor importancia la deformación perceptiva ocasionada por la intoxicación, la descripción de los procesos orgánicos vinculados a ella (descritos con precisión poética y nauseabunda) y, de manera lateral, la materialidad del acto de escribir: la existencia del cuaderno en el que el narrador anota sus impresiones. Finalmente, entre saltos de la memoria y descripciones del proceso ascético y agonista de la dependencia —una cosa que la mayoría de los adictos consideramos esencial desde un punto de vista narrativo—, el personaje ingresa en una suerte de territorio fantasma, una atmósfera neorrulfiana autoinducida donde parece desplazarse entre los vivos y los muertos. La textura alucinógena de la prosa, que se desenvuelve con calculada lentitud, dota a la novela de una ambigüedad de planos que podría caer en lo solemne si no fuera por las constantes rupturas generadas mediante diálogos punzantes, giros satíricos y escenas desquiciadas, como la relación entre los restos humanos del narrador y los perros del pueblo.

Detesto hablar de lo que un escritor “podría llegar a escribir”, es casi siempre un eufemismo para restar mérito a lo que ha hecho. Sin embargo, en el caso de Mateo García Elizondo debo confesar que, tras haber disfrutado su primera novela, tengo gran expectativa por leer la siguiente.

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